Christian era un niño
inquieto y en ocasiones algo travieso. El año pasado había seguido las reglas:
se había portado bien con sus padres, solía recoger su cuarto cuando su madre
se lo pedía, y había hecho todo los deberes que mandaba la profesora.
Por eso se quedó sorprendido
la mañana de Navidad, al descubrir lo que el viejo Santa había dejado bajo el
árbol para él: un pijama nuevo que no estaba en su lista; unas deportivas azul
oscuro que no eran las que quería; un par de jerséis y calcetines y un libro para el que se creía ya mayor.
Enfadado con sus regalos y
por supuesto con Santa Claus, se convenció de que haber sido bueno no había servido de nada.
Desoyendo la vieja historia
que su abuelo siempre le contaba, y dispuesto a pedir explicaciones, durante
todo el año había trazado un plan para enfrentarse a Santa. «Ya soy todo un
hombre» se decía a si mismo, orgulloso de sus ocho años. «No temo a lo que el
viejo pueda hacerme si le pillo entrando por la chimenea».
El abuelo Abraham cada
diciembre desde que era pequeño, le contaba la misma historia. Dicha leyenda decía
que sí un niño se levantaba en mitad de la noche con la intención de descubrir
a Santa Claus dejando los regalos, este enfadado le metía en su saco rojo y se
le llevaba con él. Nadie sabía qué pasaba con aquellos niños, sólo que no
regresaban jamás.
La noche del veinticuatro de
diciembre llegó y con ella la hora de acostarse. Christian dejó un vaso de
leche y unas galletas en una mesita cercana al abeto. Se despidió de sus padres
dándoles las buenas noches y se metió en la cama.
Lejos de dormirse y preparado
para entrar en acción, aguardó atento bajo las mantas. Esperó y esperó hasta el
borde de la desesperación. Cuando casi estaba a punto de ser vencido por
Morfeo, un ruido de algo pesado cayendo sobre el tejado de la casa le hizo
abrir los ojos de par en par.
Con sumo cuidado giró el
pomo de la puerta, para después abrirla muy despacio evitando así que las
bisagras chirriaran. Sus pies descalzos descendieron sigilosos por los fríos
escalones de madera.
Oculto en la oscuridad de la
noche avanzó hacía el salón. Sin duda alguien trasteaba por él. No pudo evitar
que una sonrisa pícara se dibujara en su rostro al oír como los dientes de
aquel extraño trituraban las galletas que él había dejado.
Avanzando de puntillas llegó
hasta el marco de la puerta, donde con muchísima cautela se asomó. «¡Ahí está!»
se dijo sintiendo el retumbar de su acelerado corazón. De un salto se plantó en
medio de la puerta.
— ¡Te pillé viejo! Si vienes
con calcetines y libros será mejor que los vuelvas a meter en tu asqueroso
saco! ¡Quiero mi maldito dron, seguro que ahí dentro llevas alguno, ya lo estas
sacando gordinflón!
— ¡Niño insolente! No dejaré
ningún regalo a un niño tan mal hablado que además no está donde debería estar.
Pagarás tu travesura pequeño diablo, desearás haber estado en la cama como los
demás.
Una brillante luz cegadora
iluminó todo el salón obligando a Christian a cerrar los ojos y cubrirse el
rostro. Sintió como la ingravidez envolvía su cuerpo y se sintió volando dentro
de un tornado de luces y viento que en
segundos le mareó, hasta que finalmente perdiendo el sentido se dejó abrazar por
la más absoluta de las oscuridades.
Aún mareado, volvió a recuperar
la consciencia. Por unos minutos dudó si moverse o no. Tendido en el suelo en
posición fetal luchó contra el miedo que sentía y abrió los ojos. Aquel lugar
era muy extraño. Sus paredes eran amarillas y parecían de cristal. A lo lejos y
con la mirada desenfocada, percibió movimiento.
Cuando con decisión se disponía
a ponerse de pie, un fuerte brote de pánico y vértigo golpeó su pecho. ¡El
suelo también era de cristal! Paralizado, observó los metros que le separaban
del suelo. Creyéndose en un horrible sueño, se frotó los ojos antes de volver a
inspeccionar el habitáculo en el que se encontraba. A cada paso que daba, la
habitación oscilaba levemente de un lado a otro. Golpeó el amarillento cristal
intentando llamar la atención de aquellos pequeños seres que trabajaban
mecánicamente. Parecían… ¡Elfos!
—¿Dónde diantres estoy? —
gritó malhumorado.
—¿Te levantaste para verle,
verdad? —dijo la niña de pelo rojo y dos coletas, que colgaba en el interior de
una bola verde cerca de él. — Ahora como todos nosotros, formas parte de su
árbol.
—¿De su árbol? ¿Qué quieres decir?
— Somos sus adornos de su Navidad. Estás
dentro de una de esas bolas de colores que cuelgan de su árbol.
Miró a su alrededor y
descubrió que prendidos de cada rama de aquel inmenso abeto había cientos de
niños presos al igual que él, en pequeñas celdas esféricas de colores.
— Ponte cómodo. Pasarás aquí el resto de la
eternidad con nosotros. Pagarás tu travesura viendo como esos elfos fabrican los
regalos de los niños buenos.
©
Este relato esta incluido en el libro del V Aniversario de Sinfonía de Palabras 2017. Libro en el que he tenido el placer de colaborar junto con todos los integrantes de la Asociación Papel y Pluma, de la que me siento muy orgullosa de ser miembro.
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