Miraba de reojo su reloj de
pulsera mientras con total seriedad y gesto profesional, fingía escuchar al
hombre que tenia sentado frente a él. Después de años ejerciendo como abogado,
solo le era necesario verlos entrar por la puerta para saber el veredicto. Odiaba
perder, por lo que jamás aceptaba un caso destinado al fracaso. Y aquel hombre
de complexión enjuta; dedos amarillentos por el abuso de nicotina; e incapaz de
mantener el contacto visual con la persona que tenía delante, sin lugar a
dudas, era culpable.
Le molestaba enormemente que
le hicieran perder el tiempo, pero tras años de instrucción proporcionada por
su adorada madre psicótica y suicida, había aprendido a controlar los ataques
violentos de ira que corrían por sus venas. Era casi imposible que ese yo tan
oscuro que habitaba dentro de él por herencia, se dejara ver en público.
Stephen se levantó de la
silla con la elegancia que siempre le acompañaba, y comenzó a guardar en su
maletín de piel las carpetas y papeles que había esparcidos por toda la mesa;
deseaba volver a casa.
—Verá Señor Ramírez —dijo
con tono sosegado, mientras su gesto y mirada se tornaban sombríos e hirientes.
—No voy a perder más el tiempo, ambos sabemos que un tipo como usted no puede
pagar mis honorarios, por no hablar de que transpira culpabilidad.
Con mirada lacerante y
manteniendo una sonrisa rebosante de socarronería, estiró su chaqueta con un
rápido y leve tirón, para después darse la vuelta invitando a aquel hombre a
marcharse sin necesidad de palabras.
Una vez solo en su despacho
abrió el primer cajón de su escritorio. De él extrajo una llave plateada. El
contacto del hierro en la palma de la mano hizo que su corazón se acelerara,
mientras una mezcla de ansiedad, deseo y frenesí le embargaba por completo. La
guardó en su bolsillo con sumo cariño y delicadeza. Después recuperando la
entereza y el talante que le caracterizaban, cogió su maletín y se encaminó a
la puerta. Se despidió de su secretaria con esa sonrisa que siempre conseguía
arrancar suspiros femeninos y, con distinción exacerbada a sabiendas del efecto
que causaba en las mujeres, se alejó hacia el ascensor.
Aparcó su Mustang GT500 rojo
carmesí dentro del garaje. Esquivó con habilidad algunas cajas apiladas y
condenadas al olvido tras la mudanza, a pesar de llevar ya dos años viviendo
allí, y alcanzó la puerta.
Le encantaba aquel lugar,
era una urbanización tranquila lejos de la ruidosa y estresante ciudad. Los
gemelos Izan y Tyler, sus hijos, parecían entusiasmados con la inmensa pradera del jardín trasero de la
casa. Lo habían convertido en su campo de béisbol particular.
Sarah aceptó el nuevo hogar
con alegría, aunque ella haría cualquier cosa que su amado marido le pidiera.
Quererle tan locamente como lo hacía, a veces, prácticamente siempre, la
llevaba a olvidarse de ella misma. Desde que sus ojos vieron por primera vez a
Stephen en la universidad, no había puesto resistencia alguna a enamorarse
perdidamente de él. Renunció a sus amistades, a las reuniones sociales que
terminaban en bares del centro con la barra llena de chupitos de tequila. Se
dejó atrapar por aquel joven y atractivo Stephen que la sorprendía con flores
un día cualquiera, o la escribía poemas que solían terminar de manera
extremadamente picante. Amaba con locura al hombre con el que se había casado.
Ese de profunda mirada, que parecía diseccionarte las entrañas de un solo
vistazo, que jamás olvidaba un cumpleaños o un aniversario y que con su sensual
voz era capaz de llevarte al infierno, convencida de ir al paraíso.
Desde que vivían en aquella
inmensa casa, Sarah nada más que salía para comprar comida o recoger a los
niños del colegio. Pero Stephen parecía más feliz que nunca. Ya no desaparecía
los viernes por la tarde y aparecía los domingos de madrugada, ni llegaba a
altas horas de la noche después de trabajar. Ahora llegaba para la cena, jugaba
con los niños antes de acostarlos y le llevaba un té a la cama, porque sabía
que le ayudaba a conciliar mejor el sueño.
Pero había una cosa que
desesperaba a Sarah, a la vez que le intrigaba cada día más ¿Qué ocultaba en
aquel sótano que cerraba con llave? En ocasiones le daba por pensar que solo
compraron la casa por el enorme sótano que se extendía debajo de ella. Los
intentos por forzar la cerradura cuando él no estaba, eran siempre inútiles, lo
que la frustraba aún más.
—¡Nena ya estoy en casa!
—Justo a tiempo, como
siempre —dijo Sarah saliendo de la cocina con una fuente de verduras en la
mano.
Stephen la interceptó en el
camino y abrazándola por la espalda la besó en el cuello. Revolvió el pelo de
los gemelos antes de sentarse a la mesa y, sonrió esperando el torbellino de
palabras ininteligibles que ambos soltarían, ansiosos por contarle a su padre
cómo les había ido el día.
Tras una cena tranquila, en
la que el centro de atención fueron los pequeños de la casa, Stephen y Sarah se
quedaron a solas.
—Desde que vivimos aquí, tengo
la sensación de que solo sé dormir como una marmota… —exhaló Sarah en un
bostezo mientras estiraba sus brazos por encima de la cabeza.
—Vamos, también pintas más,
mira esos cuadros ¡son estupendos!
—Respecto a eso…Había
pensado en algo. Podría usar el sótano como almacén, el garaje sigue lleno de
cajas y, ya no sé qué hacer con tanto lienzo amontonado por medio.
—¡Es mi maldito espacio!
Su tono exasperado sorprendió
a Sarah que dio un respingo en la silla, quedándose boquiabierta con los ojos
como platos.
—Perdona cielo…no sé qué me
ha pasado. Sabes que el sótano es mi despacho, mi lugar de retiro después de un
día duro. Esta casa es enorme, encontrarás donde almacenar tus lienzos.
—A veces pienso que tienes secuestrada
ahí abajo a tu amante, maniatada en una
cama esperándote desnuda —dijo sonriendo irónicamente.
El rostro de Stephen se
endureció y levantándose lentamente, masticó la ira retenida entre sus dientes.
Con mirada gélida recorrió el rostro de Sarah, que le observaba dubitativa
desde su silla. Sin mediar palabra y con paso felino, salió del comedor
dejándola en la estancia.
Tanto tiempo sola en la
casa, llevó a que Sarah se obsesionara por saber que escondía Stephen, detrás
de aquella puerta cerrada a cal y canto. Tenía demasiadas preguntas, y un temor
horrible a formularlas en voz alta.
Se pasaba las mañanas
enteras atiborrándose a cafés, en un vano intento por despertarse de la
frustrante pereza de la que era prisionera. Desde muy joven había sido una niña
nerviosa, desesperantemente inquieta, y ahora con gusto pasaría el día entero
metida en la cama.
Comenzó a espiarle a
hurtadillas; registró sus cajones, sin ni siquiera tener claro que buscaba;
inspeccionó los bolsillos de las chaquetas; dentro de los zapatos y en su
maletín. Estudiaba minuciosamente cada paso que este daba dentro de casa.
Tanto en los años de novios,
como de casados, Stephen siempre se había mostrado atento y cariñoso. A veces
era tan perfecto que la irritaba, pero entonces aparecían esos cambios de humor
repentinos. Y esos arranques de ira, solo visibles cuando veía amenazado su
espacio, su sótano.
Enfadada consigo misma y
segura de que había perdido el juicio, se obligó a dejarse de estupideces y
dedicarse enteramente a sus cuadros. Pero entre tanto bostezo la era imposible
concentrarse. Así es que se propuso olvidarse de los tés que tomaba cada noche.
Abrió los ojos sin saber con
certeza si estaba soñando, no recordaba la última vez que se había despertado
en mitad de la noche. Fijó la vista intentando descifrar el borrón luminoso que
desprendía el despertador, marcaba las tres y media.
Antes de girarse decidida a
volver a conciliar el sueño, miró con desdén a la taza de té que yacía sobre la
mesilla. Con el brazo extendido buscó el torso desnudo de Stephen, pero solo
halló unas frías sábanas vacías. Incorporándose miró hacia el baño, la
oscuridad cubría cada rincón de la habitación.
Agudizó sus sentidos al
asomarse por la barandilla de la escalera, no encontró ni un ligero haz de luz
que la advirtiera del paradero de su marido.
"No,
no puedo olvidar esta noche
Ni
tu rostro mientras te marchabas
Pero
supongo que así es
Como
sigue la historia."
La lejana voz de Harry
Nilsson alcanzó sus oídos ¿De dónde venía aquella música? Bajó los escalones de
puntillas, dejando tras de sí el crujir de los peldaños de madera.
©
Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente)