miércoles, 31 de mayo de 2017

SEDUCCIÓN MUDA



Como cada sábado Lexa se enfundó en uno de sus vestidos peligrosamente ajustados. Frente al espejo escudriñó a la mujer de ojos color miel que la devolvía la mirada. Con deliberada lentitud pintó sus labios de un rojo pasión excesivamente provocador. Pero ese era el fin, conseguir que todas las miradas se clavaran en ella.

«Explota tus encantos, nadie prestara atención a tus carencias hija». Los consejos de su madre habían marcado su dura infancia. No era nada fácil ser sordomuda en un entorno lleno de gente que rechaza lo diferente. Odiaba sentir aquellas miradas de lastima, las sonrisas compasivas que entre dientes dejaban ver un «pobre niña» y que la llevaban a pensar si de verdad era menos que todos ellos. «Debes aprender a vivir con la envidia pequeña, es la cruz de las mujeres tan bellas como nosotras». Para su madre todo se reducía a ser preciosa o una más del montón, y para Lexa lo segundo no era una opción según su progenitora.



Como cualquier adolescente ansiosa por conocer y experimentar eso llamado amor, dedicó horas y horas a soñar con su chico perfecto. No tardó en decepcionarse. Ya que aunque su angelical rostro acaparaba la mayoría de las miradas masculinas, Lexa presenciaba enfadada como todos salían huyendo despavoridos, cuando ella comenzaba a hablar en lengua de signos.

Por eso cuando llegó Oscar la pilló totalmente por sorpresa. Al parecer para él su  carencia de voz no era ningún problema, o al menos eso es lo que le decía a Lexa.  Meses después la joven desearía gozar de cuerdas vocales para mandarle al infierno, era sordomuda no imbécil. «Es la mujer perfecta, todo un bombón y encima ni rechista la mudita». Leer aquellas palabras de los labios del chico al que amaba, le hicieron renunciar al tan sobrevalorado amor.

El llanto solo duró unas semanas, el mismo tiempo que tardó su corazón en congelarse. Se prometió a si misma que no volvería a sentir ese dolor. Buscaría a su caballero andante, pero antes debía deshacerse de los Romeos  de pacotilla.

Cada sábado ataviada de sus mejores armas, aquellas que ningún hombre pasaba por alto, salía a la caza de su príncipe azul. Se sentaba a la barra de aquel tugurio, lleno de Don Juanes en prácticas y esperaba paciente.

¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando a que salgas de mis sueños princesa?

Siempre picaba alguno y, ella ocultando su mutismo tras una sonrisa seductora y un gesto tímido, los invitaba a seguir halagándola sin necesidad de palabras. Era como echar migas de pan a peces hambrientos.

Después de un par de copas y unas cuantas inocentes caricias, todos terminaban siguiendo a la joven a su piso. Aprovechando su excitación y embriaguez, Lexa les ataba fingiendo un lujurioso juego de seducción.

—Pobre idiota —pensaba Lexa, mientras contoneaba sus caderas frente al boqueante pececillo maniatado.

Ya era demasiado tarde cuando ante sus ojos aparecían las curvadas hojas de las tijeras de podar…



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Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente) 

lunes, 29 de mayo de 2017

Una sombra más



En la soledad del camino encontré la paz conmigo misma. Lejos del ruido, de las mentiras, de las falsas promesas que suenan tan dulces pero  que terminan sabiendo amargas. Y aún sintiendo a mi espalda el susurro de la oscuridad  oculta tras los árboles, seguí andando, sabiéndome una sombra más del camino.

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miércoles, 3 de mayo de 2017

PÍDEME LO QUE QUIERAS



Cuando aquel viejo libro cayó en sus manos, pensó que era una señal. La desesperación le había llevado a rebuscar y experimentar entre centenares de ritos, hechizos y conjuros ancestrales. Por el momento ninguno había tenido éxito, y ya ni siquiera obtenía respuesta a las preguntas que le formulaba al desgastado tablero de madera.
Decidido a seguir cada paso que dictaban las ajadas páginas del libro, se montó en su coche sin un destino del todo claro. Condujo por la oscuridad de la noche, adentrándose en la negrura de los intrincados caminos de tierra que daban a la nada. Y allí, en medio de ninguna parte detuvo el coche.
Observó a su alrededor, el viento agitaba las hojas de los árboles haciendo que el silbar de sus ramas  pareciera el triste llanto de almas sin rumbo. En mitad de aquel cruce de caminos, giró sobre sus talones para estudiar cada uno de los cuatro senderos que se abrían ante él.
Esperanzado de que funcionara, se arrodilló en el suelo y sacó una caja metálica del bolsillo. Ojeo una última vez su interior asegurándose de que contenía una foto suya de carnet y un mechón de su pelo.
Con las manos cavó un pequeño agujero en la tierra y enterró la cajita en él. Después con dedos temblorosos abrió la navaja y con una lacerante caricia de su hoja, dejó que esta cortara la palma de su mano. Colocó el puño por encima de la arena removida y con la yema de los dedos apretó con fuerza el corte. Un hilo de sangre se derramó sobre la tierra, la cual aceptó con rapidez el rojo elixir de la vida.
Miraba al suelo con recelo dudando de haber seguido los pasos con exactitud, cuando a su espalda comenzó a sonar un teléfono. Se levantó renqueante, casi a punto de caer de bruces al suelo. Con perplejidad escrutó aquella cabina que sin lugar a dudas hace unos minutos no estaba allí.
Con paso lento se aproximó hasta ella. Alzó la mano para empujar la gruesa hoja de cristal, pero antes de llegar a tocarla, esta se abrió sola. Se adentró en la cabina y antes de coger el auricular miró hacia los lados. La oscuridad de la noche aliándose con la tenue luz de la rectangular urna, convirtió los cristales en espejos que reflejaron su asustado rostro.
Al descolgar escuchó unos estridentes chirridos. Con temor se acercó el auricular al oído.
—¿Diga?
—Dime Allan ¿Cuál es tu mayor deseo? ¿Lo que más deseas en el mundo? Pídeme lo que quieras.
La profunda voz al otro lado del teléfono le hizo sentir un hormigueo en la nuca.
—Quiero…quiero volver a ver a mi esposa.
Unos delicados golpes en el cristal hicieron que se diera la vuelta. Frente a él, nacida de la nada estaba ella. Dejando caer el auricular se precipitó a la puerta, pero esta no se abría. Empujó, golpeó y maldijo, pero no consiguió nada. Con visible nerviosismo volvió a coger el teléfono.
— ¡Déjame salir maldita sea! ¡Este es mi deseo, la deseo a ella!
—Te dejaré salir. Pero antes quiero algo a cambio, "quid pro quo" Allan, "quid pro quo…"
—Está bien ¿Qué es lo que quieres? Te daré lo que sea, pídeme lo que quieras.
—Algo insignificante, una pequeñez prescindible…solo quiero tu alma. 

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