jueves, 16 de marzo de 2017

EL SÓTANO



Miraba de reojo su reloj de pulsera mientras con total seriedad y gesto profesional, fingía escuchar al hombre que tenia sentado frente a él. Después de años ejerciendo como abogado, solo le era necesario verlos entrar por la puerta para saber el veredicto. Odiaba perder, por lo que jamás aceptaba un caso destinado al fracaso. Y aquel hombre de complexión enjuta; dedos amarillentos por el abuso de nicotina; e incapaz de mantener el contacto visual con la persona que tenía delante, sin lugar a dudas, era culpable.

Le molestaba enormemente que le hicieran perder el tiempo, pero tras años de instrucción proporcionada por su adorada madre psicótica y suicida, había aprendido a controlar los ataques violentos de ira que corrían por sus venas. Era casi imposible que ese yo tan oscuro que habitaba dentro de él por herencia, se dejara ver en público.

Stephen se levantó de la silla con la elegancia que siempre le acompañaba, y comenzó a guardar en su maletín de piel las carpetas y papeles que había esparcidos por toda la mesa; deseaba volver a casa.

—Verá Señor Ramírez —dijo con tono sosegado, mientras su gesto y mirada se tornaban sombríos e hirientes. —No voy a perder más el tiempo, ambos sabemos que un tipo como usted no puede pagar mis honorarios, por no hablar de que transpira culpabilidad.

Con mirada lacerante y manteniendo una sonrisa rebosante de socarronería, estiró su chaqueta con un rápido y leve tirón, para después darse la vuelta invitando a aquel hombre a marcharse sin necesidad de palabras.

Una vez solo en su despacho abrió el primer cajón de su escritorio. De él extrajo una llave plateada. El contacto del hierro en la palma de la mano hizo que su corazón se acelerara, mientras una mezcla de ansiedad, deseo y frenesí le embargaba por completo. La guardó en su bolsillo con sumo cariño y delicadeza. Después recuperando la entereza y el talante que le caracterizaban, cogió su maletín y se encaminó a la puerta. Se despidió de su secretaria con esa sonrisa que siempre conseguía arrancar suspiros femeninos y, con distinción exacerbada a sabiendas del efecto que causaba en las mujeres, se alejó hacia el ascensor.



Aparcó su Mustang GT500 rojo carmesí dentro del garaje. Esquivó con habilidad algunas cajas apiladas y condenadas al olvido tras la mudanza, a pesar de llevar ya dos años viviendo allí, y alcanzó la puerta.

Le encantaba aquel lugar, era una urbanización tranquila lejos de la ruidosa y estresante ciudad. Los gemelos Izan y Tyler, sus hijos, parecían entusiasmados con  la inmensa pradera del jardín trasero de la casa. Lo habían convertido en su campo de béisbol particular.

Sarah aceptó el nuevo hogar con alegría, aunque ella haría cualquier cosa que su amado marido le pidiera. Quererle tan locamente como lo hacía, a veces, prácticamente siempre, la llevaba a olvidarse de ella misma. Desde que sus ojos vieron por primera vez a Stephen en la universidad, no había puesto resistencia alguna a enamorarse perdidamente de él. Renunció a sus amistades, a las reuniones sociales que terminaban en bares del centro con la barra llena de chupitos de tequila. Se dejó atrapar por aquel joven y atractivo Stephen que la sorprendía con flores un día cualquiera, o la escribía poemas que solían terminar de manera extremadamente picante. Amaba con locura al hombre con el que se había casado. Ese de profunda mirada, que parecía diseccionarte las entrañas de un solo vistazo, que jamás olvidaba un cumpleaños o un aniversario y que con su sensual voz era capaz de llevarte al infierno, convencida de ir al paraíso.

Desde que vivían en aquella inmensa casa, Sarah nada más que salía para comprar comida o recoger a los niños del colegio. Pero Stephen parecía más feliz que nunca. Ya no desaparecía los viernes por la tarde y aparecía los domingos de madrugada, ni llegaba a altas horas de la noche después de trabajar. Ahora llegaba para la cena, jugaba con los niños antes de acostarlos y le llevaba un té a la cama, porque sabía que le ayudaba a conciliar mejor el sueño.

Pero había una cosa que desesperaba a Sarah, a la vez que le intrigaba cada día más ¿Qué ocultaba en aquel sótano que cerraba con llave? En ocasiones le daba por pensar que solo compraron la casa por el enorme sótano que se extendía debajo de ella. Los intentos por forzar la cerradura cuando él no estaba, eran siempre inútiles, lo que la frustraba aún más.

—¡Nena ya estoy en casa!

—Justo a tiempo, como siempre —dijo Sarah saliendo de la cocina con una fuente de verduras en la mano.

Stephen la interceptó en el camino y abrazándola por la espalda la besó en el cuello. Revolvió el pelo de los gemelos antes de sentarse a la mesa y, sonrió esperando el torbellino de palabras ininteligibles que ambos soltarían, ansiosos por contarle a su padre cómo les había ido el día.

Tras una cena tranquila, en la que el centro de atención fueron los pequeños de la casa, Stephen y Sarah se quedaron a solas.

—Desde que vivimos aquí, tengo la sensación de que solo sé dormir como una marmota… —exhaló Sarah en un bostezo mientras estiraba sus brazos por encima de la cabeza.

—Vamos, también pintas más, mira esos cuadros ¡son estupendos!

—Respecto a eso…Había pensado en algo. Podría usar el sótano como almacén, el garaje sigue lleno de cajas y, ya no sé qué hacer con tanto lienzo amontonado por medio.

—¡Es mi maldito espacio!

Su tono exasperado sorprendió a Sarah que dio un respingo en la silla, quedándose boquiabierta con los ojos como platos.

—Perdona cielo…no sé qué me ha pasado. Sabes que el sótano es mi despacho, mi lugar de retiro después de un día duro. Esta casa es enorme, encontrarás donde almacenar tus lienzos.

—A veces pienso que tienes secuestrada ahí abajo a tu amante, maniatada en una  cama esperándote desnuda —dijo sonriendo irónicamente.

El rostro de Stephen se endureció y levantándose lentamente, masticó la ira retenida entre sus dientes. Con mirada gélida recorrió el rostro de Sarah, que le observaba dubitativa desde su silla. Sin mediar palabra y con paso felino, salió del comedor dejándola en la estancia.



Tanto tiempo sola en la casa, llevó a que Sarah se obsesionara por saber que escondía Stephen, detrás de aquella puerta cerrada a cal y canto. Tenía demasiadas preguntas, y un temor horrible a formularlas en voz alta.

Se pasaba las mañanas enteras atiborrándose a cafés, en un vano intento por despertarse de la frustrante pereza de la que era prisionera. Desde muy joven había sido una niña nerviosa, desesperantemente inquieta, y ahora con gusto pasaría el día entero metida en la cama.

Comenzó a espiarle a hurtadillas; registró sus cajones, sin ni siquiera tener claro que buscaba; inspeccionó los bolsillos de las chaquetas; dentro de los zapatos y en su maletín. Estudiaba minuciosamente cada paso que este daba dentro de casa.

Tanto en los años de novios, como de casados, Stephen siempre se había mostrado atento y cariñoso. A veces era tan perfecto que la irritaba, pero entonces aparecían esos cambios de humor repentinos. Y esos arranques de ira, solo visibles cuando veía amenazado su espacio, su sótano.

Enfadada consigo misma y segura de que había perdido el juicio, se obligó a dejarse de estupideces y dedicarse enteramente a sus cuadros. Pero entre tanto bostezo la era imposible concentrarse. Así es que se propuso olvidarse de los tés que tomaba cada noche.



   





Abrió los ojos sin saber con certeza si estaba soñando, no recordaba la última vez que se había despertado en mitad de la noche. Fijó la vista intentando descifrar el borrón luminoso que desprendía el despertador, marcaba las tres y media.

Antes de girarse decidida a volver a conciliar el sueño, miró con desdén a la taza de té que yacía sobre la mesilla. Con el brazo extendido buscó el torso desnudo de Stephen, pero solo halló unas frías sábanas vacías. Incorporándose miró hacia el baño, la oscuridad cubría cada rincón de la habitación.

Agudizó sus sentidos al asomarse por la barandilla de la escalera, no encontró ni un ligero haz de luz que la advirtiera del paradero de su marido.



"No, no puedo olvidar esta noche

Ni tu rostro mientras te marchabas

Pero supongo que así es

Como sigue la historia."



La lejana voz de Harry Nilsson alcanzó sus oídos ¿De dónde venía aquella música? Bajó los escalones de puntillas, dejando tras de sí el crujir de los peldaños de madera.


©






 Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente) 

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