LUJURIA
Hay
historias que perduran en el paso de los años, convirtiéndose en leyendas que
pasan de generación en generación, marcando así para siempre ese sitio en el
que tuvieron lugar.
Cuenta
esta oscura leyenda que sobre los bosques De La Herrería recae una maldición. Por
ellos al caer el sol, merodea una joven de bello rostro que perdida entre los
dos mundos, sigue buscando quien la ame tan lujuriosamente como ella amó.
Marginada
por todos, Sarah intentaba vivir entre aquellos pueblerinos que sin esconderse,
le apuntaban con el dedo entre susurros al verla pasar. Tras años de duro
aprendizaje ya era toda una experta en el arte de ignorarlos. Sorda ante los
insultos y rumores; ciega de aquellas miradas que pretendían humillarla y
herirla; muda hacia esas falacias a las que se empeñaban en ponerles su nombre.
Convencida
de que solo el odio y la falta de otro divertimento eran las causas de haberse
convertido en la paria del pueblo, era capaz de vivir entre todos aquellos
hombres y mujeres, que se aseguraban de culparla de cualquier mal que los amenazara.
No
pasaba por alto el hecho de ser más juzgada por las mujeres que por los
hombres, ya que era consciente de las lascivas miradas que los varones le
dedicaban por las calles. Atracción que se apagaba cuando el recuerdo de lo
sucedido acudía a sus memorias.
Unos
años atrás, cuando tan solo era una más de aquel humilde pueblo, una joven de
dulce rostro dedicada a sus quehaceres y por supuesto a su esposo, corrió la
mala suerte de ser visitada por la muerte, quien con sus gélidas manos arrastró
a la tumba a su marido.
Fue
entonces cuando los infundios, aún con el ataúd de su amante abierto,
comenzaron a inundar hasta el último rincón de los bosques. Poniendo en duda su
historia de amor, manchando la memoria del hombre al que tan fielmente quiso y
la suya propia, al ser culpada de tan amargo suceso.
Muchos
dijeron que ella misma, con sus propias manos había estrangulado a su marido
hasta darle muerte. Otros en cambio llevados por la imaginación, se persignaban
al acusarla en voz baja de brujería. Pero ella, envuelta entre las pesadas
cadenas del dolor y la pérdida de su amor, hizo oídos sordos encerrándose en la
soledad de su hogar.
Pensó
en quitarse la vida y reunirse con su esposo, pero al intentarlo se dio cuenta
de que no quería morir. Le amaba con locura y, de haberlo sabido, sin dudarlo
habría convencido a la parca de cambiarse por él.
Sintiendo
en el pecho que aún no era su momento de
partir al más allá, se alejó de aquellas ideas suicidas que torturaban su
pensamiento. Pero lejos de librarse de la condena que otros le habían impuesto,
día tras día colándose entre las rendijas de ventanas y puertas, acudían a ella
los reproches vecinales de su osado crimen.
La
culpa comenzó a calar en sus huesos, llegando a creerse la verdadera asesina de
su esposo. Encerrándose en la alcoba dejó que la depresión la arropara como una
pesada manta tejida de llanto y desprecio. Ya no sentía hambre, tampoco tenía
ninguna razón por la que levantarse y seguir viviendo, así es que simplemente
se quedó allí tumbada esperando a la muerte.
Una
noche de vigilia ya próxima a las puertas del inframundo, debido a la
deshidratación y falta de alimento, escuchó como de entre las sombras surgían
las voces de espíritus que le daban la bienvenida.
En
lo que creyó su último aliento reunió las pocas fuerzas que le quedaban para
llamar una vez más a su marido, esperando que él fuera a buscarla antes de
alcanzar la oscuridad eterna.
—
Estoy aquí amor mío— dijo una voz a los pies de su cama.
Incorporándose
tan rápido como le fue posible buscó el origen de aquellas palabras.
—
¿De verdad eres tú? Al fin vuelves a mi lado, te echaba tanto de menos. Estoy
lista para ir contigo, aquí estoy perdida sin ti, cariño. No se seguir adelante
si tus pasos no me guían. Muéstrame el camino mi amor…
El
deseo de Sarah de rencontrarse con su esposo, le impidió ver el verdadero
rostro de Asmodeo, que ocultando el rojo de sus ojos y alimentándose de los
anhelos más profundos de la mujer, había adoptado la apariencia de su difunto
marido.
Sentándose
junto a ella en la cama, cogió su mano entre las suyas.
—
Traigo malas noticias amor mío. Aún no puedes venir conmigo, no puedo permitir
que te marches de aquí así.
—
Pero en este lugar ya no me ata nada, yo solo quiero estar donde tu estés —dijo
Sarah aferrándose a la mano de él.
—
¿Y consentir que todos ellos se salgan con la suya? ¿Qué tu nombre quede por
siempre manchado por las injurias de esos mezquinos? No dejaré que eso pase. Debes
enseñarles el dolor que sientes, la crueldad de sus actos al acusarte
injustamente, demostrarles el sufrimiento que provoca perder a quien amas.
—
Dime qué debo hacer y lo haré si la recompensa es tenerte de nuevo.
—
Mi dulce Sarah, solo acéptame, di que me perteneces y yo te mostraré el camino
—susurró el demonio acercándose a sus labios.
—Siempre
te he pertenecido, soy tuya y solo tuya cariño mío— respondió ella mientras
dejaba que él la cubriera con su cuerpo.
A
la mañana siguiente cuando despertó desnuda y sola entre las sabanas, por un
momento pensó que todo había sido un sueño. Se levantó de la cama por primera
vez en semanas y al mirarse en el espejo del baño, se encontró más radiante que
nunca. Sus mejillas lucían un liviano rubor y acercándose a su reflejo miró sus
ojos en detalle, brillaban como nunca antes lo habían hecho.
De
repente se dio cuenta de que el marrón de su iris había adquirido un color
rojizo, se miró más detenidamente y al hacerlo, una sucesión de imágenes
acudieron a ella. El roce de sus cuerpos, la pasión desmedida con la que
siempre se entregó a su esposo; aquellas caricias prohibidas que solo tenían
cabida en la intimidad de su dormitorio; ese placer que cada noche buscaban el
uno en el otro, convirtiéndose en un solo ser, unidos por el éxtasis de sus
cuerpos ardientes en deseo.
Al volver en sí se halló jadeante
frente al espejo, sintiendo aún el aliento de su amante susurrándole al oído,
prometiendo volver cada noche para poseerla entre sábanas.
Había
recuperado las fuerzas y se sentía extrañamente renovada. Abriendo el armario
empezó a desechar vestidos, ya no quería seguir vistiendo de negro. Eligiendo
lo que antes hubiera sido impensable, se enfundó en un encorsetado vestido que
resaltaba todos aquellos encantos, que solo un hombre es capaz de alabar con
una simple mirada.
Salió
a la calle ataviada de una picardía impropia de ella, un palpitante fuego en su
bajo vientre guiaba sus pasos. Aunque no comprendía aquel insólito apetito que
la acaloraba y entrecortaba la respiración, se dejaba conquistar por él,
sintiéndose a gusto entre sus cálidas caricias invisibles.
Pasó
por el mercado procurando que todas las miradas se fijaran en su presencia.
Sentía la necesidad de seducir a todo aquel que se cruzara en su camino, como
si cada recóndito poro de su piel le pidiera a gritos un deseo impuramente
carnal.
Durante
días fue capaz de controlar aquella incesante y lujuriosa sensación, pero poco
a poco se fue convirtiendo en un anhelo casi incontrolable. Intentó seducir al
joven cartero, pero cuando este ya dentro de su casa le confesó su reciente viudedad,
Sarah le echó a empujones cerrándole la puerta en las mismísimas narices.
Vagaba
por las calles contoneándose provocadora, enalteciéndose con esas miradas
femeninas que sin duda desaprobaban su nueva vestimenta y olvidado luto. Sabía
de los cotilleos que se hablaban sobre ella, también de la amenaza que suponía
para todas las mujeres del pueblo, ahora que paseaba sus exuberantes curvas
buscando cautivar el pensamiento de sus maridos.
Una
tarde cuando la puesta de sol estaba próxima, Sarah caminaba hacia los bosques
con la compra entre sus brazos. El fino papel de una de las bolsas se resquebrajó
por la parte de abajo haciendo que las manzanas que contenía cayeran al suelo.
Malhumorada se agachó a recogerlas cuando escuchó como unos pasos se acercaban
hasta ella.
—
Espere que la ayudo— dijo el apuesto hombre que acuclillado empezó a recoger
los frutos.
—
No se preocupe, no es necesario— respondió ella con una tímida sonrisa.
Una
vez recogidas todas las manzanas Sarah cargó con la bolsa abrazándola contra su pecho con esfuerzo,
ahora el peso era considerable.
—
Por favor permítame, no puedo consentir que cargue con eso hasta su casa, sería
descortés por mi parte, señora.
—
¡No por Dios! Bastante ha hecho ya ayudándome a recogerlas. Se lo agradezco,
pero ya me apaño sola, gracias.
—
Insisto. Además, esta anocheciendo y los bosques no son muy seguros sin luz.
Por favor con o sin bolsa la acompañaré de igual modo, así es que démela o
herirá mi hombría.
Cediendo
a las peticiones del hombre le entregó la bolsa y ambos se internaron en el
bosque.
En
vez de caminar uno junto al otro, Sarah se daba cuenta de que aunque se
detuviera él se mantenía unos cuantos pasos por detrás de ella, el eco de
historias de muerte y asesinatos aún la perseguía como una macabra sombra proyectada
por el demonio. Quiso darse la vuelta y mandar al infierno a aquel hombre, pero
tras mirar varias veces a su espalda y ver como él iba con los ojos clavados en
su figura, Sarah sonrió maliciosa.
—
Supongo que un caballero como usted estará felizmente casado ¿no?— dijo ella
intentando amenizar el silencioso paseo.
—
Si señora, así es. Y con dos pequeños diablos que solo me traen disgustos.
—
¿Así es qué sabe manejar demonios eh?— espetó Sarah con malicia mientras se
giraba para observarle.
El
hombre la miró con extrañeza sin entender el fin de sus palabras, pero sonrío
igualmente, no quería desagradar a la bella mujer que tenía delante.
Un
cercano aullido asustó a Sarah, que al mirar espantada hacia la procedencia del
ruido, tropezó con la raíz de un árbol cayendo al suelo de bruces.
—
¡Dios santo! ¿Se encuentra bien?— gritó el hombre corriendo hacia ella.
—
Que vergüenza, como puedo ser tan torpe.
Tras
levantarla del suelo dejó que Sarah se apoyara contra el tronco del árbol
próximo.
—
¿Se ha hecho mucho daño?
—
Gracias. Estoy bien, solo ha sido un traspiés tonto— dijo la mujer encorvándose
para limpiar sus rodillas de tierra.
Alzando
el rostro hacia él, descubrió como este miraba con descaro su pronunciado
escote.
—
¿Le entretengo? —dijo Sarah más como proposición que como pregunta.
El
hombre apartó los ojos con cierto nerviosismo, pero solo para posarlos en las
piernas de la mujer, que con el vestido remangado dejaba al descubierto una
pequeña parte de sus muslos.
Consciente
de los impuros pensamientos que en ese mismo instante pasaban por la mente del
hombre, Sarah subió un poco más sus ropajes.
Tras
un breve silencio en el que se mantuvieron las miradas, él se abalanzó sobre
ella aprisionándola contra el tronco del árbol.
—
¡Pero que hace! ¡Suélteme!— gritó la mujer revolviéndose entre sus brazos.
—
¡Calla! Te enseñaré las consecuencias de
provocar a un hombre.
—
Pero está casado, esto no está bien ¿O es qué no ama a su esposa?
—
¡Digo que te calles mujer!— bramó intentado besarla.
Sarah
mordió con fuerza el labio del hombre haciendo que este se apartara de un
salto.
—
Y yo digo ¿qué si amas a tu mujer o no?
—
¿Qué tiene que ver eso ahora? ¿Qué te importa?
—
Solo responde, de igual modo seré tuya.
Acercándose
a Sarah para besarla de nuevo, se detuvo a escasos centímetros de su rostro.
—
Ahora mismo no —respondió haciendo caer el vestido de la mujer al suelo.
Abrazándole
con sus piernas permitió que él entrará en ella y ambos se dejaron llevar por
la lujuria, perdiéndose el uno en el placer del otro.
—
Di que me deseas.
—
Te deseo, te deseo…—jadeó él.
—
Apuesto a que a tu mujer no le dices eso —dijo ella cambiando el gesto mientras
le apuñalaba sin piedad cerca del corazón.
Se quedó mirándola con los ojos muy abiertos
al mismo tiempo que retrocedía echándose la mano al pecho.
—
Eso mismo sentiría ella si supiera que está casada con semejante infiel —dijo
Sarah volviendo a vestirse.
Sin
dejar de mirarla cayó de rodillas al suelo.
—
¿Qué has hecho?
—
Darte tu merecido desgraciado ¡Crees que puede amarse y desamarse a antojo!— gritó
ella con rabia.
El
hombre agarró la empuñadura de la daga clavada en su pecho, mientras intentaba
respirar. Sarah, en cambio, miraba sus manos ensangrentadas, experimentando una
excitación que alcanzó su garganta haciéndola gemir. No entendía de donde
provenía aquella sensación, pero le resultó tan placentera que se abandonó a
ella.
—
Mira lo que me has obligado a hacer…Podrías haber elegido, decir que no, pero
en cambio has decidido traicionar a quien te ama ¿Sabes cómo se sentiría ella?
¿Qué pensaría si supiera que se casó con un infiel? Tú has elegido morir.
En
un desesperado e inútil intento por huir de su propia muerte, él comenzó a
gatear erráticamente por el suelo. Exhausto y sin escapatoria se rindió dejando
descansar su espalda contra un árbol.
Apartando
la vista del rojo de sus dedos, alzó la mirada hacia el hombre, que tirado en
el suelo luchaba por respirar. El rostro de Sarah se iluminó en un gesto de
alegría mezclado con tonos picaros, que hizo que su víctima se estremeciera.
Avanzando
hacia ella, surgido de la nada, caminaba con paso lento su marido. Acompañado
por siete lobos que seguían sus pasos, Asmodeo le regaló una sonrisa de orgullo
a Sarah, pues esta había complacido sus malévolas instrucciones, bajo la
promesa de que con cada muerte de un marido infiel, sería recompensada con la
compañía de la que ella creía ser su esposo.
Cuando
aquel demonio de rostro robado llegó hasta ella, Sarah se abrazó a él con
fuerza, mientras que el hombre moribundo que se retorcía de dolor en el suelo,
comenzó a gritar horrorizado. Él sí veía el verdadero aspecto del diabólico ser
que tenía enfrente.
Los
siete lobos rodearon al hombre indefenso, que con pánico chillaba pidiendo una
clemencia que no le seria concedida. Acorralado contra el árbol al que él mismo
había llegado intentando huir, se dio cuenta de que aquel era su fin,
observando impotente como las fieras se
aproximaban a él.
El
pestilente aliento que manaba de las fauces de los animales, llegaba a su
rostro como una caricia de muerte. Antes de que se abalanzaran sobre él clavando
sus afilados colmillos, pudo ver como Sarah dejaba caer su vestido quedándose
completamente desnuda.
Mientras
era devorado por los lobos, sus gritos se entremezclaron con los de Sarah,
que a escasos metros de él yacía fogosa
con aquel demoníaco ser, llegando al orgasmo sin apartar los ojos de la
sangrienta escena.
Apenas
quedaron algunos jirones de tela sobre un charco color escarlata, cuando Sarah,
de la mano de Asmodeo, emprendía el camino de vuelta a casa, dejando a los
lobos acabar con los huesos de aquel
pobre desgraciado.
Engañó
a una docena de hombres, que cegados por su belleza y coquetería maliciosa, la
seguían a la mismísima boca de los lobos. Haciendo aflorar sus instintos más
primarios y seduciéndoles hasta despojarlos de la fidelidad que le profesaban a
sus mujeres, copulaba con ellos, pero antes de que el placer los embriagara,
los apuñalaba en el pecho sin compasión, excitándose con ello al saber que él,
aquel que creía su esposo, aparecería de entre los árboles.
Nadie
en el pueblo comprendía donde iban todos aquellos que de la noche a la mañana
desaparecían sin dejar rastro alguno. Nadie sospechó nunca de la seductora
viuda, que en secreto saciaba su sed de placer.
Pero
no toda la culpa de fue de Sarah, a todos y cada uno de esos hombres ella, los
dio a elegir. Pudieron decir que no, pero ninguno de ellos lo hizo. Se dejaron
atrapar, primero entre las crueles garras ella, después entre las despiadadas
dentelladas de los lobos. Y como recompensa por cada crimen, ella recuperaba a
su marido una noche más.
Mientras
el pánico cundía en las calles, Sarah
solo podía pensar en su siguiente víctima, ya que esta le traería de vuelta a
lo que más amaba. Aquellos encuentros sexuales sobre las hojas secas y ramas
rotas llenaban ese vacío que deja la ausencia cuando la soledad llama a tu
puerta.
No
sentía lástima por aquellas viudas que lloraban a sus pobres e infieles
maridos. Experimentó como el sufrimiento que ellos le infringieron culpándola
de la muerte de su esposo y tratándola con desprecio, ahora anidaba en sus
pechos, amargando sus vidas como lo hicieron con la suya.
No
podía detenerse, se había vuelto adicta a aquel impuro pecado llamado lujuria.
Disfrutaba llevando a esos hombres al adulterio, para después castigarles con
la muerte y obtener su orgásmica recompensa.
Un
atardecer más tendió su trampa. La histeria creciente había hecho que los
fuertes cuidaran de los débiles y como mujer, claro está, formaba parte de ese
sector. Los hombres sabiéndose los más valientes y fuertes, no podía permitir
que una dama cruzara sola los bosques con tal peligro amenazando en cada esquina.
Aquel estúpido pensar suponía una facilidad para Sarah, ya que solo debía
deambular sola y fingir debilidad.
Sonrío
para sus adentros cuando una nueva víctima se acercó hasta ella para ayudarla a
recoger las manzanas. Como era de prever, él insistió en acompañarla hasta su
casa, cuidaría de ella.
Una
vez en los bosques Sarah comenzó con su ritual de seducción, incluso tropezó
con aquella rama ya desgastada por su empeine. El hombre le ayudó a levantarse
del suelo.
—
¿Se ha hecho daño?
—
Gracias. Estoy bien, solo ha sido un traspiés tonto— dijo repitiendo aquellas
palabras que pronunciaba por inercia.
Al
alzar el rostro descubrió que a diferencia de los anteriores, él no miraba su
escote. Levantó su vestido con descaro esperando llamar así su atención, pero
nada. El hombre miraba sus rodillas magulladas, preocupado por sus heridas.
Frustrada
ante su reacción fingió derrumbarse dejándose caer entre los brazos del apuesto
varón. Simulando que no podía respirar, le invitó a liberarla de la presión de
su vestido, dejando sus senos al descubierto y conduciendo las manos del hombre
a ellos. Aún así, él permanecía impune a sus encantos.
—
¡Di que me deseas! — espetó alzando la afilada daga por la espalda de él.
—
No tema, la llevaré al pueblo y el médico sabrá que hacer. Se pondrá bien, se
lo aseguro.
—
Es que no ves que me ofrezco a ti ¡Por qué demonios no me posees!— dijo
intentando atraerle hacia sus labios.
—
¡Pero que hace, se ha vuelto loca!
El
hombre soltó a Sarah y aún de rodillas retrocedió alejándose de ella.
—
¿No me deseas?— preguntó la mujer enseñándole la daga.
Sin
tan siquiera dejarle contestar, se abalanzó sobre él para apuñalarlo. Cayeron
al suelo y Sarah, sentada a horcajadas sobre el hombre, intentaba con todas sus
fuerzas hundir el afilado hierro en su pecho.
Luchando
por su vida él agarraba las muñecas de la mujer desviando sus violentas
arremetidas. En lo que parecía un forcejeo interminable, la daga se balanceaba
de un lado a otro en el aire tentando la piel de su víctima.
—
¡Di que me deseas!— gritó Sarah agrediéndole de nuevo.
—
¡No! ¡Nunca!
—
¿Por qué? Todos lo hacen, tú no eres distinto a ellos.
—
Si que lo soy, yo amo a mi mujer, jamás le haría tal cosa.
Sarah se quedó mirándole sorprendida por su
respuesta, nunca antes le había sucedido algo así.
Aprovechando
la confusión de la mujer, intentó zafarse de ella y ambos rodaron por el suelo. Al
chocar contra el tronco de un árbol sus cuerpos se separaron, saliendo
despedidos cada uno hacia un lado.
Obviando
el punzante dolor de su costado y temiendo que Sarah volviera a atacarle, el
hombre se incorporó con rapidez quedándose de rodillas. La descubrió a escasos
metros de él, sentada en el suelo con la espalda apoyada en un tronco. Sonreía
perversa con la mirada perdida al frente, mientras le señalaba a él con su dedo
índice.
Siguiendo
la dirección de sus ojos, el hombre miró entre los árboles. El pánico le hizo
caer de espaldas al intentar retroceder con nerviosismo. Un grupo de lobos
acompañado de un diabólico ser monstruoso, avanzaban hacia ellos lentamente.
—
Morirás deseando haberme hecho tuya— dijo Sarah riendo enloquecida.
Los siete animales le observaban con sus
fauces abiertas de par en par, mientras él arrastraba con lentitud su cuerpo
por el suelo. Uno de los lobos gruñó con rabia tras aproximarse unos pasos,
haciendo que el hombre saliera corriendo para salvar su vida.
—
¡A que esperáis! ¡Devoradlo!
Mostrando
sus dientes se giraron hacia ella atraídos por el olor de la sangre. Bajando el
rostro hacia su pecho, Sarah descubrió la empuñadura de la daga sobresaliendo
de su cuerpo.
—
Llevo semanas alimentándoos ¡Sin mí moriréis de hambre, estúpidos! ¡Díselo tú
amor mío! ¡Se está escapando!
Poniéndose
frente a ella Asmodeo la miro burlón y transformándose en su verdadero ser,
dejó que Sarah viera su endemoniado aspecto.
—
Que lástima querida, me gustabas. De todas mis marionetas has sido mi
preferida, pero has fallado…
—
¿Y mi marido? ¿Dónde está? —dijo Sarah con desesperación.
—
Él no está, es más, nunca estuvo. En cambio tú, vagarás eternamente por estos
bosques, pagando tus lujuriosos pecados.
Tras
sus palabras los lobos se abalanzaron sobre Sarah, arrancando la piel de esta a tiras. Sin ni siquiera
masticar, desgarraban cada pedazo de carne llenando sus hocicos de sangre.
Mientras era despedazada sin piedad alguna, Sarah creyó ver a su marido entre
la arboleda, haciendo que sonriera por última vez.
Desde
entonces todo hombre solitario que se interna en los bosques De La Herrería,
puede escuchar los seductores susurros de Sarah, que hoy por hoy sigue vagando
por ellos en busca de su tan amado esposo.
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