martes, 23 de julio de 2019

CRONOS


Al salir de la ducha Sátur se quedó un rato frente al espejo; le miró desafiante, después alzó una ceja y girando un poco la cara quiso seducirlo. Pero aquel desagradecido reflejo le respondió hiriendo sus sentimientos, mostrándole el destello plateado de su pelo.
Se observó con ojos críticos, excesivamente satíricos. Examinó con antipatía las silenciosas huellas que dejan los años al pasar de puntillas, para que no intentemos detener su avance. Su cuerpo ya no era el de antes a pesar de levantarse cada día a las siete de la mañana para salir a correr; de mantener con sudor y mucho esfuerzo esos músculos forjados a golpe de pesas, todas las tardes en el gimnasio.
El fantasma de los excesos regresaba ahora dispuesto a cobrarse las deudas de una vida llena de lujos, caprichos, fiestas y demasiadas resacas. El olor de las sesenta primaveras comenzaba a irritar la nariz de Sátur, un Peter Pan alérgico al tiempo.

Llevaba años viviendo de las arrugas de los demás, de aquellos que al igual que él aborrecían el ciclo de la vida. Armado con un bisturí y una gran cantidad de bótox, se había convertido en el guerrero de la eterna juventud, uno de los mejores cirujanos plásticos del país. Gracias a su magia en el campo de la estética, eran muchas las personas que estaban dispuestas a pagar por sus millonarias intervenciones.
Al principio todo había sido buena vida, vacaciones de ensueño, una mansión con su cocinera y su jardinero. Un garaje repleto de deportivos de extravagantes colores chillones, en resumen, una vida llena de éxito y abundancia. Pero al igual que el inocente correr del agua desgasta a la piedra, el sutil tic tac de las manillas hace de los minutos el enterrador de esa esencia de mocedad, que ni la mayor de las fortunas puede cambiar por más tiempo en este mundo.
Se casó con una baronesa de belleza tan artificial, como el amor que les unía. De aquel contrato de conveniencia mutua, en el que se juraron riqueza eterna, nacieron seis hijos, tres niñas y tres niños. La farsa no llegó al décimo aniversario de boda, ya que alguien vio como la baronesa zarpaba en un yate junto a su joven amante, desapareciendo para siempre en el horizonte de un día cualquiera.
Incapaz de convivir con aquellas seis criaturas, que le recordaban a su esposa huida y sobre todo, el rápido avance del tiempo, tomó la decisión de mandarles a un internado en Suiza y retomar así su vida en solitario.
Durante años vivió sin preocupación alguna por nada que no fuera su cuerpo, llegando a tal obsesión que dedicó todo su tiempo a la búsqueda de algo que detuviera el envejecimiento. No encontró en el mundo cirujano que estirara la edad de su rostro, pues él mismo se había situado en el primer puesto, descartado de esa manera que cualquier otro pudiera hacerle las maravillas que hacían sus manos con un escarpelo.
Invirtió cantidades ingentes de dinero en una clínica privada de medicina alternativa llamada El Porvenir. En aquel lugar se estudiaba desde los beneficios rejuvenecedores de la ingesta de placenta humana, hasta la genética de animales longevos, pasando por la criogenización y la bien financiada, a la par que disparatada, idea de trasplantes cerebrales en jóvenes fallecidos.  
Pero para impaciencia de Sátur, nada de aquello parecía funcionar o darle una solución a corto plazo. El tiempo pasaba arrugando su felicidad, oxidando sus articulaciones, convirtiendo el saber y los recuerdos en sutiles pliegues bajo sus ojos.
Dejó de operar para vivir de las rentas de su clínica, viajó compulsivamente para conocer las tribus aborígenes de todo el mundo y sus ritos ancestrales. Cabalgó a lomos de un tigre de bengala albino por su laberintico subconsciente. Copuló con Ops, la diosa de la fertilidad, que le recordó la existencia de sus seis vástagos y le retrotrajo a la oscuridad del vientre materno, para después mostrarle el principio de todo, su propio nacimiento. Había perdido la cabeza por completo, pero dentro de su locura creyó que los dioses le habían dado una solución.


Antes de su sesenta cumpleaños convenció a Hestia, su hija mayor, de que debían retomar relaciones y le pidió encarecidamente que volviera a casa con él. Siete meses después hizo lo mismo con Deméter, su segunda hija, que al igual que su hermana, no se tomó mucho tiempo para pensarlo y corrió en busca de aquel amor paterno que le fue negado años atrás.
Cuando Hera, la pequeña de las tres chicas decidió  ir a la mansión, no encontró a ninguna de sus hermanas. Pero si a un radiante Sátur, que más que alegrarse de verla la examinó detenidamente como si se tratara de una de sus pacientes.
—¿Dónde están Hestia y Deméter? Tengo muchas ganas de verlas.
—Cuando lo siento mi niña. Tus hermanas han tenido que marcharse por temas de trabajo, pero presiento que dentro de nada  podrás reunirte con ellas.
—Estás muy cambiado, pareces más…
—¿Joven? —dijo con una sonrisa presumida —La verdad es que este reencuentro familiar me está rejuveneciendo. Hestia me revolvió un poco las tripas, supongo que al ser la primera no sabía muy bien cómo hacerlo. No fue nada sencillo, pero al final supimos entendernos en cuanto ella cedió y me dejó hacer.
»Con Deméter fue algo más fácil, incluso me pareció saborear una dulzura que no experimente en Hestia. Ella fue suave, tierna, casi como mantequilla que se deshace en la boca. Mi azucarada niña…tan rica y apetecible como cuando era un bebé.
Hera miró a Sátur confundida, en realidad no conocía de nada a aquel hombre, pero su corazón latía frenético, ansioso, deseaba ese abrazo tantas noches soñado en  la solitaria oscuridad de su cama en el internado. Ignoró por completo el escalofrío que le producía aquel siniestro brillo de los ojos de su padre y aceptó quedarse unos días con él.
A las setenta y dos horas de su llegada a aquella casa, Hera descubrió que quizás había idealizado el recuentro con su padre. Cada vez le costaba más desoír  el aviso de peligro que le enviaban sus sentidos, ya no le parecía tan buena idea permanecer más tiempo allí.
—¿Puedes venir a buscarme? Aquí pasa algo extraño y papá está muy raro…
—Hera, papá siempre ha sido...peculiar —dijo Zeus desde el otro lado de la línea telefónica.
—Lo digo en serio, ven a por mí. He intentado hablar con Hades y Poseidón, pero no me cogen el teléfono y eso no es lo más raro, cuando les llamé, estoy segura de que escuché sonar el móvil de Hades en algún lugar de esta casa.
—¿No será que estas un poco tensa? Sigo sin entender para que has ido a verle.
—Zeus, te digo que aquí ocurre algo extraño ¿Tanto te cuesta venir a por mí y punto?
—Está bien, iré a por ti y me deberás un favor bien grande. Salgo ya, pero estas en el culo del mundo, no llegaré hasta mañana.
—De camino intenta hablar con Hestia y Deméter, tampoco he podido localizar a ninguna de las dos y…
—¡Ah, estas aquí! ¿Con quién hablas?
La voz de Sátur sobresaltó a Hera, que de la impresión dejó escapar el móvil de entre sus dedos y vio cómo se desarmaba en varias piezas al impactar contra el suelo.
—Vaya susto me has dado papá. Hablaba con el contestador de Poseidón ¿Tú sabes algo de él, te ha llamado? —dijo Hera agachándose para recoger el teléfono, o más bien para ocultar la mentira y el temor de sus ojos.
—No, no sé nada de tus hermanos, tengo intención de darles otra oportunidad, pero una vez se congela la carne, es decir una relación, esta pierde gran parte de su sabor y cuesta volver a encontrarle el gusto.
—¿Perdona decías? —dijo incorporándose tras alcanzar la batería, que había ido a parar bajo una vieja vitrina de madera.
Sátur se acercó a Hera con ternura y con ambas manos acarició las sonrojadas mejillas de su hija.
—Decía, que será un placer darme un atracón con todos vosotros. Nada une más que una buena comilona en familia. Además, me estáis devolviendo la juventud.


A la mañana siguiente Zeus tocó con insistencia el aldabón de la puerta principal, haciendo que los golpes retumbaran por toda la casa. A voz en grito llamó a Hera un par de veces, hasta que escuchó como unos pasos apresurados se acercaban al portalón de entrada.
—¡Vete! ¡Márchate antes de que él te vea! —susurró una voz tras la puerta.
—¿Hebe? Ábrame, vengo a buscar a Hera. Déjeme entrar.
La anciana sirvienta abrió una pequeña rendija por la que asomó la mirada de un ojo temeroso.
—Niño necio y desobediente. Te digo que te vayas de aquí ¡largo! O correrás la misma suerte que ellos…
Zeus empujó la puerta con rabia haciendo que Hebe cayera al suelo de espaldas.
—¡Hera! ¡Hera, donde estás! ¿Y mi hermana? —dijo mirando a la mujer.
Hebe se tapó la cara con sus ajadas manos, de articulaciones huesudas y piel blancuzca surcada de venas.
—La buscaré yo mismo.
Zeus echó a correr escaleras arriba llamado a Hera, iba abriendo toda aquella puerta con la que se encontraba y maldiciendo cada habitación vacía. Al regresar a la primera planta, justo cuando iba a entrar en la cocina, Sátur salió al encuentro del menor de sus hijos.
Durante unos segundos solo se escuchó el vaivén de la puerta batiente. Zeus retrocedió de manera involuntaria al mismo tiempo que olvidaba respirar. Frente a él Sátur, aunque bien podría haber sido cualquier otra persona. Una mascarilla blanca le cubría gran parte del rostro, entre sus manos enguantadas en látex un bisturí y unas pinzas quirúrgicas. Pero lo que provocó que la piel de Zeus se erizara y casi perdiera el equilibrio al fallarle las piernas, fue aquel delantal de PVC del que la sangre goteaba cayendo al encerado suelo de mármol.
Recuperando el aliento, Zeus se obligó a reaccionar. Se abalanzó sobre su padre, pero solo para apartarle en su avance hacia el interior de la cocina.
—¡Hera, estoy aquí! —gritó con desesperación más que con espíritu de salvador.  
Su atropellada entrada le llevó a tropezar, primero con sus propios pies, después con el plástico transparente que cubría todo el suelo de la sala, haciéndole aterrizar sobre una pequeña mesa de comedor. La imagen que le ofrecieron sus ojos hizo que la esperanza le abandonara dando un portazo al marcharse.
Sobre la encimera de la cocina, bajo varias lámparas de quirófano, al fin encontró a su hermana o más bien, lo que quedaba de ella. Hera, había sido cuidadosamente rebanada, su piel loncheada estaba extendida sobre bandejas metálicas repartidas por gran parte de la cocina y sus órganos, apartados en la pila llena de hielo.
Zeus observó incrédulo el esqueleto de su hermana, al mismo tiempo que los ojos de Hera parecían devolverle la mirada, si, su rostro permanecía intacto, su padre había cortado solo de cuello para abajo.
Un fuerte pinchazo en la espalda hizo que Zeus recordara donde estaba, aunque ya era demasiado tarde, Sátur había inyectado un paralizante en las venas de su hijo menor. Como le vaticinó Hebe, Zeus correría la misma suerte que todos sus hermanos.

Así es como Saturno, convencido de que engañaría al tiempo y que dejaría de envejecer porque los dioses le habían confiado el secreto de la eterna juventud, devoró uno a uno a sus seis hijos.
Saturno terminó muriendo a manos de la vejez, pero no de la que él tanto intentó escapar. Hebe la anciana sirvienta, que se sentía incapaz de vivir con la culpa de no haber hecho nada, envenenó la preciada carne de vástago, concediendo a Sátur su gran y único deseo, detener el tiempo para siempre.
©

Este relato esta inspirado en el siguiente cuadro:

Cuadro de Goya "Saturno devorando a su hijo". Imagen tomada y editada por El Escondite de las Sombras                   (Kassandra Díaz).©

No hay comentarios:

Publicar un comentario