Sentado
en su viejo sofá de tela roída por el paso de los años, Alfonso miraba la nieve
caer a través de los cristales de la ventana del salón. A su espalda escuchó el
griterío y las carreras de sus siete nietos, mientras el olor del asado de
Gloria, su mujer, inundaba toda la casa. Varias generaciones le separaban de
entender las modernas conversaciones que sus hijos, yernos y nueras, mantenían
entre risas.
Cerró
los ojos alejándose de aquel salón, para zambullirse en los recuerdos. Frente a
él una Gloria exultantemente joven le sonreía, siempre le había encantado
aquella sonrisa, capaz de volver a enamorarle día tras día durante cincuenta
años.
Las
calles de Madrid se vestían de colores y, en cada esquina se escuchaba un
villancico diferente. La Plaza Mayor se llenaba de puestos y gente que iba y
venía de un lado para otro. Todo el mundo parecía haber apartado los problemas
y las preocupaciones, solo había lugar para la risa y la fiesta. Hijos y nietos
alejaban la tristeza de los adultos, con su ilusión desmedida y entusiasmo a
cada nuevo colorido descubrimiento. Él, solo era feliz porque al caminar por
las iluminadas calles, sentía el sedoso tacto de su mano abrazando la suya.
Alfonso
encontró el espíritu navideño al conocer a Gloria con quince años. La niña de
larga melena cobriza y vestidos florales, que siempre conseguía que todo
cobrara un color diferente y bello. La adolescente de labios carnosos y mirada
sensual. La mujer de largas piernas y escandalosas curvas, que le hacían perder
el sentido. La dulce madre de manos curativas y caricias que convertían el
llanto en alegría. El amor de su vida.
Ella
cantaba cada mañana de diciembre y golpeando ligeramente su hombro contra el de
Alfonso, le invitaba a que este siguiera la letra, pero él solo sonreía y la
miraba embelesado.
Al
llegar los primeros nietos ambos se convirtieron en los consentidores. Gloria
se pasaba horas envolviendo regalos, mientras Alfonso una vez más, disfrutaba
desde su sofá viéndola canturrear radiantemente feliz. Villancicos sonaban al
son de panderetas y zambombas descoordinadas ¡cordero asado para cenar y turrón
y risas de postre!
Pero un día el espíritu navideño murió…
Alfonso abrió los ojos
notando el peso del presente en su artrosis. Ya no oía los gritos de sus
nietos, ni la voz de sus hijos, ni las risas.
Miró una última vez el manto
blanco que cubría la calle y las aceras. Irguió su huesudo cuerpo, que después
de setenta y siete primaveras se había convertido en un pesado traje de dolores
y achaques. Al girarse observó el solitario salón, y la vieja repisa llena de
fotos de días felices que quedaron atrás.
Sobre la mesa una bandeja de
aluminio, que un joven de servicios sociales dejó unas horas antes. Y justo
delante de ella, rodeado por la tenue luz de las velas, un retrato en blanco y
negro de su amada Gloria.
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