viernes, 16 de febrero de 2018

SIETE PECADOS - LUJURIA

LUJURIA 

Hay historias que perduran en el paso de los años, convirtiéndose en leyendas que pasan de generación en generación, marcando así para siempre ese sitio en el que  tuvieron lugar.

Cuenta esta oscura leyenda que sobre los bosques De La Herrería recae una maldición. Por ellos al caer el sol, merodea una joven de bello rostro que perdida entre los dos mundos, sigue buscando quien la ame tan lujuriosamente como ella amó.



Marginada por todos, Sarah intentaba vivir entre aquellos pueblerinos que sin esconderse, le apuntaban con el dedo entre susurros al verla pasar. Tras años de duro aprendizaje ya era toda una experta en el arte de ignorarlos. Sorda ante los insultos y rumores; ciega de aquellas miradas que pretendían humillarla y herirla; muda hacia esas falacias a las que se empeñaban en ponerles su nombre.

Convencida de que solo el odio y la falta de otro divertimento eran las causas de haberse convertido en la paria del pueblo, era capaz de vivir entre todos aquellos hombres y mujeres, que se aseguraban de culparla de cualquier mal que los amenazara.

No pasaba por alto el hecho de ser más juzgada por las mujeres que por los hombres, ya que era consciente de las lascivas miradas que los varones le dedicaban por las calles. Atracción que se apagaba cuando el recuerdo de lo sucedido acudía a sus memorias.

Unos años atrás, cuando tan solo era una más de aquel humilde pueblo, una joven de dulce rostro dedicada a sus quehaceres y por supuesto a su esposo, corrió la mala suerte de ser visitada por la muerte, quien con sus gélidas manos arrastró a la tumba a su marido.

Fue entonces cuando los infundios, aún con el ataúd de su amante abierto, comenzaron a inundar hasta el último rincón de los bosques. Poniendo en duda su historia de amor, manchando la memoria del hombre al que tan fielmente quiso y la suya propia, al ser culpada de tan amargo suceso.

Muchos dijeron que ella misma, con sus propias manos había estrangulado a su marido hasta darle muerte. Otros en cambio llevados por la imaginación, se persignaban al acusarla en voz baja de brujería. Pero ella, envuelta entre las pesadas cadenas del dolor y la pérdida de su amor, hizo oídos sordos encerrándose en la soledad de su hogar.

Pensó en quitarse la vida y reunirse con su esposo, pero al intentarlo se dio cuenta de que no quería morir. Le amaba con locura y, de haberlo sabido, sin dudarlo habría convencido a la parca de cambiarse por él.

Sintiendo  en el pecho que aún no era su momento de partir al más allá, se alejó de aquellas ideas suicidas que torturaban su pensamiento. Pero lejos de librarse de la condena que otros le habían impuesto, día tras día colándose entre las rendijas de ventanas y puertas, acudían a ella los reproches vecinales de su osado crimen.

La culpa comenzó a calar en sus huesos, llegando a creerse la verdadera asesina de su esposo. Encerrándose en la alcoba dejó que la depresión la arropara como una pesada manta tejida de llanto y desprecio. Ya no sentía hambre, tampoco tenía ninguna razón por la que levantarse y seguir viviendo, así es que simplemente se quedó allí tumbada esperando a la muerte.

Una noche de vigilia ya próxima a las puertas del inframundo, debido a la deshidratación y falta de alimento, escuchó como de entre las sombras surgían las voces de espíritus que le daban la bienvenida. 

En lo que creyó su último aliento reunió las pocas fuerzas que le quedaban para llamar una vez más a su marido, esperando que él fuera a buscarla antes de alcanzar la oscuridad eterna.

— Estoy aquí amor mío— dijo una voz a los pies de su cama.

Incorporándose tan rápido como le fue posible buscó el origen de aquellas palabras.

— ¿De verdad eres tú? Al fin vuelves a mi lado, te echaba tanto de menos. Estoy lista para ir contigo, aquí estoy perdida sin ti, cariño. No se seguir adelante si tus pasos no me guían. Muéstrame el camino mi amor…

El deseo de Sarah de rencontrarse con su esposo, le impidió ver el verdadero rostro de Asmodeo, que ocultando el rojo de sus ojos y alimentándose de los anhelos más profundos de la mujer, había adoptado la apariencia de su difunto marido.

Sentándose junto a ella en la cama, cogió su mano entre las suyas.

— Traigo malas noticias amor mío. Aún no puedes venir conmigo, no puedo permitir que te marches de aquí así.

— Pero en este lugar ya no me ata nada, yo solo quiero estar donde tu estés —dijo Sarah aferrándose a la mano de él.

— ¿Y consentir que todos ellos se salgan con la suya? ¿Qué tu nombre quede por siempre manchado por las injurias de esos mezquinos? No dejaré que eso pase. Debes enseñarles el dolor que sientes, la crueldad de sus actos al acusarte injustamente, demostrarles el sufrimiento que provoca perder a quien amas.

— Dime qué debo hacer y lo haré si la recompensa es tenerte de nuevo.

— Mi dulce Sarah, solo acéptame, di que me perteneces y yo te mostraré el camino —susurró el demonio acercándose a sus labios.

—Siempre te he pertenecido, soy tuya y solo tuya cariño mío— respondió ella mientras dejaba que él la cubriera con su cuerpo.



A la mañana siguiente cuando despertó desnuda y sola entre las sabanas, por un momento pensó que todo había sido un sueño. Se levantó de la cama por primera vez en semanas y al mirarse en el espejo del baño, se encontró más radiante que nunca. Sus mejillas lucían un liviano rubor y acercándose a su reflejo miró sus ojos en detalle, brillaban como nunca antes lo habían hecho.

De repente se dio cuenta de que el marrón de su iris había adquirido un color rojizo, se miró más detenidamente y al hacerlo, una sucesión de imágenes acudieron a ella. El roce de sus cuerpos, la pasión desmedida con la que siempre se entregó a su esposo; aquellas caricias prohibidas que solo tenían cabida en la intimidad de su dormitorio; ese placer que cada noche buscaban el uno en el otro, convirtiéndose en un solo ser, unidos por el éxtasis de sus cuerpos ardientes en deseo.

Al volver en sí se halló jadeante frente al espejo, sintiendo aún el aliento de su amante susurrándole al oído, prometiendo volver cada noche para poseerla entre sábanas.

Había recuperado las fuerzas y se sentía extrañamente renovada. Abriendo el armario empezó a desechar vestidos, ya no quería seguir vistiendo de negro. Eligiendo lo que antes hubiera sido impensable, se enfundó en un encorsetado vestido que resaltaba todos aquellos encantos, que solo un hombre es capaz de alabar con una simple mirada.  

Salió a la calle ataviada de una picardía impropia de ella, un palpitante fuego en su bajo vientre guiaba sus pasos. Aunque no comprendía aquel insólito apetito que la acaloraba y entrecortaba la respiración, se dejaba conquistar por él, sintiéndose a gusto entre sus cálidas caricias invisibles.

Pasó por el mercado procurando que todas las miradas se fijaran en su presencia. Sentía la necesidad de seducir a todo aquel que se cruzara en su camino, como si cada recóndito poro de su piel le pidiera a gritos un deseo impuramente carnal.  

Durante días fue capaz de controlar aquella incesante y lujuriosa sensación, pero poco a poco se fue convirtiendo en un anhelo casi incontrolable. Intentó seducir al joven cartero, pero cuando este ya dentro de su casa le confesó su reciente viudedad, Sarah le echó a empujones cerrándole la puerta en las mismísimas narices.

Vagaba por las calles contoneándose provocadora, enalteciéndose con esas miradas femeninas que sin duda desaprobaban su nueva vestimenta y olvidado luto. Sabía de los cotilleos que se hablaban sobre ella, también de la amenaza que suponía para todas las mujeres del pueblo, ahora que paseaba sus exuberantes curvas buscando cautivar el pensamiento de sus maridos.

Una tarde cuando la puesta de sol estaba próxima, Sarah caminaba hacia los bosques con la compra entre sus brazos. El fino papel de una de las bolsas se resquebrajó por la parte de abajo haciendo que las manzanas que contenía cayeran al suelo. Malhumorada se agachó a recogerlas cuando escuchó como unos pasos se acercaban hasta ella.

— Espere que la ayudo— dijo el apuesto hombre que acuclillado empezó a recoger los frutos.

— No se preocupe, no es necesario— respondió ella con una tímida sonrisa.

Una vez recogidas todas las manzanas Sarah cargó con la bolsa abrazándola contra su pecho con esfuerzo, ahora el peso era considerable.

— Por favor permítame, no puedo consentir que cargue con eso hasta su casa, sería descortés por mi parte, señora.

— ¡No por Dios! Bastante ha hecho ya ayudándome a recogerlas. Se lo agradezco, pero ya me apaño sola, gracias.

— Insisto. Además, esta anocheciendo y los bosques no son muy seguros sin luz. Por favor con o sin bolsa la acompañaré de igual modo, así es que démela o herirá mi hombría.

Cediendo a las peticiones del hombre le entregó la bolsa y ambos se internaron en el bosque.

En vez de caminar uno junto al otro, Sarah se daba cuenta de que aunque se detuviera él se mantenía unos cuantos pasos por detrás de ella, el eco de historias de muerte y asesinatos aún la perseguía como una macabra sombra proyectada por el demonio. Quiso darse la vuelta y mandar al infierno a aquel hombre, pero tras mirar varias veces a su espalda y ver como él iba con los ojos clavados en su figura, Sarah sonrió maliciosa.

— Supongo que un caballero como usted estará felizmente casado ¿no?— dijo ella intentando amenizar el silencioso paseo.

— Si señora, así es. Y con dos pequeños diablos que solo me traen disgustos.

— ¿Así es qué sabe manejar demonios eh?— espetó Sarah con malicia mientras se giraba para observarle.

El hombre la miró con extrañeza sin entender el fin de sus palabras, pero sonrío igualmente, no quería desagradar a la bella mujer que tenía delante.

Un cercano aullido asustó a Sarah, que al mirar espantada hacia la procedencia del ruido, tropezó con la raíz de un árbol cayendo al suelo de bruces.

— ¡Dios santo! ¿Se encuentra bien?— gritó el hombre corriendo hacia ella.

— Que vergüenza, como puedo ser tan torpe.

Tras levantarla del suelo dejó que Sarah se apoyara contra el tronco del árbol próximo.  

— ¿Se ha hecho mucho daño?

— Gracias. Estoy bien, solo ha sido un traspiés tonto— dijo la mujer encorvándose para limpiar sus rodillas de tierra.

Alzando el rostro hacia él, descubrió como este miraba con descaro su pronunciado escote.

— ¿Le entretengo? —dijo Sarah más como proposición que como pregunta.

El hombre apartó los ojos con cierto nerviosismo, pero solo para posarlos en las piernas de la mujer, que con el vestido remangado dejaba al descubierto una pequeña parte de sus muslos.  

Consciente de los impuros pensamientos que en ese mismo instante pasaban por la mente del hombre, Sarah subió un poco más sus ropajes.

Tras un breve silencio en el que se mantuvieron las miradas, él se abalanzó sobre ella aprisionándola contra el tronco del árbol.

— ¡Pero que hace! ¡Suélteme!— gritó la mujer revolviéndose entre sus brazos. 

— ¡Calla!  Te enseñaré las consecuencias de provocar a un hombre.

— Pero está casado, esto no está bien ¿O es qué no ama a su esposa?

— ¡Digo que te calles mujer!— bramó intentado besarla.

Sarah mordió con fuerza el labio del hombre haciendo que este se apartara de un salto.

— Y yo digo ¿qué si amas a tu mujer o no?

— ¿Qué tiene que ver eso ahora? ¿Qué te importa?

— Solo responde, de igual modo seré tuya.

Acercándose a Sarah para besarla de nuevo, se detuvo a escasos centímetros de su rostro.

— Ahora mismo no —respondió haciendo caer el vestido de la mujer al suelo.

Abrazándole con sus piernas permitió que él entrará en ella y ambos se dejaron llevar por la lujuria, perdiéndose el uno en el placer del otro.

— Di que me deseas.

— Te deseo, te deseo…—jadeó él.

— Apuesto a que a tu mujer no le dices eso —dijo ella cambiando el gesto mientras le apuñalaba sin piedad cerca del corazón.

 Se quedó mirándola con los ojos muy abiertos al mismo tiempo que retrocedía echándose la mano al pecho.

— Eso mismo sentiría ella si supiera que está casada con semejante infiel —dijo Sarah volviendo a vestirse.

Sin dejar de mirarla cayó de rodillas al suelo.

— ¿Qué has hecho?

— Darte tu merecido desgraciado ¡Crees que puede amarse y desamarse a antojo!— gritó ella con rabia.

El hombre agarró la empuñadura de la daga clavada en su pecho, mientras intentaba respirar. Sarah, en cambio, miraba sus manos ensangrentadas, experimentando una excitación que alcanzó su garganta haciéndola gemir. No entendía de donde provenía aquella sensación, pero le resultó tan placentera que se abandonó a ella.

— Mira lo que me has obligado a hacer…Podrías haber elegido, decir que no, pero en cambio has decidido traicionar a quien te ama ¿Sabes cómo se sentiría ella? ¿Qué pensaría si supiera que se casó con un infiel? Tú has elegido morir.

En un desesperado e inútil intento por huir de su propia muerte, él comenzó a gatear erráticamente por el suelo. Exhausto y sin escapatoria se rindió dejando descansar su espalda contra un árbol.

Apartando la vista del rojo de sus dedos, alzó la mirada hacia el hombre, que tirado en el suelo luchaba por respirar. El rostro de Sarah se iluminó en un gesto de alegría mezclado con tonos picaros, que hizo que su víctima se estremeciera.

Avanzando hacia ella, surgido de la nada, caminaba con paso lento su marido. Acompañado por siete lobos que seguían sus pasos, Asmodeo le regaló una sonrisa de orgullo a Sarah, pues esta había complacido sus malévolas instrucciones, bajo la promesa de que con cada muerte de un marido infiel, sería recompensada con la compañía de la que ella creía ser su esposo.

Cuando aquel demonio de rostro robado llegó hasta ella, Sarah se abrazó a él con fuerza, mientras que el hombre moribundo que se retorcía de dolor en el suelo, comenzó a gritar horrorizado. Él sí veía el verdadero aspecto del diabólico ser que tenía enfrente.

Los siete lobos rodearon al hombre indefenso, que con pánico chillaba pidiendo una clemencia que no le seria concedida. Acorralado contra el árbol al que él mismo había llegado intentando huir, se dio cuenta de que aquel era su fin, observando  impotente como las fieras se aproximaban a él.

El pestilente aliento que manaba de las fauces de los animales, llegaba a su rostro como una caricia de muerte. Antes de que se abalanzaran sobre él clavando sus afilados colmillos, pudo ver como Sarah dejaba caer su vestido quedándose completamente desnuda.

Mientras era devorado por los lobos, sus gritos se entremezclaron con los de Sarah, que  a escasos metros de él yacía fogosa con aquel demoníaco ser, llegando al orgasmo sin apartar los ojos de la sangrienta escena.

Apenas quedaron algunos jirones de tela sobre un charco color escarlata, cuando Sarah, de la mano de Asmodeo, emprendía el camino de vuelta a casa, dejando a los lobos  acabar con los huesos de aquel pobre desgraciado.





Engañó a una docena de hombres, que cegados por su belleza y coquetería maliciosa, la seguían a la mismísima boca de los lobos. Haciendo aflorar sus instintos más primarios y seduciéndoles hasta despojarlos de la fidelidad que le profesaban a sus mujeres, copulaba con ellos, pero antes de que el placer los embriagara, los apuñalaba en el pecho sin compasión, excitándose con ello al saber que él, aquel que creía su esposo, aparecería de entre los árboles.

Nadie en el pueblo comprendía donde iban todos aquellos que de la noche a la mañana desaparecían sin dejar rastro alguno. Nadie sospechó nunca de la seductora viuda, que en secreto saciaba su sed de placer.

Pero no toda la culpa de fue de Sarah, a todos y cada uno de esos hombres ella, los dio a elegir. Pudieron decir que no, pero ninguno de ellos lo hizo. Se dejaron atrapar, primero entre las crueles garras ella, después entre las despiadadas dentelladas de los lobos. Y como recompensa por cada crimen, ella recuperaba a su marido una noche más.

Mientras el pánico cundía en  las calles, Sarah solo podía pensar en su siguiente víctima, ya que esta le traería de vuelta a lo que más amaba. Aquellos encuentros sexuales sobre las hojas secas y ramas rotas llenaban ese vacío que deja la ausencia cuando la soledad llama a tu puerta.

No sentía lástima por aquellas viudas que lloraban a sus pobres e infieles maridos. Experimentó como el sufrimiento que ellos le infringieron culpándola de la muerte de su esposo y tratándola con desprecio, ahora anidaba en sus pechos, amargando sus vidas como lo hicieron con la suya.

No podía detenerse, se había vuelto adicta a aquel impuro pecado llamado lujuria. Disfrutaba llevando a esos hombres al adulterio, para después castigarles con la muerte y obtener su orgásmica recompensa. 



Un atardecer más tendió su trampa. La histeria creciente había hecho que los fuertes cuidaran de los débiles y como mujer, claro está, formaba parte de ese sector. Los hombres sabiéndose los más valientes y fuertes, no podía permitir que una dama cruzara sola los bosques con tal peligro amenazando en cada esquina. Aquel estúpido pensar suponía una facilidad para Sarah, ya que solo debía deambular sola y fingir debilidad.

Sonrío para sus adentros cuando una nueva víctima se acercó hasta ella para ayudarla a recoger las manzanas. Como era de prever, él insistió en acompañarla hasta su casa, cuidaría de ella.

Una vez en los bosques Sarah comenzó con su ritual de seducción, incluso tropezó con aquella rama ya desgastada por su empeine. El hombre le ayudó a levantarse del suelo.

— ¿Se ha hecho daño?

— Gracias. Estoy bien, solo ha sido un traspiés tonto— dijo repitiendo aquellas palabras que pronunciaba por inercia.

Al alzar el rostro descubrió que a diferencia de los anteriores, él no miraba su escote. Levantó su vestido con descaro esperando llamar así su atención, pero nada. El hombre miraba sus rodillas magulladas, preocupado por sus heridas.

Frustrada ante su reacción fingió derrumbarse dejándose caer entre los brazos del apuesto varón. Simulando que no podía respirar, le invitó a liberarla de la presión de su vestido, dejando sus senos al descubierto y conduciendo las manos del hombre a ellos. Aún así, él permanecía impune a sus encantos.

— ¡Di que me deseas! — espetó alzando la afilada daga por la espalda de él.

— No tema, la llevaré al pueblo y el médico sabrá que hacer. Se pondrá bien, se lo aseguro.

— Es que no ves que me ofrezco a ti ¡Por qué demonios no me posees!— dijo intentando atraerle hacia sus labios.

— ¡Pero que hace, se ha vuelto loca!

El hombre soltó a Sarah y aún de rodillas retrocedió alejándose de ella.

— ¿No me deseas?— preguntó la mujer enseñándole la daga.

Sin tan siquiera dejarle contestar, se abalanzó sobre él para apuñalarlo. Cayeron al suelo y Sarah, sentada a horcajadas sobre el hombre, intentaba con todas sus fuerzas hundir el afilado hierro en su pecho.

Luchando por su vida él agarraba las muñecas de la mujer desviando sus violentas arremetidas. En lo que parecía un forcejeo interminable, la daga se balanceaba de un lado a otro en el aire tentando la piel de su víctima.

— ¡Di que me deseas!— gritó Sarah agrediéndole de nuevo.

— ¡No! ¡Nunca!

— ¿Por qué? Todos lo hacen, tú no eres distinto a ellos.

— Si que lo soy, yo amo a mi mujer, jamás le haría tal cosa.

 Sarah se quedó mirándole sorprendida por su respuesta, nunca antes le había sucedido algo así.

Aprovechando la confusión de la mujer, intentó zafarse de ella y ambos rodaron por el suelo. Al chocar contra el tronco de un árbol sus cuerpos se separaron, saliendo despedidos cada uno hacia un lado.

Obviando el punzante dolor de su costado y temiendo que Sarah volviera a atacarle, el hombre se incorporó con rapidez quedándose de rodillas. La descubrió a escasos metros de él, sentada en el suelo con la espalda apoyada en un tronco. Sonreía perversa con la mirada perdida al frente, mientras le señalaba a él con su dedo índice.

Siguiendo la dirección de sus ojos, el hombre miró entre los árboles. El pánico le hizo caer de espaldas al intentar retroceder con nerviosismo. Un grupo de lobos acompañado de un diabólico ser monstruoso, avanzaban hacia ellos lentamente.

— Morirás deseando haberme hecho tuya— dijo Sarah riendo enloquecida.

 Los siete animales le observaban con sus fauces abiertas de par en par, mientras él arrastraba con lentitud su cuerpo por el suelo. Uno de los lobos gruñó con rabia tras aproximarse unos pasos, haciendo que el hombre saliera corriendo para salvar su vida.

— ¡A que esperáis! ¡Devoradlo!

Mostrando sus dientes se giraron hacia ella atraídos por el olor de la sangre. Bajando el rostro hacia su pecho, Sarah descubrió la empuñadura de la daga sobresaliendo de su cuerpo.

— Llevo semanas alimentándoos ¡Sin mí moriréis de hambre, estúpidos! ¡Díselo tú amor mío! ¡Se está escapando!   

Poniéndose frente a ella Asmodeo la miro burlón y transformándose en su verdadero ser, dejó que Sarah viera su endemoniado aspecto.

— Que lástima querida, me gustabas. De todas mis marionetas has sido mi preferida, pero has fallado…

— ¿Y mi marido? ¿Dónde está? —dijo Sarah con desesperación.

— Él no está, es más, nunca estuvo. En cambio tú, vagarás eternamente por estos bosques, pagando tus lujuriosos pecados.

Tras sus palabras los lobos se abalanzaron sobre Sarah, arrancando la piel de esta a tiras. Sin ni siquiera masticar, desgarraban cada pedazo de carne llenando sus hocicos de sangre. Mientras era despedazada sin piedad alguna, Sarah creyó ver a su marido entre la arboleda, haciendo que sonriera por última vez.

Desde entonces todo hombre solitario que se interna en los bosques De La Herrería, puede escuchar los seductores susurros de Sarah, que hoy por hoy sigue vagando por ellos en busca de su tan amado esposo.

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