Me
cuesta dejar de sonreír cuando le tengo al lado. Hace tiempo que me había prometido
no volver a pasar por esto y, mírame, ilusionada como una maldita quinceañera.
Todo mi duro esfuerzo tirado a la basura. Tantas horas invertidas en congelar
mí corazón y construir una coraza impenetrable, para que él con cuatro sonrisas
haya derribado el muro que sepultaba todos mis sentimientos.
No
sé cómo he llegado aquí, hasta hace dos días solo meditaba en la siguiente
excusa que inventar para ir a verle. Mentiría si no dijera que incluso había
pensado en romper el coche con mis propias manos, liarme a palos con la
carrocería, con el único fin de destrozarlo y llevarlo al taller para que él me
lo arreglara. Sí, empezaba a quedarme sin ideas…
Aunque
la verdad sea dicha, tampoco es que supiera aprovechar las oportunidades cuando
le tenía delante. El don de la seducción nunca ha sido uno de mis fuertes. Es
más, soy verdaderamente patética en ese aspecto.
Mí técnica
o, mejor dicho mi falta de ella, consistía en sonreír como una idiota; esconder
las manos lejos de su mirada para no delatar mis nervios y lo mejor de todo,
abrir la boca para decir estupideces ¿Mi especialidad? Hablar al revés diciendo
frases totalmente sin sentido.
Cuando
me someto a su mirada y me regala una sonrisa, inmediatamente me pierdo. Me
quedo noqueada por el extraño combate que mi cerebro disputa, saturada entre
las mil cosas que me gustaría decirle, pero que quedan enredadas en mi lengua
porque el miedo les impide salir de mi boca.
Siento
la calidez de su mano en el muslo y el incesante hormigueo de mi estomago me
dice que todo esto es real. El coche avanza por la carretera mientras los arboles
de ahí fuera son testigos de nuestro paso. Sonrío mirándole de manera furtiva,
pasaría horas observándole en ese silencio que me recuerda los besos que me
quedan por darle.
Acaricio
su nuca con suavidad mientras él conduce hacia la puesta de sol. No importa
dónde vamos, tampoco cuanto tardemos en llegar, aunque este viaje fuera eterno no cambiaría el asiento de este coche por ningún otro sitio. Estoy donde quiero
estar, donde siempre soñé estar.
El
día se hace noche y me enfado con las sombras que me impiden ver su rostro con
claridad. Como si escuchara mis
pensamientos, me coge la mano y nuestros dedos se entrelazan. Sus ojos se
despegan de la carretera para buscar los míos, y cuando nuestras miradas se
encuentran, es como si ya hubiéramos llegado a ese lugar que el destino nos
tenía preparado. Una amplia sonrisa se dibuja en su cara contagiando a mis
labios, siento que va a decirme algo. Mi corazón palpita frenético ante ese tan
esperado te quiero, y de manera involuntaria
me acerco más a él.
La
luz se hace sobre su rostro y veo como mueve la boca, pero soy incapaz de
escuchar su voz. Aprieta con fuerza mi mano a la vez que su sonrisa se apaga,
grito su nombre, pero sus ojos ya no me pertenecen, un ensordecedor pitido
inunda mis oídos y anula mis palabras.
Atraída
por los focos que nos iluminan miro hacia delante, clavo mis pies en el suelo intentando frenar
en vano el impacto contra el camión al que nos dirigimos. Su bocina suena
incansable anunciando la inminente colisión, al mismo tiempo que la enorme caja
que transporta adelanta la cabina del conductor, y cae deslizándose por el
asfalto directa a nosotros. Todo pasa muy rápido. Chispas que saltan; frenos
que chirrían; un claxon que rompe el silencio de la noche, y la más absoluta de
las oscuridades.
Despierto
envuelta en una agobiante sensación de vacío. Siento la espalda entumecida y el
latir de un corazón que me retumba en los oídos. En la negrura de la habitación
intento recordar cómo he llegado hasta aquí, me incorporo con lentitud
susurrando su nombre, nadie contesta. Me siento en la cama y froto mis ojos con
fuerza, la claridad se abre paso entre las rendijas de la persiana y la
oscuridad se convierte en penumbra permitiéndome intuir lo que me rodea.
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