jueves, 21 de mayo de 2020

El reino del caos


Érase que se era, una historia jamás conocida por niño alguno. Una que los adultos con temor absoluto callaron. Nadie, nunca, quiso hablar de ella, pues así sería como si no hubiera ocurrido.

Aquella vieja historia; según cuentan los rumores de los bajos fondos, donde trolls, ogros y dragones quedan para jugar al póker y apostar cuentos de contrabando. Comenzó una tarde tonta, de estas no marcadas en el calendario. Cuando un aburrido gato negro de nombre Plutón, se puso a enredar por las estanterías y a juguetear con los libros.

Tan revirada era su maldad, que hallaba gozo en cada una de sus fechorías. Fue aquel tuerto felino quien provocó esta silenciada historia.

Queriendo trepar a lo alto de la estantería, terminó resbalando con sus patas de atrás y sin querer dejarse al antojo de la gravedad, fue a clavar sus uñas en los lomos de un antiguo libro. Gato y libro acabaron en el suelo, Plutón cayó de pie, pero aquel viejo tomo poseedor de centenares de reinos, hadas y caballeros, quedó sin el abrigo de sus tapas y con las hojas tan mezcladas, que ni sus creadores podrían volver a ordenarlas.

El mundo mágico tembló y todos y cada uno de los cuentos se corrompieron hasta el exceso. He de advertirte de que, si aún atesoras inocencia, es momento de que no alimentes tu curiosidad, pues en esta ocasión podría ser el gato quien termine matando una parte de ti.

Quién puede resistirse a lo prohibido, ¿verdad? Olvida todo lo que te contaron, deja a un lado los cuentos con los que, en la niñez, fuiste engañado, bienvenido al Reino del caos…



Tras el gran seísmo que sacudió la tierra de las fantasías, todo quedó en silencio. Alguna que otra nube se descolgó del cielo, los pájaros eran incapaces de cantar a causa del miedo, pastorcillos y aldeanos miraban en rededor buscando una explicación a lo sucedido.

Del interior del bosque surgieron unos gritos, todos corrieron para ver con sus propios ojos el porqué de su proveniencia. Al llegar quedaron espantados, pues de la alta torre allí plantada, colgaba de sus cabellos la joven Rapuzel. El temblor debió precipitarla por la única salida construida, una ventana y, en su fatídica caída, su larga cabellera quedó enganchada de un saliente provocando así que, sin llegar al suelo y quedado suspendida, su cuello se rompiera dándole una trágica muerte.

Más adentro, allí donde la espesura de los árboles se vuelve laberíntica y la noche convierte aquella zona de los bosques en un lugar oscuro y terrorífico, se encontraban practicando el tiro con arco Blancanieves y Robin.

La joven Blanca siempre perjuró que fue un accidente pues, con la sacudida del suelo, su arco se disparó sin querer, atravesando al pobre Robin con una flecha. Las malas lenguas cuentan otra versión muy diferente, pues insinúan que los hechos acontecidos no fueron fortuitos, sino la excusa perfecta.

Desde hacía siglos los dominios de los bosques le pertenecían a Robin, nada por aquellas tierras ocurría sin que él lo supiera o lo aprobara. Por otro lado Blanca, que había descubierto de la peor forma que sucede cuando no hay final feliz y tu príncipe te abandona, se había vuelto una joven ambiciosa al encontrar la felicidad que proporcionaban las riquezas. Con la muerte del tenaz arquero, Blanca se convertía en la nueva guardiana de los bosques y con ello, libre de llevar a cabo junto con los siete enanitos, sus ilegales negocios con el polvo de hadas.

Pero no fue ella la única en aprovechar el momento de confusión y caos. El dormido instinto de algunos de los mágicos seres que habitaban el reino de la fantasía, vio la oportunidad de hacerse oír y ver.

Ese fue el caso de las perdices que cansadas de los sanguinarios cuentos de final feliz, se dieron a los cielos embargadas por el odio. Una nube negra oscureció el día; después, vino la lluvia de picotazos, aldeanos, doncellas y reyes corría de un lado a otro intentando escapar de las garras de las enfurecidas perdices, que tras años de silencio al fin se cobraban su venganza.

Los lobos más discretos que las revolucionarias aves, se unieron y crearon una pequeña asociación donde todo aquel que hubiera sido víctima de un cuento, pudiera encontrar refugio y consuelo, pues buscaban vivir sin ser señalados con el dedo como los eternos malos de la historia.

Los estragos de aquel día se fueron sucediendo sin descanso, la armonía iba en decadencia, el mundo tal y como lo conocían todos aquellos seres de luz y alegría, se tornaba oscuro y reinado por las malas intenciones.

Gretel, descubriendo que había sido privada de príncipe que acudiera en su auxilio, decidió buscar justicia e ir ella misma a buscarlo. Cuál fue su sorpresa al descubrir que los apuestos caballeros o hijos de reyes, nada más que poseían belleza y un valor forjado por la ignorancia. Razón por la que terminó convirtiéndose en cazadora de príncipes y de sus títulos nobiliarios, siendo Florián, esposo de Blancanieves, una de sus primeras víctimas.

Su hermano Hansel por el contrario encontró su verdadera vocación, la música. En sus andanzas como cantautor fue a dar con el flautista de Hamelín quien, ya reinsertado en la sociedad tras cumplir condena por su asesinato en masa, era libre. Ambos formaron un grupo llamado El Embrujo y cautivaban a todo aquel que osaba pararse a escucharlos.

Peter envidiaba ese don, no el de manejar los instrumentos musicales, si no el de hipnotizar sin esfuerzo. Tras el cierre de Nunca Jamás por algunos problemas jurídicos sobre los derechos del menor, se había visto obligado a crecer; hasta tal extremo que se terminó casando con Wendy. Lo que ninguno de los dos esperaba era que el entonces maduro Peter no pudiera dar hijos a Wendy, su abuso del polvo de hadas le había condenado a la esterilidad.

Pero esa no era la única razón por la que la señora de Pan era infeliz. Aunque adoptó como hijos a los siete cabritillos cuando su madre los abandonó para irse con la Bestia y eso le trajo algo de alegría al alma, sospechaba que Peter le engañaba con la joven Caperucita, ya que todas las tardes salía por la puerta y adentrándose en los bosques, tomaba el camino a casa de la difunta abuelita.

¿Y qué paso con Bella, te preguntarás? Pues la dulce y pizpireta muchacha que terminó siendo seducida por una feroz Bestia, se sintió completamente estafada al ver como su peludo amor se convertía en un monstruoso príncipe. Ni su cejijunto rostro la atraía, ya se había acostumbrado a los pelos en la lengua y al calor que le proporcionaba el velludo cuerpo de él, en las frías noches de invierno.

Tal fue el enfado de Bella que sin darse cuenta, se fue transformando en una enorme y salvaje bestia. Solo Aurora fue en su auxilio creyendo ser de ayuda al llevar a sus tres hadas madrinas Flora, Fauna y Primavera. Pero aquella fealdad sobrehumana no atendía a hechizos ni conjuros, por lo que las tres pequeñas hadas se marcharon dejando a Aurora con ella.

Blancanieves les había ofrecido un negocio seguro y las mágicas mujercillas estaban cansadas de cuidar de la princesa durmiente, ya que tras cien años de profundo sueño, la joven princesita sufría una terrible narcolepsia y cuando se trataba de cargar con ella, los animalillos del bosque salían huyendo.



Pero retomemos la historia del no tan joven y apuesto señor Pan, pues en ella hay más involucrados y no quisiera dejar cabos sin atar.

Wendy cegada por los celos erraba al creer que su marido Peter la era infiel y aunque lejos de ser verdad, hay que reconocer que algo de razón tenía. Sí que salía cada tarde para encontrarse con ella, pero la relación que unía a Caperucita y Peter nada tenía que ver con romances, la ahora adolescente muchacha de roja caperuza solo buscaba hacer negocios.   

Después de su angustioso viaje al estómago del lobo feroz y el desagradable encuentro con su abuelita descarnada allí dentro, la niña terminó usando el fémur de la viejita para abrir al lobo en canal desde el interior del vientre. Comprendió así, que, aun haciendo caso y tomando el camino correcto, igualmente la vida te lleva a ese punto en el que el destino te abofetea sin piedad o, en su caso, te engulle sin tan siquiera masticar.

Aquel día renació una nueva Caperucita, una que iría al margen de la ley y sus prohibiciones, salirse del camino era mucho más divertido y enriquecedor. Abandonó su cestita de dulces y, prometiendo comida a cambio de secretos, se hizo amiga de los cuervos del bosque. Incapaz de elegir bando y con Robin muerto, no quería ser como los demás y someterse a Blancanieves, pues sabía que los negocios de esta provenían del tráfico y esclavitud de hadas. Por esa razón, Caperucita roja pasó a ser la bandolera de los cruces de caminos y todos empezaron a llamarla casaca sangrienta. Su cambio de nombre llamó la atención de una mujer que, tiempo atrás, en un reino ya olvidado en el que poseía una vida llena de lujos, que fue reducida a cenizas por la pura envidia que atenazaba su alma, y que le llevó a un destierro injusto en una destartalada casucha en la linde del bosque, allí donde casi pueden vislumbrarse el final de los cuentos.

Aquella mujer que en las primeras páginas de su historia fue Reina y madrastra, que después se volvió bruja solo por el odio y el temor de no ser la más bella del reino y que fue capaz de convertir en arma, una simple manzana. De ella solo quedaba la sombra de todo lo que en su día fue; entonces, sin título de Reina y ni tan siquiera de bruja, Grimhilde solo era una vieja pitonisa que decía ver el futuro. Lo que en palabras veraces venía a decir, una farsante con ayuda mágica que seguía atesorando un despiadado corazón de espino. Convenció a los cuervos para que hicieran llegar a Caperucita ante ella, dando comienzo así a su amistad de mutua conveniencia.

He aquí donde entra Peter, pues era el pobre infeliz al que Grimhilde, Caperucita y el verdadero cerebro de toda la banda de farsantes; el espejito mágico, estaban engañando de manera cruel ¿Cómo? Simple. Había algo que Peter anhelaba casi tanto como volver a ser niño, a su fiel y pequeña compañera, Campanilla.

Aunque la historia de la luminosa hada no está del todo confirmada, se habla de que abandonó los libros y saltó a la gran pantalla, como estrella protagonista de sus propias andanzas. Pero el necio de Pan nada sabía de aquello y solo hacía que vaciar los bolsillos de sus verdes mallas, en pro de saber el paradero de la mujercilla, a la que quizás siempre amó.



Esta historia ya casi está llegando a su final y no quisiera que se perdiera nada de camino a él, pues las prisas nunca fueron buenas y si no, que lo pregunten a Cenicienta.

El día que se desató el caos andaba ella en el ropero de palacio buscando con desesperación que ponerse para salir a buscar al príncipe azul, pues llevaba varias jornadas sin noticias de él. En ese momento todo tembló, provocando que todos sus zapatos de cristal cayeran al suelo y se hicieran añicos. En su caída le produjeron cortes en brazos y piernas, pero los peores fueron los de su rostro, pues la bella princesa quedó cruelmente desfigurada a causa de ellos. Nada pudo hacer por Cenicienta su hada madrina, ya que aunque curó sus profundas laceraciones, le quedaron unas terribles cicatrices. Primero hizo que sacaran de palacio todo aquello que fuera de cristal, después perdió la cabeza viendo peligros allí donde mirara y finalmente una noche, salió a caballo y nunca más se la volvió a ver en el reino.

Fue a terminar en una humilde casita de madera, a la que sedienta y hambrienta llamó buscando refugio. Cuál fue su sorpresa al descubrir, que quien abría la puerta se hallaba más desahuciado y perdido que ella.

Ya no quedaba nada del niño que llegó a ser, al morir Gepetto y con Pepito Grillo huido de la justica, el joven Pinocho se sumió en una profunda tristeza que le llevó por el oscuro camino de la autodestrucción. A causa de sus malas elecciones el hechizo que le había vuelto humano se revocó y se volvió de nuevo una marioneta de madera.

Mentía tanto que su nariz acabó partiéndose en dos, intentó suicidarse arrojándose al río, pero su cuerpo de madera le hacía flotar. Un día de tormenta subió a lo alto de las montañas y extendió sus brazos incitando al cielo, para que le diera muerte con uno de sus rayos. Solo consiguió chamuscarse el tallado tupé y un olor a tronco quemado que desde entonces jamás le abandonó.

Pinocho estaba harto de sentir, quería olvidar o, simplemente, desaparecer…

Una de las tardes que Pinocho caminaba por los bosques, buscando como quitarse la vida, fue a dar con un enanito de barba blanca que parecía hacer tratos con una joven de cabellos de oro y un pedazo de cielo por vestido. La muchacha decía necesitar algo porque debía ir a tomar el té con un conejo y un tal Sombrerero, pero el enanito negaba con la cabeza, pues al parecer ya no fiaba, tenía que pagarle primero.

Cuando la muchacha se marchó, el enanito que se presentó como Bonachón, se interesó por la tristeza que acompañaba a Pinocho. Éste le contó de su pena y de su deseo de no querer sentir y el enanito de buen hacer; que no de tan buen ser, ya que de bonachón solo tenía el nombre, le ofreció algo con lo que curar su sufrimiento.

Desde aquel día Pinocho no volvió a sentir y cada vez más de su pena olvidaba, pues lo que el enanito le había dado, hacía vibrar cada centímetro de su cuerpo de madera.

Cenicienta llegó cuando, quizá, ya era demasiado tarde para Pinocho. Su adicción a la resina, que el enanito le proporcionaba tan amablemente a cambio de jaulas de madera, le había llevado a una terrible carcoma.

La desfigurada princesa quiso quedarse y cuidar de él. Puede que fuera porque no tuviera donde ir, o por la pena que la desahuciada marioneta le inspiró. El caso es que Pinocho, al igual que esta grotesca narración, sin pena ni gloria llegó a su fin.



Puede que todo lo aquí contado sean falacias. Puede que los siglos y el pasar de boca en boca hayan corrompido esta historia hasta el exceso. Quizás ocurriera, o tal vez no, pues centenares de versiones nos contaron antes y en todas ellas, siempre hubo algo de cierto y otra parte que, sin llegar a ser mentira, nos convenció de que los sueños, los deseos y los finales felices, también pueden existir.

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martes, 23 de julio de 2019

CRONOS


Al salir de la ducha Sátur se quedó un rato frente al espejo; le miró desafiante, después alzó una ceja y girando un poco la cara quiso seducirlo. Pero aquel desagradecido reflejo le respondió hiriendo sus sentimientos, mostrándole el destello plateado de su pelo.
Se observó con ojos críticos, excesivamente satíricos. Examinó con antipatía las silenciosas huellas que dejan los años al pasar de puntillas, para que no intentemos detener su avance. Su cuerpo ya no era el de antes a pesar de levantarse cada día a las siete de la mañana para salir a correr; de mantener con sudor y mucho esfuerzo esos músculos forjados a golpe de pesas, todas las tardes en el gimnasio.
El fantasma de los excesos regresaba ahora dispuesto a cobrarse las deudas de una vida llena de lujos, caprichos, fiestas y demasiadas resacas. El olor de las sesenta primaveras comenzaba a irritar la nariz de Sátur, un Peter Pan alérgico al tiempo.

Llevaba años viviendo de las arrugas de los demás, de aquellos que al igual que él aborrecían el ciclo de la vida. Armado con un bisturí y una gran cantidad de bótox, se había convertido en el guerrero de la eterna juventud, uno de los mejores cirujanos plásticos del país. Gracias a su magia en el campo de la estética, eran muchas las personas que estaban dispuestas a pagar por sus millonarias intervenciones.
Al principio todo había sido buena vida, vacaciones de ensueño, una mansión con su cocinera y su jardinero. Un garaje repleto de deportivos de extravagantes colores chillones, en resumen, una vida llena de éxito y abundancia. Pero al igual que el inocente correr del agua desgasta a la piedra, el sutil tic tac de las manillas hace de los minutos el enterrador de esa esencia de mocedad, que ni la mayor de las fortunas puede cambiar por más tiempo en este mundo.
Se casó con una baronesa de belleza tan artificial, como el amor que les unía. De aquel contrato de conveniencia mutua, en el que se juraron riqueza eterna, nacieron seis hijos, tres niñas y tres niños. La farsa no llegó al décimo aniversario de boda, ya que alguien vio como la baronesa zarpaba en un yate junto a su joven amante, desapareciendo para siempre en el horizonte de un día cualquiera.
Incapaz de convivir con aquellas seis criaturas, que le recordaban a su esposa huida y sobre todo, el rápido avance del tiempo, tomó la decisión de mandarles a un internado en Suiza y retomar así su vida en solitario.
Durante años vivió sin preocupación alguna por nada que no fuera su cuerpo, llegando a tal obsesión que dedicó todo su tiempo a la búsqueda de algo que detuviera el envejecimiento. No encontró en el mundo cirujano que estirara la edad de su rostro, pues él mismo se había situado en el primer puesto, descartado de esa manera que cualquier otro pudiera hacerle las maravillas que hacían sus manos con un escarpelo.
Invirtió cantidades ingentes de dinero en una clínica privada de medicina alternativa llamada El Porvenir. En aquel lugar se estudiaba desde los beneficios rejuvenecedores de la ingesta de placenta humana, hasta la genética de animales longevos, pasando por la criogenización y la bien financiada, a la par que disparatada, idea de trasplantes cerebrales en jóvenes fallecidos.  
Pero para impaciencia de Sátur, nada de aquello parecía funcionar o darle una solución a corto plazo. El tiempo pasaba arrugando su felicidad, oxidando sus articulaciones, convirtiendo el saber y los recuerdos en sutiles pliegues bajo sus ojos.
Dejó de operar para vivir de las rentas de su clínica, viajó compulsivamente para conocer las tribus aborígenes de todo el mundo y sus ritos ancestrales. Cabalgó a lomos de un tigre de bengala albino por su laberintico subconsciente. Copuló con Ops, la diosa de la fertilidad, que le recordó la existencia de sus seis vástagos y le retrotrajo a la oscuridad del vientre materno, para después mostrarle el principio de todo, su propio nacimiento. Había perdido la cabeza por completo, pero dentro de su locura creyó que los dioses le habían dado una solución.


Antes de su sesenta cumpleaños convenció a Hestia, su hija mayor, de que debían retomar relaciones y le pidió encarecidamente que volviera a casa con él. Siete meses después hizo lo mismo con Deméter, su segunda hija, que al igual que su hermana, no se tomó mucho tiempo para pensarlo y corrió en busca de aquel amor paterno que le fue negado años atrás.
Cuando Hera, la pequeña de las tres chicas decidió  ir a la mansión, no encontró a ninguna de sus hermanas. Pero si a un radiante Sátur, que más que alegrarse de verla la examinó detenidamente como si se tratara de una de sus pacientes.
—¿Dónde están Hestia y Deméter? Tengo muchas ganas de verlas.
—Cuando lo siento mi niña. Tus hermanas han tenido que marcharse por temas de trabajo, pero presiento que dentro de nada  podrás reunirte con ellas.
—Estás muy cambiado, pareces más…
—¿Joven? —dijo con una sonrisa presumida —La verdad es que este reencuentro familiar me está rejuveneciendo. Hestia me revolvió un poco las tripas, supongo que al ser la primera no sabía muy bien cómo hacerlo. No fue nada sencillo, pero al final supimos entendernos en cuanto ella cedió y me dejó hacer.
»Con Deméter fue algo más fácil, incluso me pareció saborear una dulzura que no experimente en Hestia. Ella fue suave, tierna, casi como mantequilla que se deshace en la boca. Mi azucarada niña…tan rica y apetecible como cuando era un bebé.
Hera miró a Sátur confundida, en realidad no conocía de nada a aquel hombre, pero su corazón latía frenético, ansioso, deseaba ese abrazo tantas noches soñado en  la solitaria oscuridad de su cama en el internado. Ignoró por completo el escalofrío que le producía aquel siniestro brillo de los ojos de su padre y aceptó quedarse unos días con él.
A las setenta y dos horas de su llegada a aquella casa, Hera descubrió que quizás había idealizado el recuentro con su padre. Cada vez le costaba más desoír  el aviso de peligro que le enviaban sus sentidos, ya no le parecía tan buena idea permanecer más tiempo allí.
—¿Puedes venir a buscarme? Aquí pasa algo extraño y papá está muy raro…
—Hera, papá siempre ha sido...peculiar —dijo Zeus desde el otro lado de la línea telefónica.
—Lo digo en serio, ven a por mí. He intentado hablar con Hades y Poseidón, pero no me cogen el teléfono y eso no es lo más raro, cuando les llamé, estoy segura de que escuché sonar el móvil de Hades en algún lugar de esta casa.
—¿No será que estas un poco tensa? Sigo sin entender para que has ido a verle.
—Zeus, te digo que aquí ocurre algo extraño ¿Tanto te cuesta venir a por mí y punto?
—Está bien, iré a por ti y me deberás un favor bien grande. Salgo ya, pero estas en el culo del mundo, no llegaré hasta mañana.
—De camino intenta hablar con Hestia y Deméter, tampoco he podido localizar a ninguna de las dos y…
—¡Ah, estas aquí! ¿Con quién hablas?
La voz de Sátur sobresaltó a Hera, que de la impresión dejó escapar el móvil de entre sus dedos y vio cómo se desarmaba en varias piezas al impactar contra el suelo.
—Vaya susto me has dado papá. Hablaba con el contestador de Poseidón ¿Tú sabes algo de él, te ha llamado? —dijo Hera agachándose para recoger el teléfono, o más bien para ocultar la mentira y el temor de sus ojos.
—No, no sé nada de tus hermanos, tengo intención de darles otra oportunidad, pero una vez se congela la carne, es decir una relación, esta pierde gran parte de su sabor y cuesta volver a encontrarle el gusto.
—¿Perdona decías? —dijo incorporándose tras alcanzar la batería, que había ido a parar bajo una vieja vitrina de madera.
Sátur se acercó a Hera con ternura y con ambas manos acarició las sonrojadas mejillas de su hija.
—Decía, que será un placer darme un atracón con todos vosotros. Nada une más que una buena comilona en familia. Además, me estáis devolviendo la juventud.


A la mañana siguiente Zeus tocó con insistencia el aldabón de la puerta principal, haciendo que los golpes retumbaran por toda la casa. A voz en grito llamó a Hera un par de veces, hasta que escuchó como unos pasos apresurados se acercaban al portalón de entrada.
—¡Vete! ¡Márchate antes de que él te vea! —susurró una voz tras la puerta.
—¿Hebe? Ábrame, vengo a buscar a Hera. Déjeme entrar.
La anciana sirvienta abrió una pequeña rendija por la que asomó la mirada de un ojo temeroso.
—Niño necio y desobediente. Te digo que te vayas de aquí ¡largo! O correrás la misma suerte que ellos…
Zeus empujó la puerta con rabia haciendo que Hebe cayera al suelo de espaldas.
—¡Hera! ¡Hera, donde estás! ¿Y mi hermana? —dijo mirando a la mujer.
Hebe se tapó la cara con sus ajadas manos, de articulaciones huesudas y piel blancuzca surcada de venas.
—La buscaré yo mismo.
Zeus echó a correr escaleras arriba llamado a Hera, iba abriendo toda aquella puerta con la que se encontraba y maldiciendo cada habitación vacía. Al regresar a la primera planta, justo cuando iba a entrar en la cocina, Sátur salió al encuentro del menor de sus hijos.
Durante unos segundos solo se escuchó el vaivén de la puerta batiente. Zeus retrocedió de manera involuntaria al mismo tiempo que olvidaba respirar. Frente a él Sátur, aunque bien podría haber sido cualquier otra persona. Una mascarilla blanca le cubría gran parte del rostro, entre sus manos enguantadas en látex un bisturí y unas pinzas quirúrgicas. Pero lo que provocó que la piel de Zeus se erizara y casi perdiera el equilibrio al fallarle las piernas, fue aquel delantal de PVC del que la sangre goteaba cayendo al encerado suelo de mármol.
Recuperando el aliento, Zeus se obligó a reaccionar. Se abalanzó sobre su padre, pero solo para apartarle en su avance hacia el interior de la cocina.
—¡Hera, estoy aquí! —gritó con desesperación más que con espíritu de salvador.  
Su atropellada entrada le llevó a tropezar, primero con sus propios pies, después con el plástico transparente que cubría todo el suelo de la sala, haciéndole aterrizar sobre una pequeña mesa de comedor. La imagen que le ofrecieron sus ojos hizo que la esperanza le abandonara dando un portazo al marcharse.
Sobre la encimera de la cocina, bajo varias lámparas de quirófano, al fin encontró a su hermana o más bien, lo que quedaba de ella. Hera, había sido cuidadosamente rebanada, su piel loncheada estaba extendida sobre bandejas metálicas repartidas por gran parte de la cocina y sus órganos, apartados en la pila llena de hielo.
Zeus observó incrédulo el esqueleto de su hermana, al mismo tiempo que los ojos de Hera parecían devolverle la mirada, si, su rostro permanecía intacto, su padre había cortado solo de cuello para abajo.
Un fuerte pinchazo en la espalda hizo que Zeus recordara donde estaba, aunque ya era demasiado tarde, Sátur había inyectado un paralizante en las venas de su hijo menor. Como le vaticinó Hebe, Zeus correría la misma suerte que todos sus hermanos.

Así es como Saturno, convencido de que engañaría al tiempo y que dejaría de envejecer porque los dioses le habían confiado el secreto de la eterna juventud, devoró uno a uno a sus seis hijos.
Saturno terminó muriendo a manos de la vejez, pero no de la que él tanto intentó escapar. Hebe la anciana sirvienta, que se sentía incapaz de vivir con la culpa de no haber hecho nada, envenenó la preciada carne de vástago, concediendo a Sátur su gran y único deseo, detener el tiempo para siempre.
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Este relato esta inspirado en el siguiente cuadro:

Cuadro de Goya "Saturno devorando a su hijo". Imagen tomada y editada por El Escondite de las Sombras                   (Kassandra Díaz).©