martes, 28 de febrero de 2017

A LA LUZ DE LAS VELAS




Sentado en su viejo sofá de tela roída por el paso de los años, Alfonso miraba la nieve caer a través de los cristales de la ventana del salón. A su espalda escuchó el griterío y las carreras de sus siete nietos, mientras el olor del asado de Gloria, su mujer, inundaba toda la casa. Varias generaciones le separaban de entender las modernas conversaciones que sus hijos, yernos y nueras, mantenían entre risas.

Cerró los ojos alejándose de aquel salón, para zambullirse en los recuerdos. Frente a él una Gloria exultantemente joven le sonreía, siempre le había encantado aquella sonrisa, capaz de volver a enamorarle día tras día durante cincuenta años.

Las calles de Madrid se vestían de colores y, en cada esquina se escuchaba un villancico diferente. La Plaza Mayor se llenaba de puestos y gente que iba y venía de un lado para otro. Todo el mundo parecía haber apartado los problemas y las preocupaciones, solo había lugar para la risa y la fiesta. Hijos y nietos alejaban la tristeza de los adultos, con su ilusión desmedida y entusiasmo a cada nuevo colorido descubrimiento. Él, solo era feliz porque al caminar por las iluminadas calles, sentía el sedoso tacto de su mano abrazando la suya.

Alfonso encontró el espíritu navideño al conocer a Gloria con quince años. La niña de larga melena cobriza y vestidos florales, que siempre conseguía que todo cobrara un color diferente y bello. La adolescente de labios carnosos y mirada sensual. La mujer de largas piernas y escandalosas curvas, que le hacían perder el sentido. La dulce madre de manos curativas y caricias que convertían el llanto en alegría. El amor de su vida.

Ella cantaba cada mañana de diciembre y golpeando ligeramente su hombro contra el de Alfonso, le invitaba a que este siguiera la letra, pero él solo sonreía y la miraba embelesado.

Al llegar los primeros nietos ambos se convirtieron en los consentidores. Gloria se pasaba horas envolviendo regalos, mientras Alfonso una vez más, disfrutaba desde su sofá viéndola canturrear radiantemente feliz. Villancicos sonaban al son de panderetas y zambombas descoordinadas ¡cordero asado para cenar y turrón y risas de postre!

Pero  un día el espíritu navideño murió…

Alfonso abrió los ojos notando el peso del presente en su artrosis. Ya no oía los gritos de sus nietos, ni la voz de sus hijos, ni las risas.

Miró una última vez el manto blanco que cubría la calle y las aceras. Irguió su huesudo cuerpo, que después de setenta y siete primaveras se había convertido en un pesado traje de dolores y achaques. Al girarse observó el solitario salón, y la vieja repisa llena de fotos de días felices que quedaron atrás.

Sobre la mesa una bandeja de aluminio, que un joven de servicios sociales dejó unas horas antes. Y justo delante de ella, rodeado por la tenue luz de las velas, un retrato en blanco y negro de su amada Gloria.

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martes, 14 de febrero de 2017

LA CENA



Al bajar del taxi y recoger su pequeño petate del maletero, se quedó allí parado. Frente a él, flotando sobre las aguas del puerto de Valencia vio el gran barco. Estudió minuciosamente cada punto de aquel destartalado navío. La pintura desconchada y el óxido le daban un aspecto tétrico, que hacía difícil verlo como el barco de cruceros que fue en un pasado.

Buscó en su chaqueta la invitación que pocos días antes recibió por correo. No necesitaba leerla, había memorizado cada una de las palabras que contenía. Pero en cambio, clavó sus ojos en aquel nombre que firmaba la tarjeta. Ni siquiera la base de datos del CNI; de la que abusaba gracias a su puesto de agente especial en operaciones de infiltración y espionaje, le había podido proporcionar información sobre la mujer que se escondía tras aquella inquietante invitación.

Apretó los labios con fuerza preguntándose una vez más quién podría ser la misteriosa anfitriona llamada Tesa, que le invitaba a cenar en aguas del Mediterráneo.

Se agachó fingiendo que se ataba el cordón del zapato, mientras disimuladamente oteaba a su alrededor y palpaba con sus dedos la cartuchera del pequeño revólver del veintidós, oculto bajo su pantalón.

Cruzó la pasarela con paso firme y se adentró en las entrañas del navío. Por un momento se perdió en la inmensidad de la estancia que se abría ante él; sus ojos se enredaron entre los cristales de las grandes lámparas que colgaban del techo, la lujosa decoración con acabados dorados y las paredes repletas de ostentosos cuadros. Todo aquello distaba mucho del destartalado aspecto que lucía su exterior.

Estaba tan absorto en lo que veía, que no reparo en la presencia de los dos pasajeros que había a pocos metros de él.

— ¡Dios santo! Espero que el artífice de semejante monstruosidad, esté preso por este atentado contra el buen gusto ¡que espanto!.

—Vera señorita, lo que hace bello este lugar es su oscura y misteriosa historia. Rece por poder contar lo que ahora ven sus ojos. Hasta el momento, nadie antes volvió a tierra después de zarpar en él.

Aquella cercana conversación le devolvió al suelo flotante que pisaban sus pies.

Siguió los pasos de la extraña pareja hasta el gran comedor. Rápidamente contó las catorce sillas que rodeaban la extensa mesa rectangular y se percató de que sobre cada plato, descansaban unas pequeñas placas en las que estaban grabados los nombres de cada comensal. Con paso lento bordeó la mesa buscando su sitio.

Sentada frente a él encontró a Ludovica, la mujer que aún seguía "halagando" la decoración que la rodeaba. Al otro lado de la mesa estaba Saúl, su compañero de conversación.



El barco había zarpado de puerto hacía rato y la cena avanzaba tranquila. Las conversaciones banales llenaban la espera entre plato y plato. Garcés se mantenía en silencio, observando y escuchando, mientras intentaba buscar una conexión entre aquellos dispares extraños. ¿Qué hacía allí una niña de doce años, o la atractiva azafata con escote de vértigo, que le había sonreído antes de sentarse a su lado? Nada tenía sentido  y lo único que quería era saborear el whisky que pensaba pedir tras el postre. 

Llamó al anciano camarero, pero cuando este estaba próximo a él, un fuerte estruendo hizo retumbar cada flotante rincón de la nave. Platos, cubiertos y copas repiquetearon sobre la mesa con vida propia. La lámpara que pendía del lujoso techo, se balanceó amenazante sobre sus cabezas y sintieron como un golpe seco empujaba sus cuerpos. Después, el silencio…

—¡El mal está aquí! ¡El mal nos rodea, viene a por todos nosotros!

La sexagenaria vidente comenzó a gritar moviendo los brazos enloquecida.

El agonizante aullido de la estructura metálica del barco, parecía el terrorífico lamento de un alma condenada. Los ruidos comenzaron a sucederse por todas partes, avivando el pánico entre todos los presentes en la sala. Ludovica salió corriendo del comedor, Garcés instintivamente desenfundó su arma para sorpresa de los demás.  Llegó a la escaleras justo en el momento en el que Ludovica rodaba por ellas, sus gritos cesaron en el instante en que su cabeza chocó contra uno de los escalones, quebrando su cuello con un chasquido mortífero.

Una sombra cruzó cerca del inerte cuerpo de la decoradora, haciendo que los radares de alerta del espía saltaran por completo. Tenía que sacar a todos de aquel lugar.


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Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente)