Advertencia: Algunas de las escenas narradas en este relato pueden ser violentas o desagradables, por lo que podrían herir la sensibilidad del lector.Cualquier parecido con la realidad es meramente casual. Esta historia y sus personajes son totalmente ficticios.
IRA
Sentado
en una de las bancas de la catedral, miró al Cristo que se alzaba ante él.
Observó con detenimiento su rostro marcado por el dolor, y quiso saber que fue
lo que sintió en ese mismo instante, justo cuando sus verdugos amartillaban con
violencia aquellos clavos que lentamente se hundían en su piel.
Miró
hacia los lados asegurándose de que los desgarrados gritos que oía, solo
estaban en su cabeza. Retales de unos recuerdos que hicieron que sonriera.
Los
llamativos colores de las cristaleras empezaban a apagarse, el sol caía. Se
levantó del banco y la pulida madera crujió ante la ausencia de su peso. Avanzó
por el pasillo central, haciendo que el eco de sus pasos rompiera el silencio
reinante.
Mientras
se aproximaba al confesonario echó la vista atrás; ya no quedaba nadie dentro
de la catedral. Se arrodilló frente a la pequeña ventana de enrejada madera con
forma de rombos.
—
Ave María Purísima —dijo en un ronco susurro.
Una
puertezuela corrediza se abrió desde el interior del habitáculo, dejando que el
perfil de una cara se desdibujara entre los huecos del ventanuco.
—
Sin pecado concebida.
—
Perdóneme padre porque he pecado.
—
Cuéntame hijo mío ¿Qué es lo que has hecho?
—
No sé muy bien por dónde empezar padre, es la primera vez que hago esto.
—
¿Por qué no lo haces por el principio?
—
Bien… Le contaré como maté a esos diecisiete hombres…
«Yo
era un hombre decente, trabajador, quiero creer que también un buen padre y
marido. Pero es curioso como de repente un día el cielo se torna gris y, sin
ton ni son se desata la tormenta.
Jamás
fui violento, es más, a veces me era más sencillo huir de los conflictos que
enfrentarlos de cara. Pero cuando a un hombre le arrancan su razón de vida, el
motivo de su existencia, es difícil mirar hacia otro lado.
Empezó
siendo una fantasía, una voz en mi interior me decía que aquello estaba mal,
pero la razón, el dolor y sobretodo la ira, me gritaban que era lo justo «Ojo por ojo, diente por diente».
Al
principio solo me apostaba en aquella carretera, paraba en el arcén y pasaba
allí las tardes. Poco después también lo hacía por las mañanas, hasta que sin
darme cuenta pasaba los días enteros aparcado en aquel lugar.
Los
veía pasar con sus bicicletas por esa estrecha carretera de doble sentido,
haciéndose dueños y señores de ella. Algunos coches reducían la marcha
cohibidos por la línea continua, otros, en cambio, hartos de aguantar el lento
avance de los ciclistas, la rebasaban poniendo en peligro su vida y la del
posible vehículo que viniera de frente. Cuando esto ocurría, ellos,
completamente convencidos de su derecho a circular como los demás, se quejaban,
a veces incluso pude ver como insultaban y mostraban su dedo corazón a aquellos
conductores. Y entonces sentía el zarpazo de la ira rasgándome desde lo más
profundo, haciéndome recordar lo que perdí por su culpa, abriendo las heridas
aún sangrantes de mi cuerpo.
Le
aseguro que intenté olvidarlo, seguir con mi vida, aunque ya no la tuviera. Pero
aquellas flores marchitas por el paso de los días, me traían el recuerdo de
tiempos felices. La risa de mi pequeño mientras le hacía cosquillas; los besos
de mi esposa al despertar cada mañana; las tardes en familia que ahora suenan
como canciones olvidadas de las que oyes la música, pero has olvidado la letra.
Y
el mal fue creciendo en mi interior, apoderándose de mí como un veneno que
avanza de manera inexorable. Me dejé atrapar por él, ni siquiera opuse
resistencia. En el fondo deseaba que aquellas fantasías se hicieran realidad.
La
primera vez podría decirse que fue casi sin querer, no me di cuenta de lo que
estaba haciendo hasta que aquel cuerpo impactó contra la luna de mi coche. El
sonido del aluminio al ser arrastrado por el parachoques delantero; la figura
fosforescente de ese hombre, coleando como un pez atrapado por el anzuelo del
pescador sobre el capó. Era incapaz de pisar el freno, no quería parar, solo
saciar esa sed de venganza que secaba mi garganta.
Durante
un tiempo parecía bastar, mantenía a raya esa ira que controlaba mi ser. Así
maté a diez. Iba y venía por aquella carretera esperando que alguno se cruzara
en mi camino, y cuando pasaba, solo tenía que pisar el acelerador.
Pero
como un drogadicto de la muerte, empezó a saberme a poco. Necesitaba más.
Ansiaba esa liberación de pensamientos dolorosos que me proporcionaba arrebatar
esas vidas. Aquella manera tan indirecta de asesinarlos ya no me saciaba.
Sé
lo que está pensando. Que todas esas personas a las que he matado no tenían
culpa de nada, pero ¿Y mi familia? ¿Qué culpa tenían ellos padre?
En
mis años de conductor jamás tuve un golpe ¡Qué demonios! ni siquiera una mísera
multa. Pero cuando ocurrió, ¿sabe qué pasó? Lo primero fue un control de
alcoholemia, seguido de un test de drogas. La culpa siempre es del coche ¿De
quién si no, verdad? Desde un principio me convertí en el primer y único
culpable. Para colmo encubriéndose entre ellos, uno a uno de los que formaban
el pelotón que le seguían, me fueron
señalando con el dedo, había sido el monstruo de hierro el que se había
abalanzado sobre los indefensos ciclistas.
Nadie
te escucha una vez quedas sentenciado, cuando todos jueces improvisados, asumen
el poder de juzgar sin necesidad de oír nada más.
Y
yo le pregunto ¿Alguna vez mientras clavaba un clavo, se ha golpeado el dedo? Y
al hacerlo, ¿fue capaz de razonar con claridad? ¿de responder claramente como
había pasado? Puede que usted no padre, pero la mayoría soltamos improperios,
maldecimos sin descanso, y le aseguro que todos coincidiremos, en que la culpa
es del martillo.
Imagínese
conduciendo tranquilamente por una carretera, cantando a coro con su mujer y su
hijo la canción que suena en la radio. Es temprano y se dirige a pasar un día
en familia. No hay demasiado tráfico y no rebasa los noventa kilómetros que
marca la vía, es una zona con bastantes curvas y es fácil invadir el carril
contrario si va demasiado deprisa.
Va
con la mirada clavada al frente, es consciente de la responsabilidad que lleva
entre las manos, un fallo y todo su mundo podría convertirse en un amasijo de
hierros y sangre. Una señal le avisa de que se aproxima a una curva muy
cerrada, aminora para entrar en ella, simplemente por instinto, por seguridad.
Cuando
está saliendo de ella acelera un poco, apenas es un leve roce sobre el pedal
del acelerador. Y sin previo aviso, sin entender cómo ni por qué, ante usted
aparece algo que avanza rápido contra su coche, contra su familia.
En
cuestión de segundos, quizá menos, debe decidir qué hacer. Por el carril
izquierdo baja un coche; de frente viene la bicicleta; por lo que su única
opción o al menos la que toman sus manos en ese breve instante, es dar un
volantazo hacia el arcén derecho.
Las
imágenes dejan de tener sentido, todo da vueltas en su cabeza y solo le llegan
diferentes sonidos. Escucha el chirriar de la dirección; el grito ahogado de su
esposa llamándole; la vibración del pedal del freno mientras lo pisa con
fuerza, con pánico. Un crujido de huesos que en ese momento no entiende, pero
que después descubrirá que era el cuello de su hijo rompiéndose. Y un choque.
Un golpe sordo que precede al mayor de los silencios.
Aturdido
se gira hacia su mujer, la llama, seguramente gritando porque un agudo pitido
le impide escuchar su propia voz. Cristales es lo primero que ve, después la
sangre, hay demasiada, piensa. Olvidando el dolor que siente se vuelve hacia
ella, intenta alcanzarla, tomarla entre sus brazos. Lucha contra el cinturón y
en ese momento se queda paralizado, el miedo le cubre con su fúnebre telón de
oscuridad y, mira.
Observa
con horror la escena que hay ante usted, es como si la viera desde fuera, como
si en realidad no estuviera allí. «Esto
no es real, no es real ¡Despierta idiota! no es real». Se lo repite una y otra vez con la esperanza
de que solo sea un mal sueño. Deseando que la rama de ese árbol no esté
atravesando el pecho de su esposa, de que la imagen de su cuerpo inerte
desaparezca con solo abrir los ojos. Pero no
se despierta, sigue allí sentado, en ese maldito coche, atrapado por el
cinturón que no le deja moverse.
Aterrorizado
retuerce su cuerpo buscando a su hijo. La cabecita recae sobre su pecho, la
dulzura de su rostro le hace parecer dormido, en paz. No se mueve, y la postura
en la que esta girado su cuello le produce un nudo en la garganta.
Las
voces lejanas empiezan a devolverle al presente. Las lágrimas resbalan por su
rostro, mientras siente como las fuerzas le abandonan. Quiere cerrar los ojos,
dejarse llevar por la oscuridad, pero…no puede dejarlos así. Tiene que sacarlos
de ahí, ponerlos a salvo, decirles que los quiere, que lo siente.
Todo
se llena de luces, de gente que va y viene de un lado para otro. Alguien le
está hablando, pero no consigue entender lo que dice.
—
Señor, no puede acercarse — es lo que oye una y otra vez.
Solo
quiere saber cómo esta su mujer y su hijo, pero nadie le dice nada. Le apartan
impidiendo que se acerque al coche incrustado contra ese árbol de ancho tronco.
Llora,
grita…maldice…
Y
ahora le pregunto padre ¿Cómo razona después de ese martillazo? ¿Cómo explica
al policía que tiene delante, lo que ha ocurrido?
Sintiéndose
completamente solo en medio de esa carretera, incapaz de hablar con claridad,
mezclado el torbellino de palabras que se asoman a su boca, intenta explicarse.
Pero nadie le cree, porque es evidente que usted es el martillo. El que ha
golpeado sin piedad al indefenso clavo.
«Negligencia por ambas
partes» Dijeron. El único testigo, el otro coche, siguió su
camino tras el accidente. Haciendo que la palabra de aquel grupo de ciclistas
se impusiera a la mía, y lo mejor de todo es que debo dar gracias por no estar
en la cárcel.
Mi
verdad ya no importa, pero se la contaré de igual modo. De manera imprudente ese
hombre invadió mi carril para adelantar al otro coche. Sin pararse a pensar en
el peligro de su maniobra, ni las consecuencias. Gracias a sus actos, ahora
solo me queda un ramo de flores secas atadas a una cruz en medio de un arcén.
Por
eso no pude dejarlo pasar.
Por
eso a medida que lo pienso, que los recuerdos de esa mañana acuden a mí como una
pesadilla repetitiva e hiriente, mi ira crece, se reproduce insaciable,
haciendo que arda entre las llamas de la venganza. Y armado de crueldad me
siento tras el volante. Vuelvo una y otra vez a esa carretera y espero.
Buscando
la manera de saciarme cambié de técnica. Lo hice más personal, aunque eso
implicara manchase las manos.
Mi
padre siempre decía que el secreto de todo es la paciencia, que si eres capaz
de aliarte con ella, podrás ver y escuchar lo que otros no pueden.
El
atropello de los diez primeros me había dado experiencia en ese aspecto: de sus
reacciones, de las lesiones que les ocasionaba el choque, de la velocidad que
solo los malhería o los mataba.
Así
es que espero pacientemente. Las horas carecen de importancia, el tiempo ya no significa
nada para mí. Cuando uno de ellos aparece en mi retrovisor, solo tengo que
seguirle hasta estar seguro de que nadie más pasa por allí. Entonces les
atropello.
No
crea que es tan sencillo, debe llevarse la velocidad adecuada para ello. Si va
muy rápido, lo más probable es que el cuerpo salga despedido por los aires
hacia atrás. En cambio si va demasiado despacio, los hace caer al suelo y es
muy fácil pasarlos por encima. Hay que ser comedido, no dejarse llevar por la
emoción del momento una vez fijas la presa.
Pero
he conseguido encontrar el punto justo padre. Quedan sobre el capó, con suerte
se golpean la cabeza y pierden el conocimiento. Pero cuando eso no pasa, te
miran a través del cristal aturdidos; como intentando entender lo que esta
pasado; completamente paralizados por el miedo. Y es entonces, en ese preciso
instante, cuando en sus ojos puedo ver esa duda, ese « ¿Por qué a mí?».
A
veces pienso que ni siquiera ven mi rostro, por su gesto sé que creen estar
mirando fijamente a la mismísima muerte. Y lejos de quitarles esa idea, dejo
que lo crean, porque de igual modo correrán la misma suerte que si fuera la
parca.
Los
llevo hasta el arcén y frenado bruscamente los hago caer al suelo. Siempre bajo
del coche con mi barra de hierro, como ya le he dicho algunos siguen
conscientes tras el choque.
Les
quito el casco y golpeo sus cráneos, una vez más, ni muy fuerte, ni demasiado
flojo. No quiero matarlos solo dejarlos fuera de juego durante un rato.
Deposito sus cuerpos dentro del maletero, las bicicletas entre los asientos y
tal y como vine, me marcho de allí.
Apenas
es media hora de trayecto hasta el almacén. Era artista ¿Sabe? Hacía
esculturas, pero desde hace unos años había perdido la ilusión con la que
trabajaba al principio. Ahora en cambio, he recuperado la pasión con la que
esculpía cuando era un joven y prometía.
Una
vez los tumbo en la mesa de chapa les inyecto un paralizante. La primera parte
es la más desagradable. Toda esa sangre manando sin piedad de sus cuerpos,
llenando todo de ese rojo apagado y oleoso, que gotea y pringa allí donde cae.
Con
un cúter corto la piel, músculos y nervios de brazos y piernas. A veces se
despiertan de repente, no dura mucho, pero lo suficiente como para que sus
gritos resuenen por toda la nave. Después, debido a la gran cantidad de sangre
que han perdido, se desmayan.
Retiro
la piel con cuidado para dejar los huesos visibles, no quiero estropearla,
arruinaría mi obra. Con una cizalla corto los huesos: los brazos por la
articulación del hombro; en el caso de las piernas corto el fémur dejando la
parte que lo une a la cadera.
Una
vez me he deshecho de los huesos, solo tengo que introducir las barras de
aluminio en su lugar. Las suelo tener ya preparadas y moldeadas para que queden
exactamente como deseo. Los detalles son muy importantes padre. Tan necesarios
que le confieso que el aluminio que utilizo, son barras desguazadas de
bicicletas que encuentro en vertederos.
Lo
más trabajoso es la parte de la costura, nunca he sido capaz ni de coserme un
botón, por lo qué mis puntadas son cuanto menos desastrosas. Quizás también lo
complique el hecho de que en vez de hilo, uso un fino alambre.
Por
último, los coloco en el asiento del copiloto. Conduzco hasta el mismo tramo de
carretera donde los atropellé, a esas horas de la noche el único testigo de mis
actos es la oscuridad. Dejo las luces del coche encendidas para poder ver, y
comienzo a montar mi gran obra maestra.
Saco
la bicicleta y la pongo en el arcén. Cargar con el cuerpo es algo más
complicado, entre el «Peso muerto» y
la rigidez pos mortem, se convierte en una verdadera prueba de fuerza.
Una
vez he terminado, reconozco que me quedo un rato admirando mi trabajo. Le
aseguro padre, que parecen estar vivos. Montados en sus bicicletas; con los
pies colocados a mitad de una pedalada; el cuerpo inclinado hacia delante,
buscando una velocidad que sin duda no hallarán; camino de una ruta eterna, de
la que nunca verán el final».
—
¿Sigue ahí padre?
Mirando
entre los dibujos de la madera buscó el rostro del sacerdote.
—
¿Por qué me cuentas todo esto hijo? —dijo el cura sin creer lo que acababa de
escuchar.
—
Porque la ira es uno de los siete pecados capitales ¿No es así?
—
Así es, pero no hay arrepentimiento en tus palabras. No sé qué has venido a
buscar aquí, porque está claro que no es el perdón.
—
He venido a pedirle un favor. A rogarle que haga llegar un mensaje por mí.
—
¿Qué mensaje es ese, que te hace venir a la casa del Señor y confesar tus
crímenes creyéndote impune de ellos?
—
Sé que mi alma está perdida, que solo me espera la condena eterna, el infierno.
Y lo acepto satisfecho, padre. No vengo a pedir clemencia, como bien ha dicho,
tampoco busco el perdón. Ni siquiera puedo prometerle que dejaré de matar. Pero
consciente de mi suerte, le ruego que cuando se reúna con El Creador, cuando
llegue a ese cielo del que hablan, busque a mi esposa y mi hijo. Búsquelos, dígales
que lo siento y, que les quiero.
—
¡A dónde crees que vas! — gritó el sacerdote saliendo del confesonario tras él.—
No permitiré que sigas matando gente.
—
Sí, sí que lo hará padre. Por esa razón le elegí a usted. Sé que hará llegar mi
mensaje y guardará mi secreto.
—
¿Cómo estas tan seguro de ello? Debes parar, aún estas a tiempo de expiar tus
pecados, de salvar tu alma del fuego eterno.
—
No padre, solo la muerte puede pararme — dijo dándole la espalda al clérigo.
Tras
unos pasos se detuvo en seco.
—
Y no lo olvide padre…
—
¿El qué? — espetó el cura.
—
El secreto de confesión que le convierte en cómplice.
©
s en
estar mirando fijamente a la mismísima muerte es a la muerte a la ese ocimiento, te mi
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estar mirando fijamente a la mismísima muerte es a la muerte a la ese ocimiento, te mi