domingo, 23 de diciembre de 2018

EPIFANÍAS


PARTE I



Todo suele ir bien mientras los planes salen como uno quiere, hasta que tropiezas y recoges todo aquello que sembraste. Ángelo había sido un busca vidas desde que era un crío, según su padre; el mismo que un buen día salió de casa y nunca nadie volvió a verle más, no tenía madre, él era creación suya y solo suya. Por lo que Ángelo aprendió temprano a ganarse el pan, aunque no siempre de una manera lícita.



Con diecisiete años conoció a Melchini, un mago que convertía harina en dinero, aunque para las autoridades era más conocido como un Don de la mafia siciliana. Ya en aquel entonces, Ángelo vio como la muerte le pasaba de largo, Don Melchini le perdonó la vida a pesar de que le robara la cartera, a cambio comenzó a trabajar para él como soldato. Al principio eran minucias, «ve y pon la oreja» «entra y coge prestada tal carpeta» «pon este arma en el coche de fulano» y un largo etcétera...

Pronto Ángelo se convirtió en una especie de ahijado para el Don, este no tenía hijos y a pesar de su aspecto rudo de hombre de negocios serios, adoraba a los niños. Don Melchini era de esos que a menudo dice todo con la mirada, de pelo cano y bigote terminado en punta. Le costaba sonreír, era más de expresar su agrado con palmaditas en la espalda y su cabreo, agarrando de la nuca al motivo de su enfado, era imposible zafarse de aquella garra una vez se cernía sobre ti.

Los trabajos del joven Ángelo comenzaron a subir de nivel, al igual que el número de billetes y el peligro. Al cumplir los dieciocho Don Melchini le regaló un arma a su pequeño discípulo, obsequio que Ángelo recibió con ilusión desbordante.

A los pocos meses esa ilusión se borró cuando fue acusado ante un tribunal por asesinato, aunque claro está, Ángelo se declaró inocente puesto que mantenía que fue en defensa propia. Al juez no le importó lo más mínimo la palabra del niñito protegido de Don Melchini y no dudó ni un segundo en encarcelarle. Siete años de prisión dictaminó el supremo.



Nada más pisar la cárcel el joven rubio de ojos azules y rostro angelical, se convirtió en el centro de atención de todos los presos. Ángelo temiendo por su integridad allí dentro no tardó en buscar el amparo de los suyos, pero por desgracia para él, el dominio de aquella cárcel pertenecía a la Yakuza y la otra parte a la Bratva. Si quería sobrevivir en aquel oscuro agujero, tendría que dar una vez más prioridad a su seguridad antes que a su honestidad.

Ángelo sabía que en cuanto se decidiera su traición no tardaría mucho en llegar a los oídos de Don Melchini, por lo que debía elegir bien. Los japoneses fueron descartados enseguida, primero por la frontera del idioma y segundo porque no estaban dispuestos a dejar que extraños entraran entre sus filas. Con lo cual solo quedaba un bando posible, la mafia roja. Los rusos no parecían muy amigables, solo con la mirada parecían rajarte y sacarte las tripas, pero tenían una debilidad, las apuestas.

Ángelo aprovechó uno de sus mejores dones, estar en el lugar adecuado en el momento idóneo, descubriendo así que la Yakuza amañaba casi todas las apuestas ¿Cómo? Muy fácil, tenían comprado al intermediario de los rusos al que todos llaman El paje. Él se encargaba de decir a los luchadores que por órdenes del Pakhan[1] debían ganar o perder, asegurándose así que los japoneses nunca perdieran dinero.

Con aquella información en su poder, Ángelo se presentó frente a la celda del jefe ruso. Se decía que aquel hombre pelirrojo con el cuerpo lleno de calaveras y un enorme cristo crucificado tatuado en su pecho, era familia del mismísimo diablo. Gasparof había llegado a Pakhan de la Bratva a base de respeto y despiadados asesinatos, su palabra era ley y al jefe ruso, le gustaba que sus leyes se cumplieran.

Dos enormes matones rusos frenaron a Ángelo antes de que llegara a la celda, a Gasparof no le agradaban las visitas a menos que estas implicaran algún negocio productivo.

— Traigo una información importante para Gasparof, hay un traidor entre los suyos.

De aquella manera Ángelo se convirtió en miembro de la mafia roja y El Paje, amaneció destripado en su celda dos días después.

Gasparof no tardó en apreciar las actitudes del joven y una vez más, Ángelo pasó a ser el ojito derecho del jefe. El Pakhan después de unos cuantos vodkas no dudaba en contarle sus andanzas y hablar de sus negocios, fue asi como Ángelo descubrió que Gasparof era el rey del crimen organizado; compraba armas a bajo precio y se las vendía a todo aquel que tuviera el dinero para pagarlas; solucionaba problemas haciéndolos pasar por suicidios o accidentes, daba igual lo que pidieras, Gasparof aun desde la cárcel era capaz de conseguírtelo.



Parecerá que siete años en la cárcel son muchos años, pero lo cierto es que cuando gozas de ciertos privilegios dentro, es algo más parecido a unas vacaciones en un resort sin piscina, ni mujeres en bikini.

Cuando Ángelo quiso darse cuenta debía comenzar a pensar en qué hacer cuando saliera, Don Melchini había estado mandándole algunas cartas bastante descriptivas, en las que le contaba como acabaría con su vida.

Como había estado haciendo durante su estancia en la cárcel, encomendó una vez más su supervivencia a Gasparof. Una noche entre vodka y vodka Ángelo le contó su problema al Pakhan, aunque omitió bastantes datos como «mafia siciliana» «Don Melchini» y sobretodo su traición al capo.

Gasparof a cambio y viendo el potencial sin explotar del joven, le hablo de un negocio que tenía abierto y que necesitaba supervisión de alguien de confianza, Ángelo seria el nuevo intermediario de la Bratva en Senegal.



Cuando Ángelo salió de la cárcel, lo hizo con un billete de ida y un papel escrito a mano por Gasparof, donde se le indicaba una dirección y un nombre. Un coche le esperaba fuera para llevarle al aeropuerto, en el asiento una bolsa llena de euros y ropa nueva. Entró en aquel vehículo en chándal y salió de él con un traje de Hugo Boss hecho a medida.

El jet privado aterrizó en Senegal donde le esperaba otro coche negro de lunas tintas, al volante Iván, su nuevo e inseparable amigo. Ángelo le entregó el papel que Gasparof le había dado, Iván se lo guardó en el bolsillo y arrancó, sabía perfectamente donde debía ir, el Pakhan le había puesto al día por teléfono.



Ángelo contó una veintena de hombres solo en la puerta y otra veintena, merodeando por los jardines de lo que parecía una fortaleza; aquella mansión tenía hasta los torreones propios de un castillo.

Cuando iba a salir del coche Iván echo los seguros de las puertas.

— Pase lo que pase, no miras cicatriz que le cruza la cara, seria problema para ambos. Tampoco baja la mirada, signo de debilidad, mira sus ojos, solo a los ojos —dijo Iván mirando a Ángelo a través del retrovisor.

Un hombre negro de casi unos dos metros salió a recibirle a la puerta, el sol rebotaba en la piel de su cráneo rapado al cero, un chaleco beige dejaba al descubierto unos brazos excesivamente musculados y llenos de tatuajes. Mientras subía los escalones hacia la puerta principal, Ángelo se esforzó por ver el rostro del hombre que salía a su encuentro, quería ver esa cicatriz que no debía mirar, pero el sol se lo impidió y cuando estuvo a escasos metros no quiso tentar la suerte y siguió las instrucciones de Iván.

— ¿Señor Zhar? Soy Ángelo, vengo de parte de Gasparof.

Resultó que aquel hombre con prácticamente un ejército a su disposición y una mansión de varias hectáreas, era nada menos que Baltán Zhar, un señor de la guerra con un arsenal subterráneo de armas y una fábrica de sicarios, con servicio a domicilio y entregas nacionales e internacionales.

Le llamaban Roi des âmes[2] pues se decía que Zhar, ordenaba a sus hombres asesinar con rapidez, sin tortura ni agonías, para que las almas de sus víctimas fueran directas al purgatorio y que allí, fueran juzgados por sus pecados.

Entre sus soldados también había bastantes rusos, todos hombres de Gasparof, huidos de la justicia que trabajaban para Baltán como sicarios y de espías para el jefe de la Bratva. Gasparof era un hombre celoso de sus negocios y no le gustaba que sus socios tuvieran secretos para él. Antes de que se conocieran, el señor de la guerra solo era un simple bárbaro que mataba a diestro y siniestro. Cuando el ruso le habló de instruir a sus hombre en el arte del asesinato y le prestó algunos de sus killers, Baltán vio el negocio que Gasparof le insinuaba y aceptó de buen grado, claro estaba, todas las armas debía comprárselas al jefe de la mafia roja.

Pero resultó que Zhar además de fuerza bruta y un alma capaz de expiar sus pecados con la sangre de otros, no era tan simple y terminó por convertirse en todo un señor de la guerra al que temer y con razón.

Gasparof sospechaba que su socio tenía algún que otro negocio más entre manos y por aquella misma razón, había enviado a Ángelo a Senegal. El joven debía ganarse la confianza de Baltán y descubrir si las sospechas de que este estaba metido en el tráfico de diamantes de sangre era ciertas o, no.

Ángelo así lo hizo, se convirtió en la paliducha sombra de aquel senegalés de casi dos metros de altura. Si a Gasparof se le soltaba la lengua con unos cuantos vodkas, a Baltán le ocurría lo mismo con un par de botellas de whisky.

En una de aquellas noches de ocio y alcohol caliente, Ángelo no solo descubrió el porqué de la afición de Zhar por el brebaje escocés, sino que además quedó sorprendido al saber, que al temido señor de la guerra también le latía un pequeño corazoncito tras el pecho.

— Era como un ser celestial, de largos cabellos dorados y un rostro aterciopelado. Su mirada era tan pura y cristalina, que te quedabas atrapado en el parpadeo de sus pestañas. Ahora de ella solo me queda una bodega llena de malta escocés, con el que ahogar su recuerdo.

Ángelo miró perplejo al musculado hombre de rasgos toscos, resultó que el whisky convertía en poeta a aquella mala bestia despiadada.

El joven le escuchó en silencio, procurando que Baltán no viera el fondo del vaso y siguiera contándole esas inquietudes secretas, que Ángelo jamás hubiera imaginado de un hombre como aquel.

Cuando de la boca de Baltán salió el nombre de María, Ángelo dejó de escucharle por unos minutos, no era la primera vez que oía aquel nombre ¿simple casualidad? No lo creía. Don Melchini le habló de una mujer que «era más hermosa que una lluvia de estrellas fugaces» así la describió él. Siempre que le hablaba de ella, el capo terminaba con la mandíbula apretada y los nudillos blancos al comprimir la ira entre sus dedos, pero sin perder la mirada de un hombre que aún seguía enamorado, de la mujer que le rompió el corazón.

En el caso de Gasparof, cuando mencionó a una tal María, lo hizo con un odio tan profundo, que Ángelo casi pudo oír el eco de las oscuras palabras que le dedicaba a la mujer. Le contó una historia de traición, de una seductora de besos envenenados que manipulaba con su voz sensual y cándidos ojos.

Solo la palabra diamante, consiguió que Ángelo volviera a prestar atención y cerrara la puerta de la caja fuerte de secretos, que atesoraba en su cabeza. Sin darse cuenta el tema María, se había evaporado como el  whisky del vaso de Baltán.

El señor de la guerra llevado por el alcohol y el orgullo de sus ilegales negocios millonarios, le contó a Ángelo justo lo que este había ido a averiguar. El senegalés no solo estaba metido en el asunto de los diamantes de sangre, si no que era uno de los mayores exportadores de aquellas brillantes piedrecillas.



Ángelo nunca informó a Gasparof de aquella conversación; tampoco de las minas de Sierra Leona, donde Baltán Zhar tenía trabajando día y noche a más de centenar de esclavos a los que pagaba con un plato de comida. En lugar de cumplir con su cometido dejó que la voz de la avaricia que resonaba en su cabeza tomara la decisión.

Convencido de pillar tajada del brillante pastel de señor de la guerra, Ángelo no dudó en sembrar dudas en Baltán. Empezó poniendo en tela de juicio la honestidad de los intermediarios; antes de llegar a su destino los diamantes pasaban por varias manos y países, pero Baltán nunca los tenía en su poder, era el precio por mantener el secreto y que el ruso no se enterara de su negocio. Baltán no tardó en caer en las redes que Ángelo había urdido con el fin de llenar sus bolsillos, razón por la que cuando el joven se ofreció para ir personalmente a Sierra Leona y verificar cada paso del cargamento de diamantes, Baltán aceptó agradecido por su interés.

Una vez más aquellos ojos azul cielo con falso reflejo de inocencia y ese rostro de niño, que solo busca la aprobación y el cariño del padre que se marchó, le abrió las puertas ¿Quién podría dudar de un angelito como él?

Lo que Ángelo no imaginó es que iba a tener que demostrar su lealtad, Baltán no era tan inepto, era consciente de que el joven había sido enviado allí por Gasparof, pero también que los diamantes hacían cambiar de bando a muchos. Si Ángelo quería entrar en el negocio del señor de la guerra, tendría que demostrarle cuando lo deseaba.

Baltán Zhar desenfundó su Desert Eagle del cinturón y agarrándola por el cañón se la tendió a Ángelo, el joven la cogió dubitativo sin dejar de mirar al senegalés.

— ¿Qué se supone que debo de hacer con ella?

— Demostrarme lealtad, querido amigo.

En esa ocasión no fue supervivencia, fue la avaricia quien disparó. Ángelo siguiendo las instrucciones de Baltán, salió por la puerta principal de la mansión, bajo los escalones y se acercó hasta el coche donde Iván esperaba apoyado en el capó. Alzó el arma; su pulso era firme, decidido. En un pestañeo disparó el arma, en dos Iván se desplomó en el suelo, en tres todo había terminado, Ángelo ahora trabajaba para Baltán.



De nuevo y poniendo tierra de por medio, Ángelo había traicionado por segunda vez a un jefe de la mafia, e iba con intención de hacer lo mismo con el señor de la guerra senegalés.

Baltán le proporcionó una escolta de siete hombres, aunque Ángelo sabia de buena tinta que más bien iban para vigilar sus movimientos.

Por miedo a sentir arrepentimiento, Ángelo se negó a pisar las minas, sabía que allí también trabajan niños y que esa imagen haría que sus planes se tambalearan. Prefirió quedarse en los almacenes de la capital y supervisar las llegadas de los diamantes.

Las primeras semanas se limitó a hacer su trabajo, después poco a poco y con mucha cautela, fue sustrayendo pequeñas cantidades de brillantes. A los tres meses de estar allí, Ángelo ya tenía un cargamento considerable de diamantes y se planteaba el retirarse antes de que algo saliera mal.

Ya tenía los billetes de avión con destino Hawái y había mandado los diamantes a un joyero muy discreto que trabajaba para la organización de Baltán, pero que por un precio racionable aceptó de buen grado el trato con Ángelo. Iba a ir a trabajar como cualquier otro día, al cruzar la calle ya sintió que algo no iba como siempre, tenía la sensación de que le seguían, pero pensó que sería alguno de los esbirros de Baltán Zhar.

Cruzó por un callejón por el que no solía pasar solo para asegurarse, al llegar más o menos a la mitad de este, escuchó unos pasos a su espalda y se giró. Una mujer blanca de largos cabellos rubios y esbelta figura, se paró en seco y puso sus brazos en jarras, Ángelo dudó en si echar a correr, pero con el sol a su espalda aquella mujer parecía estar rodeada de un aura de luz hipnotizante.

Dijo llamarse Cleo y sin preámbulos se presentó como agente especial de la CIA. Parecía saberlo todo sobre los negocios de Baltán y sobre lo que Ángelo había estado haciendo los tres últimos meses, amenazó con delatarle si no la ayudaba con algo que tenía entre manos.

El instinto de supervivencia de Ángelo, hizo que el joven aceptar sin pensarlo ni un segundo, su libertad a cambio de toda la información sobre el tinglado que Baltán tenía montado en Sierra Leona.

Le contó a Cleo como una vez que los diamantes entraban en la nave, estos desaparecían sin dejar rastro alguno; túneles subterráneos. La agente de la CIA había convertido a Ángelo en su informante y aunque eso supuso que el joven no se marchara cuando había planeado, Cleo le había prometido inmunidad una vez desmantelara los negocios de Baltán, Ángelo podría marcharse sin más.

De aquella forma y sin tener que mancharse las manos, Ángelo traicionaba a Baltán y escapaba con un botín de diamantes suficiente como para vivir bien hasta el fin de sus días.



La operación no salió todo lo bien que Cleo deseaba, Baltán escapaba a las pocas horas de que la CIA irrumpiera en el almacén de Sierra Leona. La agente especial de la CIA se sintió culpable, supuso que alguien de dentro había avisado al señor de la guerra de sus planes, lo que a su vez quería decir que conocían la ayuda que Ángelo les había proporcionado, su informante estaba sentenciado.

Cleo ayudó a Ángelo a desaparecer del mapa, pero antes de que el joven subiera al avión, la mujer se vio con la necesidad de confesarle algo.

— Ten —dijo la mujer entregándole un papel arrugado. — Si alguna vez necesitas algo, no dudes en llamarme, estoy en deuda contigo. Y por cierto, mi nombre no es Cleo, me llamo María.



Todo podría haber acabado en ese preciso momento, con Ángelo en algún lugar paradisiaco disfrutando de las rentas, pero traicionar a tres reyes de la mafia no era tan sencillo como él pensaba. Don Melchini, Gasparof y Baltán Zhar, no iban a permitir que un joven les faltara al respeto de aquella manera y se saliera con la suya sin más. Iban a remover cielo y tierra para dar con Ángelo y acabar con él.
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CONTINUARÁ…


[1] Líder de la organización, nadie contradice su palabra, es el que manda.


[2] Rey de las ánimas en francés.