No sé en qué momento el odio se comió el amor que un día nos llevó al "sí, quiero". No sé cuando dejé de ser sus ganas de todo y me convertí en sus caras de disgusto, en su cajón de insultos y en el motivo de su malhumor constante.
Ya
no hablamos, las palabras se acabaron entre nosotros, nos engañamos mutuamente
con el silencio. Cada noche le observo mientras duerme, tan tranquilo parece el
hombre del que me enamoré aquel día de lluvia en Gran Vía, pero sé que ya no
queda nada de ese hombre que creía conocer.
Cuando
noto que su respiración es profunda, que duerme plácido y en paz, deslizo las
mantas hasta el suelo para ver como el mismo frío que yo siempre siento en los
huesos y el alma, abraza su cuerpo y eriza su vello.
Después
con mis manos agarro su cuello, no entre caricias, sino con el deseo de
estrangularle, y entonces se despierta, grita, patalear como un niño
pequeño e indefenso. Desconcertado mira hacia todos lados y comienza a
preguntarse "¿Por qué? ".
Río
a oscuras, camuflada entre las sombras en las que sin piedad me hundió él.
Disfruto tanto viéndole sufrir y perder los nervios de esa manera...
Cuando
me pongo a lanzar cosas sin ton ni son, cuando dejo caer de las estanterías sus
libros, sus maquetas de aviones, se vuelve loco, se pone a dar vueltas de un
lado para otro de la casa perdiendo los estribos, sin encontrar consuelo en
nada, ni nadie, porque a mi hace tiempo que me echó de su lado. Y vuelven los
gritos, el llanto.
Dejándose
caer al suelo y haciéndose un ovillo lastimero, llora preguntándose. "¿Por
qué?".
Es
entonces cuando saliendo de la oscuridad más absoluta, me aparezco frente a él
y con la voz rota y las marcas de sus manos aún en mi cuello, yo le pregunto a
él, a ese hombre al que tanto amé ¿y por qué me mataste tú a mí?
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