domingo, 24 de diciembre de 2017

LA LEYENDA DE CLAUS



Christian era un niño inquieto y en ocasiones algo travieso. El año pasado había seguido las reglas: se había portado bien con sus padres, solía recoger su cuarto cuando su madre se lo pedía, y había hecho todo los deberes que mandaba la profesora.

Por eso se quedó sorprendido la mañana de Navidad, al descubrir lo que el viejo Santa había dejado bajo el árbol para él: un pijama nuevo que no estaba en su lista; unas deportivas azul oscuro que no eran las que quería; un par de jerséis y calcetines  y un libro para el que se creía ya mayor.

Enfadado con sus regalos y por supuesto con Santa Claus, se convenció de que  haber sido bueno no había servido de nada.

Desoyendo la vieja historia que su abuelo siempre le contaba, y dispuesto a pedir explicaciones, durante todo el año había trazado un plan para enfrentarse a Santa. «Ya soy todo un hombre» se decía a si mismo, orgulloso de sus ocho años. «No temo a lo que el viejo pueda hacerme si le pillo entrando por la chimenea».

El abuelo Abraham cada diciembre desde que era pequeño, le contaba la misma historia. Dicha leyenda decía que sí un niño se levantaba en mitad de la noche con la intención de descubrir a Santa Claus dejando los regalos, este enfadado le metía en su saco rojo y se le llevaba con él. Nadie sabía qué pasaba con aquellos niños, sólo que no regresaban jamás.

La noche del veinticuatro de diciembre llegó y con ella la hora de acostarse. Christian dejó un vaso de leche y unas galletas en una mesita cercana al abeto. Se despidió de sus padres dándoles las buenas noches y se metió en la cama.

Lejos de dormirse y preparado para entrar en acción, aguardó atento bajo las mantas. Esperó y esperó hasta el borde de la desesperación. Cuando casi estaba a punto de ser vencido por Morfeo, un ruido de algo pesado cayendo sobre el tejado de la casa le hizo abrir los ojos de par en par.

Con sumo cuidado giró el pomo de la puerta, para después abrirla muy despacio evitando así que las bisagras chirriaran. Sus pies descalzos descendieron sigilosos por los fríos escalones de madera.

Oculto en la oscuridad de la noche avanzó hacía el salón. Sin duda alguien trasteaba por él. No pudo evitar que una sonrisa pícara se dibujara en su rostro al oír como los dientes de aquel extraño trituraban las galletas que él había dejado.

Avanzando de puntillas llegó hasta el marco de la puerta, donde con muchísima cautela se asomó. «¡Ahí está!» se dijo sintiendo el retumbar de su acelerado corazón. De un salto se plantó en medio de la puerta.

— ¡Te pillé viejo! Si vienes con calcetines y libros será mejor que los vuelvas a meter en tu asqueroso saco! ¡Quiero mi maldito dron, seguro que ahí dentro llevas alguno, ya lo estas sacando gordinflón!

— ¡Niño insolente! No dejaré ningún regalo a un niño tan mal hablado que además no está donde debería estar. Pagarás tu travesura pequeño diablo, desearás haber estado en la cama como los demás.

Una brillante luz cegadora iluminó todo el salón obligando a Christian a cerrar los ojos y cubrirse el rostro. Sintió como la ingravidez envolvía su cuerpo y se sintió volando dentro de un tornado de luces y viento  que en segundos le mareó, hasta que finalmente perdiendo el sentido se dejó abrazar por la más absoluta de las oscuridades.

Aún mareado, volvió a recuperar la consciencia. Por unos minutos dudó si moverse o no. Tendido en el suelo en posición fetal luchó contra el miedo que sentía y abrió los ojos. Aquel lugar era muy extraño. Sus paredes eran amarillas y parecían de cristal. A lo lejos y con la mirada desenfocada, percibió movimiento.

Cuando con decisión se disponía a ponerse de pie, un fuerte brote de pánico y vértigo golpeó su pecho. ¡El suelo también era de cristal! Paralizado, observó los metros que le separaban del suelo. Creyéndose en un horrible sueño, se frotó los ojos antes de volver a inspeccionar el habitáculo en el que se encontraba. A cada paso que daba, la habitación oscilaba levemente de un lado a otro. Golpeó el amarillento cristal intentando llamar la atención de aquellos pequeños seres que trabajaban mecánicamente. Parecían… ¡Elfos!

—¿Dónde diantres estoy? — gritó malhumorado.

—¿Te levantaste para verle, verdad? —dijo la niña de pelo rojo y dos coletas, que colgaba en el interior de una bola verde cerca de él. — Ahora como todos nosotros, formas parte de su árbol.

 —¿De su árbol? ¿Qué quieres decir?

 — Somos sus adornos de su Navidad. Estás dentro de una de esas bolas de colores que cuelgan de su árbol.

Miró a su alrededor y descubrió que prendidos de cada rama de aquel inmenso abeto había cientos de niños presos al igual que él, en pequeñas celdas esféricas de colores.

 — Ponte cómodo. Pasarás aquí el resto de la eternidad con nosotros. Pagarás tu travesura viendo como esos elfos fabrican los regalos de los niños buenos.

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Este relato esta incluido en el libro del  V Aniversario de Sinfonía de Palabras 2017.  Libro en el que he tenido el placer de colaborar junto con todos los integrantes de la Asociación Papel y Pluma, de la que me siento muy orgullosa de ser miembro.