miércoles, 9 de enero de 2019

EPIFANÍAS


PARTE II



Habían pasado tres años y Ángelo, se había estado paseando por el mundo por miedo a confiarse y dejar pistas a los reyes de la mafia. Los diamantes se convirtieron en una bolsa llena de euros, que aun despilfarrando no se acababan. Ángelo descubrió que la vida del fugitivo millonario, no era tan idílica como se mostraba en las películas, en el fondo deseaba asentarse en un lugar y vivir tranquilo sin necesidad de mirar a su espalda cada cinco minutos.

En aquellos tres años, Ángelo había estado investigado; la despedida en aquel aeropuerto de Senegal y la identidad de la agente especial de la CIA, que terminó confesando llamarse María, le había dejado una incógnita que no lograba quitarse de la cabeza ¿era la misma María de la que Don Melchini, Gasparof y Baltán Zhar le habían hablado? Terminó resultando que si, todas esas Marías eran una sola.

Con dinero y algunos contactos era sencillo obtener información valiosa, Ángelo curioso y adicto a los secretos que pueden abrir puertas, no dudó en hacer unas llamadas con intención de averiguar que unía a tres reyes de la mafia y una agente de la CIA.

Descubrió que la dulce y bella María, al igual que él, había traicionado a los tres reyes de la mafia en su juventud; engañó al por aquel entonces joven e inexperto Sottocapo[3] Melchini, ahijado de Don Herontes, seduciéndole con la única intención de que este traicionara a su tío. Con lo que María no contaba, era con la sed de ambición de Melchini, que cautivado por la idea de convertirse en el nuevo capo, no dudó en disparar a bocajarro a Don Herontes. Cuando Melchini se declaró a María, ella desapareció a los pocos días sin más, quedando como una prometida huida y no como una novata agente de la CIA.

En el caso de Gasparof, todas las cartas quedaron sobre la mesa. El ruso también fue incapaz de escapar a los encantos de María y aunque ella le conquistó, Gasparof se dio cuenta de que aquel rostro de facciones puras, pero no del todo sinceras, escondían algo. Dado que los tentáculos del Pakhan se extendían hasta donde no alcanza la imaginación del pensar más retorcido, el ruso usó sus influencias para saber más de aquella bella mujer. Terminó descubriendo que María estaba infiltrada con la sola intención de destapar todos sus trapos sucios.

Cuando el ruso se disponía a solucionar el “problema” ya era demasiado tarde, María había aprendido la lección y oliendo el peligro avisó a los suyos, la CIA irrumpió en la modesta finca de Gasparof y procedió a su arresto acusándolo de crimen organizado.

Ante el éxito en su misión de encarcelar a Gasparof, la CIA quiso explotar el potencial de la joven María destinándola a nuevas misiones encubiertas. Ansiosa por demostrar su valía, María resultó ser una prometedora agente especial que no paraba de sumar logros a su expediente, fue así como terminó entrometiéndose en la vida de Baltán Zhar.

Para el señor de la guerra, la aparición de aquella mujer fue como algo celestial, un reencuentro con un yo sensible que había perdido en el pasar de los años. María era toda aquella dulzura y concupiscencia, que las balas, la sangre y las guerras, habían sepultado bajo una arena empapada de violencia y odio.

El señor de la guerra solía aparecer por sorpresa en las pequeñas aldeas y llevarse a todas las niñas que hubieran cumplido los trece años. Mientras los hombres de Baltán elegían a la que sería su nueva esposa, María apareció en medio de aquel caos con su cámara de fotos y su mochila de excursionista, más de treinta subfusiles la encañonaron en cuestión de segundos obligándola a levantar las manos. María viajó como prisionera en el camión junto a las niñas secuestradas, fue interrogada por el mismísimo señor de la guerra, cosa nada habitual, que le indicó que su plan iba medianamente bien por el momento.

Dijo ser profesora y que viajaba por el mundo para impartir sus enseñanzas en aldeas donde los libros no llegaban. Baltán terminó cediendo al sentimiento vociferante de sus entrañas y le ofreció a María un trato: le perdonaría la vida si se quedaba allí con él para enseñar a las niñas a ser buenas mujeres para sus hombres.

Baltán se fue enamorando de María noche a noche y ella lo utilizó para ganar más libertad y hacer sus averiguaciones, pasó varios meses en la mansión y aunque tenía la información para la que sus altos mandos la habían enviado, María no quería dejarlo, razón por lo que todo fue demasiado precipitado.

De repente un día siete rusos aparcaron a las puertas de la entrada principal, María escuchando tras una cristalera oyó que venían de parte de Gasparof, temió ser descubierta por la Bratva y fue consciente de que debía salir de allí. Al igual que su plan saltaba por los aires, María decidió quitarse de en medio fingiendo su propia muerte; un coche bomba.



Conseguir toda aquella información no solo le costó varios fajos de billetes, sin saberlo, Ángelo había dejado un caminito de migas de pan convirtiéndose en una enorme diana. Cuando quiso darse cuenta había descuidado tanto sus espaldas, que solo cayó en su error, mientras una capucha de tela estropajosa le cubría la cabeza y era empujado al interior de un maletero.

En aquella oscuridad absoluta y con un destino incierto, Ángelo no paraba de preguntarse en manos de quien había caído. Tras el viaje en coche le subieron a un avión. Los hombres que le custodiaban evitaban comunicarse entre ellos, lo que le impedía descubrir por parte de que rey encontraría la muerte.

Al bajar del jet fue introducido en el asiento trasero de otro coche. El trayecto no duro más de unos veinte o treinta minutos y cuando el motor se paró y abrieron la puerta, solo escuchó el silencio y sus pasos sobre un suelo de gravilla. Hacía frío, la Navidad escapaba por las chimeneas de todas aquellas casas, que ajenas a la situación de Ángelo se recuperaban de los festejos navideños. El olor a tierra húmeda y naturaleza, junto a la ausencia de ruido le indicó a Ángelo, que estuviera donde estuviese, se encontraba lejos de la ciudad.

Le sentaron y ataron a una silla de metal, tan fría que traspasaba la tela de su ropa y se clavaba en sus huesos, aun llevaba su veraniego atuendo del clima de Hawái. Forzó la vista intentando vislumbrar lo que tenía delante, pero aparte de las sombras que oscilaban frente a él, era incapaz de averiguar quien se había tomado tantas molestias para secuestrarle.

Cuando un aluvión de golpes se desató sobre su cuerpo, Ángelo supo que había llegado el momento de rendir cuentas por alguna de sus muchas traiciones. Entre puñetazo y puñetazo escuchó el lento caminar de zapatos caros, la hora de plantar cara al pasado estaba a punto de tener lugar, lo que jamás habría imaginado, es que esa noche pagaría todas sus deslealtades de un solo plumazo.

La tela que cubría su cabeza desapareció de un tirón seco, la luz de última hora de la tarde que se filtraba por las ventanas sin cristales, cegó a Ángelo momentáneamente. Cuando sus retinas se acostumbraron a la claridad se descubrió en medio de una nave deshabitada. Alzó el rostro para encontrarse con su destino, sus ojos se abrieron desorbitados ante la escena que incrédulo estaba presenciando; frente a él se encontraban Don Melchini, Gasparof y Baltán Zhar. Los tres reyes de la mafia habían afianzado sus lazos, para atrapar a su enemigo en común.



Los golpes se sucedían unos a otros, Ángelo apenas tenía tiempo de experimentar el dolor de uno cuando de nuevo le era asestado otro, la sangre manaba de su rostro goteando sobre su camisa hawaiana. Los reyes miraban inmutables, casi con una sonrisa placentera en sus bocas, estaban disfrutando viendo como la cara de Ángelo se iba deformando poco a poco.

Colocando un puño americano en sus dedos, Baltán Zhar se acercó hasta él; aquellos nudillos de hierro llevaban engarzados los mismos diamantes que en su día, Ángelo le había robado al señor de la guerra.

Le siguió Gasparof, que con su inseparable navaja de mariposa en la mano y rasgando la camisa de Ángelo, grabó con esmero a punta de cuchillo dos grandes ojos en su pecho. Ángelo había quedado marcado como traidor para el resto de su vida.

Por último fue Don Melchini quien sacando su H&K encañonó a Ángelo en plena frente, su hora había llegado, iba a pagar por todas sus deshonrosas.

— Te quise casi como a un hijo, te ofrecí una vida de lujos, te enseñé un oficio y llené tus bolsillos de dinero. Suplica. Suplica por el perdón que no mereces…

Incapaz de aceptar que su camino terminara justo en aquel momento, en aquella nave abandonada en medio de ninguna parte, Ángelo hizo lo mejor que sabía hacer, salvar su pellejo sin importar a costa de que o quien.

— No podéis matarme, tengo algo que deseáis más que mi vida. Puedo ofreceros eso que lleváis buscando durante años, puedo llevaros hasta María.

Los tres reyes se miraron entre sí, Gasparof se echó a reír negando con la cabeza, no era la primera vez que escuchaba la desesperación de un condenado; Melchini se quedó petrificado, como perdido en algún recuerdo del pasado; Baltán fue el único que al escuchar aquel nombre sintió como una herida nunca cerrada, comenzaba a sangrar de nuevo en su interior. Corrió hasta Ángelo con los dientes y los puños apretados y comenzó a golpearle sin piedad, la cabeza de Ángelo se zarandeaba de un lado para otro, hasta que finalmente las patas de la silla cedieron a la inercia y cayó al suelo con ella.

Obedeciendo la orden de Gasparof dos de sus corpulentos hombres; los mismos que habían secuestrado a Ángelo, agarraron al señor de la guerra y le retiraron con intención de que se calmara.

— Habla, que sea rápido y creíble porque hay una bala con tu nombre —dijo Gasparof, que parecía ser el único con pensamiento frío en aquel momento.

— Se dónde está escondida, puedo guiaros hasta ella si a cambio me perdonáis la vida.

— ¡María está muerta! —gritó Baltán.

— ¿Por qué deberíamos creerte? No sería la primera vez que nos mientes por salvar el pellejo, rata —dijo Melchini enfurecido.

— Precisamente por eso, solo miento por sacar algo a cambio o salvar la vida.

— ¿Dónde está? Llévanos — le exigió Baltán.



Le colocaron a Ángelo un collar bastante peculiar, Gasparof llevaba años usándolo; consistía en un complemento de lo más sofisticado, si por un casual a Ángelo se le pasaba por la cabeza intentar escapar, el collar le daría una descarga eléctrica suficiente para frustrar su huida y dejarle K.O. durante unos diez minutos.

Cuando salieron del edificio abandonado era noche cerrada, tres todoterreno esperaban con el motor en marcha justo al lado de la puerta. Los dos matones de Gasparof hicieron avanzar a Ángelo entre empujones. En el primer coche junto a Ángelo, se introdujo Don Melchini, el segundo fue ocupado por Baltán Zhar y Gasparof se acomodó en el asiento delantero del último vehículo. En medio de la oscuridad la luz amarilla intermitente del collar de Ángelo, parecía una luz de navegación que marcaba el camino a seguir.

Fueron dos horas de trayecto bastante tranquilas y silenciosas, era un frío mes de enero pero la nieve no había hecho aparición. Las carreteras secundarias eran como la boca de un lobo hambriento, que se tragaba las luces de los faros del coche.

— Estamos cerca, tiene que ser por aquí.

— Más te vale. Aunque deshacernos de tu cuerpo en estos arcenes será más sencillo, que haber cargado con él en el maletero hasta cualquier campo y cavar una zanja.

Ángelo esperaba no estar equivocándose, era imposible que hubiera más de un motel con el mismo nombre, pero por aquella carretera no se veía ni un solo cartel luminoso que lo anunciara. Si no aparecía pronto volvería a estar en problemas y quizá, sin ninguna solución.

Un fugaz destello de luz parpadeó en el horizonte, estaban cerca. En pocos minutos estaban justo donde Ángelo dijo que encontrarían a María, frente al motel El Rincón de Belén.



Cuando Ángelo investigó en el pasado de los tres reyes y el de María, también descubrió que el expediente de la agente de la CIA aparte de engordar en logros, terminó por mancharse; la terrible seductora de malhechores finalmente cayó en su propia trampa y se enamoró perdidamente de uno de sus objetivos.

Dos años después de su despedida en el aeropuerto de Senegal, María se enfrascó en una nueva misión encubierta; un narcotraficante colombiano ampliaba las fronteras de su negocio aliándose con las Tríadas  chinas. La Agencia Central de Inteligencia sospechaba que además de drogas, traficaban con mujeres.

El apuesto colombiano resultó ser todo un galán, que sin ningún esfuerzo enamoró a María, hasta tal punto que esta no dudó en renunciar a su carrera por él. Huyeron para vivir su amor lejos de todo y de todos, convirtiéndose en dos prófugos.

El romance no duró todo lo que ambos hubieran deseado, unos meses antes de que el destino de Ángelo se tiñera de negro, le llegaron noticias de que la Tríada al fin los había encontrado y aunque María si pudo escapar, el narcotraficante no corrió la misma suerte.

Tras la muerte del colombiano, María buscó refugio en España y después de hacer un trato a costa de toda la información que tenía sobre la mafia china, pasó a protección de testigos bajo el amparo del CNI. Hasta que le encontraran un lugar permanente donde vivir, pasaría una temporada en aquel motel de carretera.



Creyendo oír el motor de un coche, José miró nervioso entre las láminas del estor, la ambulancia a la que había llamado no llegaba y empezaba a perder la paciencia.

— Respira, respira. Así muy bien mi cielo. No te preocupes todo va a salir bien.

Magda agarraba la mano de María con fuerza al mismo tiempo que limpiaba el sudor de su frente.

— Creo que vamos a tener que hacerlo nosotros, José. No podemos esperar más y ya es demasiado tarde para moverla, iré a por toallas a la recepción. Ven aquí y quédate con ella.

— ¡Magda no me dejes sola! —dijo María antes de volver a gruñir de dolor.

— No tardaré. José se quedará contigo, no te preocupes.

Magdalena salió corriendo de la habitación, estaba aterrada, ni en sus tiempos de mula cuando llevaba el estómago repleto de pequeñas bolsitas llenas de cocaína desde Colombia a España, había pasado tanto miedo como en ese preciso momento. De no ser por María aun seguiría con aquella mala vida, destinada a morir o terminar en la cárcel. Atravesó el aparcamiento a la carrera sin percatarse de los hombres que bajaban de los tres todoterreno recién llegados.



Justo cuando salía del coche, Ángelo escuchó como la voz de su conciencia le recriminaba sus actos, ya no había vuelta atrás, había vendido el paradero de la mujer que unos años antes le había cubierto las espaldas, solo por la incapacidad de afrontar que sus errores le habían alcanzado.

Mientras los tres reyes y Ángelo esperaban a que los dos matones de Gasparof volvieran con el número de habitación en la que estaba María, vieron pasar a una mujer que corría con una pila de toallas en el regazo. Sin querer los cuatro hombres siguieron sus pasos con la mirada hasta verla desaparecer tras una puerta, de la que salían los quejidos de otra mujer.

Los gritos fueron a más, alguien estaba sufriendo un terrible dolor entre aquellas paredes de fino pladur. Ángelo intentaba pensar con rapidez, al escuchar los desgarradores alaridos había cambiado de idea, quería solventar su error.

Aprovechando que Don  Melchini, Gasparof y Baltán Zhar estaban pendientes de los matones rusos que regresaban de la recepción, Ángelo echó a correr sin rumbo hacia las habitaciones.

— ¡María! ¡Huye, María! ¡Están aquí, corre! ¡Marí…

Antes de poder llamarla de nuevo, Ángelo cayó al suelo y comenzó a convulsionar, su espalda se arqueó en una curva peligrosamente anormal, mientras una descarga eléctrica recorría su cuerpo agarrotándole todos los músculos. Gasparof había apretado el botón del mando que accionaba el collar.

La puerta de la que provenían los gritos de mujer se abrió, José se asomó con cautela por la rendija que él mismo había abierto, al ver a los reyes sacó su pistola y empezó a disparar.

Las balas silbaban cortado el aire de la noche, los cristales rotos caían al suelo  como cortantes estrellas hechas pedazos. Los casquillos salían despedidos como los embustes de un mentiroso compulsivo, que pretende atinar en el corazón de quien ya fue advertido de sus tretas.

En medio todo aquel caos de plomo, Ángelo permanecía desmayado en el suelo. Dentro de la habitación del motel, María se reponía empuñando el arma que tenía en la mesilla de noche. Magda en cambio, aun con las manos llenas de sangre, se aferraba al bulto de toallas mecida por un vaivén impulsado por el pánico.

— Magda debes huir. Sálvate, vete lejos y no dejes que os encuentren nunca.

— Pero María yo…

— ¡Magda, hazlo! Tienes que irte o nos mataran a todos.

Levantándose con dificultad de la cama, María fue hacia la ventana. José disparaba sin descanso, sin mirar, solo asomando el cañón de la pistola por el marco de la puerta.

Baltán ansioso por ver con sus propios ojos a María, salió de detrás del coche que le parapetaba y comenzó a avanzar entre las balas que iban y venían. El primer impacto le alcanzó en el hombro, pero eso no detuvo al señor de la guerra, que siguió caminando. El segundo proyectil atravesó la piel de su muslo y aunque eso le frenó unos segundos, enseguida retomó la marcha.

Con la culata de su arma, María quitó los restos de cristales rotos de la ventana y empuñándola de nuevo se preparó para empezar a disparar. En su punto de mira apareció Baltán que renqueante iba hacia la habitación. No dudó, en su pensamiento solo estaba el salvar lo único que aún quedaba de un amor arrebatado sin piedad. Cerró el ojo izquierdo para que su disparo fuera certero y apretó el gatillo. Baltán echándose las manos al pecho cayó de rodillas al suelo a pocos pasos de Ángelo, miró hacia la ventana queriendo ver a su verdugo y sonrió al ver, que su deseo más profundo se cumplía; ver a María, una última vez antes de morir.

Ante la muerte de Baltán Zhar, Gasparof ordenó a sus hombres que atacaran, pero nada más salir de su escondite cayeron abatidos por las balas de José y María.

— Si quieres que las cosas salgan bien, debes hacerlas tú mismo —dijo Gasparof mientras abría la puerta del copiloto y se introducía dentro del coche.

Arrancó el todoterreno y de un volantazo enfiló el vehículo hacia la fachada de la habitación. Pisó el acelerador a fondo y agarrando el volante con fuerza, dejó escapar con un grito toda la adrenalina que precedía al inminente impacto.

El parachoques atravesó la puerta llevándose gran parte de la pared, José salió despedido golpeándose contra la cama. María se hizo un ovillo en la esquina que ocupaba.

Por la ventanilla del todoterreno asomó el cañón de una Smith and Wesson que tras un dubitativo balanceo, detonó el proyectil alojado en la recamara del arma de Gasparof.

Cuando María quiso reaccionar y disparó su pistola, Gasparof ya había alcanzado a José en pleno estómago. El ruso murió en el acto al recibir la bala de María, justo en medio de la frente.

La oscura melodía de muerte que deja la parca tras su paso por un inesperado terreno de guerra, comenzó a sonar con su falta de aliento, con ese eco que solo suena en la mente del que ha sobrevivido, aunque aún no sea consciente de ello.

Casi movidos por el mismo son de aquel silencio, Don Melchini y María, se levantaron al unísono. Distintos motivos guiaron sus pasos: ira y venganza movieron los pies de él; pérdida y culpa hicieron tropezar los de ella entre los escombros del irremediable desastre.

Mientras María corría a velar el último exhalo de José, Melchini caminaba en busca de saldar sus cuentas pendientes.

El capo alzó su arma encañonando a una doliente María, que sin consuelo lloraba la muerte de su efímero y guardián amante.

— Te busqué. Moví cielo y tierra por encontrarte. Maté a todo aquel que creí culpable de tu desaparición y resulta, que todo era mentira. Solo he amado una vez y desde entonces, nadie ha vuelto a ocupar este corazón. Lo peor de todo es que aun guardo el anillo, que en su día compré para hacerte mi mujer.

María dejó que el miedo bajara su parpados en una ligera caricia de despedida, estaba preparada para irse, quizá siempre lo estuvo aunque evitara pensar en el final. Dedicó su último pensamiento al único hombre que había amado y sonrió al sentirse de nuevo entre sus brazos, su amor no moriría con ella esa noche, al menos quedaría un testigo para contar su historia y el legado de aquel romance podría florecer en paz, sin el temor de que los errores de quienes nunca conoció, oscurecieran su vida condenándole a huir eternamente.

Aceptó su fin sin reproches, pues sabía que todos y cada uno de sus actos le habían llevado justo hasta aquel preciso momento. Pero no iba a permitir que de aquella habitación escapara ni una sola esquirla del odio, que alimentado por las traiciones y las mentiras, les había llevado hasta toda esa destrucción.

Abrió los ojos para encontrarse con los de Melchini, el capo acarició el gatillo con la yema de su dedo índice decidido a terminar con ese pesar, que le había acompañado durante años.

El primer disparo rompió el silencio de la noche, el segundo fue como el portazo del que henchido de orgullo se marcha para no volver.



Cuando Ángelo recobró el conocimiento se encontró con la inerte mirada de Baltán, que yacía en el suelo a su lado. Aun aturdido por la descarga eléctrica, se encaminó hacia la habitación.

Se introdujo en el cuarto pasando por un pequeño hueco que había entre el todoterreno y la pared. Al entrar tropezó con el cuerpo sin vida de Don Melchini, que le hizo caer al suelo de bruces. Mientras se incorporaba escuchó una respiración agónica.

— ¡María! —dijo gateando hasta su cuerpo.

Ella le sonrió agradecida de su presencia, por muy preparado que se este para la muerte, nadie quiere morir solo.

— Lo siento María, todo es por mi culpa.

— Cuídalos. Enséñale que la gente buena existe. No dejes que cometa los mismos errores que nosotros, no permitas que el odio corra por sus venas. Se su ángel de la guarda…

Los ojos de María se apagaron como el brillo de esa estrella fugaz, que tras cruzar el cielo se funde deseando que alguien haya visto pasar su estela de luz.

Siempre había sido un solitario, pero en ese momento, Ángelo se sintió más solo que nunca. Cogió la pistola que María tenía en la mano, no se veía capaz de vivir con el recuerdo de aquella noche atormentándole el resto de sus días.

— ¿María?

La inesperada voz que venia del fondo de la habitación hizo que Ángelo, llevado por los nervios alzara el arma dispuesto a disparar. Magdalena con el rostro surcado de lágrimas permanecía inmóvil mirando el cadáver de José y María.

— ¿Quién eres? ¿Qué llevas ahí? —dijo Ángelo sin dejar de apuntarle con la pistola.

Magdalena miró con ternura a la criatura que tenía entre los brazos; el fruto de un amor que fue seccionado por quien no conoce las locuras que se cometen cuando uno está enamorado.

— Soy Magda y él, JC, la única existencia de que el romance de María y Santos fue real.

Ángelo se levantó lentamente comprendiendo las palabras de María y dejó caer el arma al suelo, asumiendo el propósito que le había sido encomendado. Resarciría todos sus errores dándole una vida plena aquel niño, que había quedado huérfano de madre por su culpa.



Aquella noche quedó resumida por la policía, como un ajuste de cuentas. No hubo testigos, ni supervivientes que aportaran información sobre lo sucedido. Nadie puso especial hincapié en buscar pruebas. El rincón de Belén quedó marcado como el lugar donde los tres reyes de la mafia más peligrosos encontraron la muerte.

Las huellas de Ángelo, Magda y JC desaparecieron entre los escombros, que sirvieron para construir una nueva vida lejos de traiciones y mentiras. Aquel final fue el principio de una nueva historia, quizá con el pasar de los años sea desvelado el paradero de aquel crio, que nacido entre balas y criado por un ángel traidor y una ex mula, creció creyendo que un seis de enero tres reyes magos, acudieron a su nacimiento para agasajarle con pólvora, dinero y diamantes.

©



[3] El sottocapo está al mando de una familia. Normalmente suele ser el hijo del don u otro familiar y, en caso de que este muera o lo encarcelen, el subjefe sería el nuevo don.