martes, 13 de marzo de 2018

PECECITO



Mi niño ya no puede despertar, no abrirá sus ojitos nunca más. Alguien le negó la vida sin piedad, un ser se lo llevó a la oscuridad.

Lloro sin consuelo,  se que este dolor no lo borrará el tiempo, mi niñito ya no está, mi niño ya no puede despertar.

Abrazaré tu recuerdo aunque me cueste respirar, vivirás en mí hasta que mi corazón no pueda más. Nada pececito  ahora tienes todo un mar, vuela angelito, el cielo ahora es tu hogar. 

Ya no quiero despertar al saber que al abrir los ojos tú no estarás, mi niñito ya no está, mi niño ya no puede despertar.

Nunca olvides lo que te quiso mamá, tú eras la luz y el secreto de mi felicidad. Mil veces moriría, si con ello te hiciera regresar, mil veces mataría si con ello tu adiós pudiera evitar. 

Sonríe mi vida que mamá siempre te querrá, no llores mi amor que tus lágrimas avivan la maldad del que se te llevó. 

Hoy mi corazón se marchita lentamente en silencio, muero con cada latido que retumba en mi pecho vacío, ya no escucharé tu risa, ya no tendré tus caricias, mi niñito ya no está, mi niño ya no puede despertar.

Me quedé con tantas cosas que decirte, que ahora me pregunto, todas esas palabras ¿Dónde irán? Quizá mueran en mi garganta, enquistando cada uno de los te quiero que ya nunca podrás escuchar. Ahora las buenas noches se las daré a una habitación vacía, a una cama de sábanas frías, a unos peluches huérfanos de los abrazos del niño que ya no está.

Ya no lucirán los días del mismo modo, ya no brillará el sol con el mismo fulgor, ya no saldrá la luna cada noche, porqué mi niñito ya no está, mi niño ya no puede despertar.

Intentaré vivir con este dolor, procurando olvidar el odio que amenaza en cada oscura esquina, trayéndome el recuerdo de aquel que me privó de mi pequeño. Lucharé contra la amargura de saber que ya no podrás soñar, que la vida seguirá sin ver crecer al pececito al que le arrancaron la libertad. 

Pero te tengo una promesa con la que todos siempre te recordarán, porque mi niño ya no puede despertar, pero mi niñito sí que está. Estará en la sonrisa de los niños que mañana volverán a jugar, en el canto de ese pájaro que cada día me viene a despertar, en el florecer de los campos que mi pequeño de colores pintará, en el brillo de ese sol que sonreír hace al girasol, en las olas mansas de ese mar que tus pies moja con una caricia especial.

Nada pececito mío que mamá te velará, duerme mi angelito que en el recuerdo siempre vivirás. 

©










Dedicado a un pececito que ahora surca los cielos enredándose entre nubes y a todos esos niños a los que les arrebataron los sueños, ilusiones y ganas de vivir.

Vivís en el recuerdo de todos aquellos que os quisieron y os conocieron, siempre seréis luz y amor.





miércoles, 7 de marzo de 2018

SIETE PECADOS - IRA



Advertencia: Algunas de las escenas narradas en este relato pueden ser violentas o desagradables, por lo que podrían herir la sensibilidad del lector.Cualquier parecido con la realidad es meramente casual. Esta historia y sus personajes son totalmente ficticios.



IRA

Sentado en una de las bancas de la catedral, miró al Cristo que se alzaba ante él. Observó con detenimiento su rostro marcado por el dolor, y quiso saber que fue lo que sintió en ese mismo instante, justo cuando sus verdugos amartillaban con violencia aquellos clavos que lentamente se hundían en su piel.

Miró hacia los lados asegurándose de que los desgarrados gritos que oía, solo estaban en su cabeza. Retales de unos recuerdos que hicieron que sonriera.

Los llamativos colores de las cristaleras empezaban a apagarse, el sol caía. Se levantó del banco y la pulida madera crujió ante la ausencia de su peso. Avanzó por el pasillo central, haciendo que el eco de sus pasos rompiera el silencio reinante.

Mientras se aproximaba al confesonario echó la vista atrás; ya no quedaba nadie dentro de la catedral. Se arrodilló frente a la pequeña ventana de enrejada madera con forma de rombos.

— Ave María Purísima —dijo en un ronco susurro.

Una puertezuela corrediza se abrió desde el interior del habitáculo, dejando que el perfil de una cara se desdibujara entre los huecos del ventanuco.

— Sin pecado concebida.

— Perdóneme padre porque he pecado.

— Cuéntame hijo mío ¿Qué es lo que has hecho?

— No sé muy bien por dónde empezar padre, es la primera vez que hago esto.

— ¿Por qué no lo haces por el principio?

— Bien… Le contaré como maté a esos diecisiete hombres…



«Yo era un hombre decente, trabajador, quiero creer que también un buen padre y marido. Pero es curioso como de repente un día el cielo se torna gris y, sin ton ni son se desata la tormenta.

Jamás fui violento, es más, a veces me era más sencillo huir de los conflictos que enfrentarlos de cara. Pero cuando a un hombre le arrancan su razón de vida, el motivo de su existencia, es difícil mirar hacia otro lado.

Empezó siendo una fantasía, una voz en mi interior me decía que aquello estaba mal, pero la razón, el dolor y sobretodo la ira, me gritaban que era lo justo «Ojo por ojo, diente por diente».

Al principio solo me apostaba en aquella carretera, paraba en el arcén y pasaba allí las tardes. Poco después también lo hacía por las mañanas, hasta que sin darme cuenta pasaba los días enteros aparcado en aquel lugar.

Los veía pasar con sus bicicletas por esa estrecha carretera de doble sentido, haciéndose dueños y señores de ella. Algunos coches reducían la marcha cohibidos por la línea continua, otros, en cambio, hartos de aguantar el lento avance de los ciclistas, la rebasaban poniendo en peligro su vida y la del posible vehículo que viniera de frente. Cuando esto ocurría, ellos, completamente convencidos de su derecho a circular como los demás, se quejaban, a veces incluso pude ver como insultaban y mostraban su dedo corazón a aquellos conductores. Y entonces sentía el zarpazo de la ira rasgándome desde lo más profundo, haciéndome recordar lo que perdí por su culpa, abriendo las heridas aún sangrantes de mi cuerpo.

Le aseguro que intenté olvidarlo, seguir con mi vida, aunque ya no la tuviera. Pero aquellas flores marchitas por el paso de los días, me traían el recuerdo de tiempos felices. La risa de mi pequeño mientras le hacía cosquillas; los besos de mi esposa al despertar cada mañana; las tardes en familia que ahora suenan como canciones olvidadas de las que oyes la música, pero has olvidado la letra.

Y el mal fue creciendo en mi interior, apoderándose de mí como un veneno que avanza de manera inexorable. Me dejé atrapar por él, ni siquiera opuse resistencia. En el fondo deseaba que aquellas fantasías se hicieran realidad.

La primera vez podría decirse que fue casi sin querer, no me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que aquel cuerpo impactó contra la luna de mi coche. El sonido del aluminio al ser arrastrado por el parachoques delantero; la figura fosforescente de ese hombre, coleando como un pez atrapado por el anzuelo del pescador sobre el capó. Era incapaz de pisar el freno, no quería parar, solo saciar esa sed de venganza que secaba mi garganta.

Durante un tiempo parecía bastar, mantenía a raya esa ira que controlaba mi ser. Así maté a diez. Iba y venía por aquella carretera esperando que alguno se cruzara en mi camino, y cuando pasaba, solo tenía que pisar el acelerador.

Pero como un drogadicto de la muerte, empezó a saberme a poco. Necesitaba más. Ansiaba esa liberación de pensamientos dolorosos que me proporcionaba arrebatar esas vidas. Aquella manera tan indirecta de asesinarlos ya no me saciaba.

Sé lo que está pensando. Que todas esas personas a las que he matado no tenían culpa de nada, pero ¿Y mi familia? ¿Qué culpa tenían ellos padre?

En mis años de conductor jamás tuve un golpe ¡Qué demonios! ni siquiera una mísera multa. Pero cuando ocurrió, ¿sabe qué pasó? Lo primero fue un control de alcoholemia, seguido de un test de drogas. La culpa siempre es del coche ¿De quién si no, verdad? Desde un principio me convertí en el primer y único culpable. Para colmo encubriéndose entre ellos, uno a uno de los que formaban el pelotón que le seguían,  me fueron señalando con el dedo, había sido el monstruo de hierro el que se había abalanzado sobre los indefensos ciclistas.

Nadie te escucha una vez quedas sentenciado, cuando todos jueces improvisados, asumen el poder de juzgar sin necesidad de oír nada más.

Y yo le pregunto ¿Alguna vez mientras clavaba un clavo, se ha golpeado el dedo? Y al hacerlo, ¿fue capaz de razonar con claridad? ¿de responder claramente como había pasado? Puede que usted no padre, pero la mayoría soltamos improperios, maldecimos sin descanso, y le aseguro que todos coincidiremos, en que la culpa es del martillo.

Imagínese conduciendo tranquilamente por una carretera, cantando a coro con su mujer y su hijo la canción que suena en la radio. Es temprano y se dirige a pasar un día en familia. No hay demasiado tráfico y no rebasa los noventa kilómetros que marca la vía, es una zona con bastantes curvas y es fácil invadir el carril contrario si va demasiado deprisa.

Va con la mirada clavada al frente, es consciente de la responsabilidad que lleva entre las manos, un fallo y todo su mundo podría convertirse en un amasijo de hierros y sangre. Una señal le avisa de que se aproxima a una curva muy cerrada, aminora para entrar en ella, simplemente por instinto, por seguridad.

Cuando está saliendo de ella acelera un poco, apenas es un leve roce sobre el pedal del acelerador. Y sin previo aviso, sin entender cómo ni por qué, ante usted aparece algo que avanza rápido contra su coche, contra su familia.  

En cuestión de segundos, quizá menos, debe decidir qué hacer. Por el carril izquierdo baja un coche; de frente viene la bicicleta; por lo que su única opción o al menos la que toman sus manos en ese breve instante, es dar un volantazo hacia el arcén derecho.

Las imágenes dejan de tener sentido, todo da vueltas en su cabeza y solo le llegan diferentes sonidos. Escucha el chirriar de la dirección; el grito ahogado de su esposa llamándole; la vibración del pedal del freno mientras lo pisa con fuerza, con pánico. Un crujido de huesos que en ese momento no entiende, pero que después descubrirá que era el cuello de su hijo rompiéndose. Y un choque. Un golpe sordo que precede al mayor de los silencios.

Aturdido se gira hacia su mujer, la llama, seguramente gritando porque un agudo pitido le impide escuchar su propia voz. Cristales es lo primero que ve, después la sangre, hay demasiada, piensa. Olvidando el dolor que siente se vuelve hacia ella, intenta alcanzarla, tomarla entre sus brazos. Lucha contra el cinturón y en ese momento se queda paralizado, el miedo le cubre con su fúnebre telón de oscuridad y, mira.

Observa con horror la escena que hay ante usted, es como si la viera desde fuera, como si en realidad no estuviera allí. «Esto no es real, no es real ¡Despierta idiota! no es real».  Se lo repite una y otra vez con la esperanza de que solo sea un mal sueño. Deseando que la rama de ese árbol no esté atravesando el pecho de su esposa, de que la imagen de su cuerpo inerte desaparezca con solo abrir los ojos. Pero no  se despierta, sigue allí sentado, en ese maldito coche, atrapado por el cinturón que no le deja moverse.

Aterrorizado retuerce su cuerpo buscando a su hijo. La cabecita recae sobre su pecho, la dulzura de su rostro le hace parecer dormido, en paz. No se mueve, y la postura en la que esta girado su cuello le produce un nudo en la garganta.

Las voces lejanas empiezan a devolverle al presente. Las lágrimas resbalan por su rostro, mientras siente como las fuerzas le abandonan. Quiere cerrar los ojos, dejarse llevar por la oscuridad, pero…no puede dejarlos así. Tiene que sacarlos de ahí, ponerlos a salvo, decirles que los quiere, que lo siente.

Todo se llena de luces, de gente que va y viene de un lado para otro. Alguien le está hablando, pero no consigue entender lo que dice.

— Señor, no puede acercarse — es lo que oye una y otra vez.

Solo quiere saber cómo esta su mujer y su hijo, pero nadie le dice nada. Le apartan impidiendo que se acerque al coche incrustado contra ese árbol de ancho tronco.

Llora, grita…maldice…

Y ahora le pregunto padre ¿Cómo razona después de ese martillazo? ¿Cómo explica al policía que tiene delante, lo que ha ocurrido?

Sintiéndose completamente solo en medio de esa carretera, incapaz de hablar con claridad, mezclado el torbellino de palabras que se asoman a su boca, intenta explicarse. Pero nadie le cree, porque es evidente que usted es el martillo. El que ha golpeado sin piedad al indefenso clavo.

«Negligencia por ambas partes» Dijeron. El único testigo, el otro coche, siguió su camino tras el accidente. Haciendo que la palabra de aquel grupo de ciclistas se impusiera a la mía, y lo mejor de todo es que debo dar gracias por no estar en la cárcel.

Mi verdad ya no importa, pero se la contaré de igual modo. De manera imprudente ese hombre invadió mi carril para adelantar al otro coche. Sin pararse a pensar en el peligro de su maniobra, ni las consecuencias. Gracias a sus actos, ahora solo me queda un ramo de flores secas atadas a una cruz en medio de un arcén.

Por eso no pude dejarlo pasar.

Por eso a medida que lo pienso, que los recuerdos de esa mañana acuden a mí como una pesadilla repetitiva e hiriente, mi ira crece, se reproduce insaciable, haciendo que arda entre las llamas de la venganza. Y armado de crueldad me siento tras el volante. Vuelvo una y otra vez a esa carretera y espero.

Buscando la manera de saciarme cambié de técnica. Lo hice más personal, aunque eso implicara manchase las manos.

Mi padre siempre decía que el secreto de todo es la paciencia, que si eres capaz de aliarte con ella, podrás ver y escuchar lo que otros no pueden.

El atropello de los diez primeros me había dado experiencia en ese aspecto: de sus reacciones, de las lesiones que les ocasionaba el choque, de la velocidad que solo los malhería o los mataba.

Así es que espero pacientemente. Las horas carecen de importancia, el tiempo ya no significa nada para mí. Cuando uno de ellos aparece en mi retrovisor, solo tengo que seguirle hasta estar seguro de que nadie más pasa por allí. Entonces les atropello.

No crea que es tan sencillo, debe llevarse la velocidad adecuada para ello. Si va muy rápido, lo más probable es que el cuerpo salga despedido por los aires hacia atrás. En cambio si va demasiado despacio, los hace caer al suelo y es muy fácil pasarlos por encima. Hay que ser comedido, no dejarse llevar por la emoción del momento una vez fijas la presa.

Pero he conseguido encontrar el punto justo padre. Quedan sobre el capó, con suerte se golpean la cabeza y pierden el conocimiento. Pero cuando eso no pasa, te miran a través del cristal aturdidos; como intentando entender lo que esta pasado; completamente paralizados por el miedo. Y es entonces, en ese preciso instante, cuando en sus ojos puedo ver esa duda, ese « ¿Por qué a mí?».

A veces pienso que ni siquiera ven mi rostro, por su gesto sé que creen estar mirando fijamente a la mismísima muerte. Y lejos de quitarles esa idea, dejo que lo crean, porque de igual modo correrán la misma suerte que si fuera la parca.

Los llevo hasta el arcén y frenado bruscamente los hago caer al suelo. Siempre bajo del coche con mi barra de hierro, como ya le he dicho algunos siguen conscientes tras el choque.

Les quito el casco y golpeo sus cráneos, una vez más, ni muy fuerte, ni demasiado flojo. No quiero matarlos solo dejarlos fuera de juego durante un rato. Deposito sus cuerpos dentro del maletero, las bicicletas entre los asientos y tal y como vine, me marcho de allí.

Apenas es media hora de trayecto hasta el almacén. Era artista ¿Sabe? Hacía esculturas, pero desde hace unos años había perdido la ilusión con la que trabajaba al principio. Ahora en cambio, he recuperado la pasión con la que esculpía cuando era un joven y prometía.

Una vez los tumbo en la mesa de chapa les inyecto un paralizante. La primera parte es la más desagradable. Toda esa sangre manando sin piedad de sus cuerpos, llenando todo de ese rojo apagado y oleoso, que gotea y pringa allí donde cae.

Con un cúter corto la piel, músculos y nervios de brazos y piernas. A veces se despiertan de repente, no dura mucho, pero lo suficiente como para que sus gritos resuenen por toda la nave. Después, debido a la gran cantidad de sangre que han perdido, se desmayan.

Retiro la piel con cuidado para dejar los huesos visibles, no quiero estropearla, arruinaría mi obra. Con una cizalla corto los huesos: los brazos por la articulación del hombro; en el caso de las piernas corto el fémur dejando la parte que lo une a la cadera.

Una vez me he deshecho de los huesos, solo tengo que introducir las barras de aluminio en su lugar. Las suelo tener ya preparadas y moldeadas para que queden exactamente como deseo. Los detalles son muy importantes padre. Tan necesarios que le confieso que el aluminio que utilizo, son barras desguazadas de bicicletas que encuentro en vertederos.

Lo más trabajoso es la parte de la costura, nunca he sido capaz ni de coserme un botón, por lo qué mis puntadas son cuanto menos desastrosas. Quizás también lo complique el hecho de que en vez de hilo, uso un fino alambre.

Por último, los coloco en el asiento del copiloto. Conduzco hasta el mismo tramo de carretera donde los atropellé, a esas horas de la noche el único testigo de mis actos es la oscuridad. Dejo las luces del coche encendidas para poder ver, y comienzo a montar mi gran obra maestra.

Saco la bicicleta y la pongo en el arcén. Cargar con el cuerpo es algo más complicado, entre el «Peso muerto» y la rigidez pos mortem, se convierte en una verdadera prueba de fuerza.

Una vez he terminado, reconozco que me quedo un rato admirando mi trabajo. Le aseguro padre, que parecen estar vivos. Montados en sus bicicletas; con los pies colocados a mitad de una pedalada; el cuerpo inclinado hacia delante, buscando una velocidad que sin duda no hallarán; camino de una ruta eterna, de la que nunca verán el final».

— ¿Sigue ahí padre?

Mirando entre los dibujos de la madera buscó el rostro del sacerdote.

— ¿Por qué me cuentas todo esto hijo? —dijo el cura sin creer lo que acababa de escuchar.

— Porque la ira es uno de los siete pecados capitales ¿No es así?

— Así es, pero no hay arrepentimiento en tus palabras. No sé qué has venido a buscar aquí, porque está claro que no es el perdón.

— He venido a pedirle un favor. A rogarle que haga llegar un mensaje por mí.

— ¿Qué mensaje es ese, que te hace venir a la casa del Señor y confesar tus crímenes creyéndote impune de ellos?

— Sé que mi alma está perdida, que solo me espera la condena eterna, el infierno. Y lo acepto satisfecho, padre. No vengo a pedir clemencia, como bien ha dicho, tampoco busco el perdón. Ni siquiera puedo prometerle que dejaré de matar. Pero consciente de mi suerte, le ruego que cuando se reúna con El Creador, cuando llegue a ese cielo del que hablan, busque a mi esposa y mi hijo. Búsquelos, dígales que lo siento y, que les quiero.  

— ¡A dónde crees que vas! — gritó el sacerdote saliendo del confesonario tras él.— No permitiré que sigas matando gente.

— Sí, sí que lo hará padre. Por esa razón le elegí a usted. Sé que hará llegar mi mensaje y guardará mi secreto.

— ¿Cómo estas tan seguro de ello? Debes parar, aún estas a tiempo de expiar tus pecados, de salvar tu alma del fuego eterno.

— No padre, solo la muerte puede pararme — dijo dándole la espalda al clérigo.

Tras unos pasos se detuvo en seco.

— Y no lo olvide padre…

— ¿El qué? — espetó el cura.

— El secreto de confesión que le convierte en cómplice. 

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s en estar mirando fijamente a la mismísima muerte es a la muerte a la  ese ocimiento, te mi




 s en estar mirando fijamente a la mismísima muerte es a la muerte a la  ese ocimiento, te mi