Como cada sábado Lexa se
enfundó en uno de sus vestidos peligrosamente ajustados. Frente al espejo
escudriñó a la mujer de ojos color miel que la devolvía la mirada. Con
deliberada lentitud pintó sus labios de un rojo pasión excesivamente provocador.
Pero ese era el fin, conseguir que todas las miradas se clavaran en ella.
«Explota
tus encantos, nadie prestara atención a tus carencias hija». Los
consejos de su madre habían marcado su dura infancia. No era nada fácil ser
sordomuda en un entorno lleno de gente que rechaza lo diferente. Odiaba sentir
aquellas miradas de lastima, las sonrisas compasivas que entre dientes dejaban
ver un «pobre niña» y que la llevaban
a pensar si de verdad era menos que todos ellos. «Debes aprender a vivir con la envidia pequeña, es la cruz de las
mujeres tan bellas como nosotras». Para su madre todo se reducía a ser
preciosa o una más del montón, y para Lexa lo segundo no era una opción según
su progenitora.
Como cualquier adolescente
ansiosa por conocer y experimentar eso llamado amor, dedicó horas y horas a
soñar con su chico perfecto. No tardó en decepcionarse. Ya que aunque su
angelical rostro acaparaba la mayoría de las miradas masculinas, Lexa
presenciaba enfadada como todos salían huyendo despavoridos, cuando ella
comenzaba a hablar en lengua de signos.
Por eso cuando llegó Oscar
la pilló totalmente por sorpresa. Al parecer para él su carencia de voz no era ningún problema, o al
menos eso es lo que le decía a Lexa.
Meses después la joven desearía gozar de cuerdas vocales para mandarle
al infierno, era sordomuda no imbécil. «Es
la mujer perfecta, todo un bombón y encima ni rechista la mudita». Leer
aquellas palabras de los labios del chico al que amaba, le hicieron renunciar
al tan sobrevalorado amor.
El llanto solo duró unas
semanas, el mismo tiempo que tardó su corazón en congelarse. Se prometió a si
misma que no volvería a sentir ese dolor. Buscaría a su caballero andante, pero
antes debía deshacerse de los Romeos de pacotilla.
Cada sábado ataviada de sus
mejores armas, aquellas que ningún hombre pasaba por alto, salía a la caza de
su príncipe azul. Se sentaba a la barra de aquel tugurio, lleno de Don Juanes en prácticas y esperaba
paciente.
—¿Sabes
cuánto tiempo llevo esperando a que salgas de mis sueños princesa?
Siempre picaba alguno y,
ella ocultando su mutismo tras una sonrisa seductora y un gesto tímido, los
invitaba a seguir halagándola sin necesidad de palabras. Era como echar migas
de pan a peces hambrientos.
Después de un par de copas y
unas cuantas inocentes caricias, todos terminaban siguiendo a la joven a su
piso. Aprovechando su excitación y embriaguez, Lexa les ataba fingiendo un
lujurioso juego de seducción.
—Pobre idiota —pensaba Lexa,
mientras contoneaba sus caderas frente al boqueante pececillo maniatado.
Ya era demasiado tarde
cuando ante sus ojos aparecían las curvadas hojas de las tijeras de podar…
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Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente)