Al
salir de la ducha Sátur se quedó un rato frente al espejo; le miró desafiante,
después alzó una ceja y girando un poco la cara quiso seducirlo. Pero aquel
desagradecido reflejo le respondió hiriendo sus sentimientos, mostrándole el
destello plateado de su pelo.
Se
observó con ojos críticos, excesivamente satíricos. Examinó con antipatía las
silenciosas huellas que dejan los años al pasar de puntillas, para que no
intentemos detener su avance. Su cuerpo ya no era el de antes a pesar de
levantarse cada día a las siete de la mañana para salir a correr; de mantener
con sudor y mucho esfuerzo esos músculos forjados a golpe de pesas, todas las
tardes en el gimnasio.
El
fantasma de los excesos regresaba ahora dispuesto a cobrarse las deudas de una
vida llena de lujos, caprichos, fiestas y demasiadas resacas. El olor de las
sesenta primaveras comenzaba a irritar la nariz de Sátur, un Peter Pan alérgico
al tiempo.
Llevaba
años viviendo de las arrugas de los demás, de aquellos que al igual que él
aborrecían el ciclo de la vida. Armado con un bisturí y una gran cantidad de bótox,
se había convertido en el guerrero de la eterna juventud, uno de los mejores
cirujanos plásticos del país. Gracias a su magia en el campo de la estética,
eran muchas las personas que estaban dispuestas a pagar por sus millonarias
intervenciones.
Al
principio todo había sido buena vida, vacaciones de ensueño, una mansión con su
cocinera y su jardinero. Un garaje repleto de deportivos de extravagantes
colores chillones, en resumen, una vida llena de éxito y abundancia. Pero al
igual que el inocente correr del agua desgasta a la piedra, el sutil tic tac de las manillas hace de los
minutos el enterrador de esa esencia de mocedad, que ni la mayor de las
fortunas puede cambiar por más tiempo en este mundo.
Se
casó con una baronesa de belleza tan artificial, como el amor que les unía. De
aquel contrato de conveniencia mutua, en el que se juraron riqueza eterna,
nacieron seis hijos, tres niñas y tres niños. La farsa no llegó al décimo
aniversario de boda, ya que alguien vio como la baronesa zarpaba en un yate
junto a su joven amante, desapareciendo para siempre en el horizonte de un día
cualquiera.
Incapaz
de convivir con aquellas seis criaturas, que le recordaban a su esposa huida y
sobre todo, el rápido avance del tiempo, tomó la decisión de mandarles a un
internado en Suiza y retomar así su vida en solitario.
Durante
años vivió sin preocupación alguna por nada que no fuera su cuerpo, llegando a tal
obsesión que dedicó todo su tiempo a la búsqueda de algo que detuviera el
envejecimiento. No encontró en el mundo cirujano que estirara la edad de su
rostro, pues él mismo se había situado en el primer puesto, descartado de esa
manera que cualquier otro pudiera hacerle las maravillas que hacían sus manos
con un escarpelo.
Invirtió
cantidades ingentes de dinero en una clínica privada de medicina alternativa
llamada El Porvenir. En aquel lugar
se estudiaba desde los beneficios rejuvenecedores de la ingesta de placenta
humana, hasta la genética de animales longevos, pasando por la criogenización y
la bien financiada, a la par que disparatada, idea de trasplantes cerebrales en
jóvenes fallecidos.
Pero
para impaciencia de Sátur, nada de aquello parecía funcionar o darle una
solución a corto plazo. El tiempo pasaba arrugando su felicidad, oxidando sus
articulaciones, convirtiendo el saber y los recuerdos en sutiles pliegues bajo
sus ojos.
Dejó
de operar para vivir de las rentas de su clínica, viajó compulsivamente para
conocer las tribus aborígenes de todo el mundo y sus ritos ancestrales. Cabalgó
a lomos de un tigre de bengala albino por su laberintico subconsciente. Copuló
con Ops, la diosa de la fertilidad, que le recordó la existencia de sus seis vástagos
y le retrotrajo a la oscuridad del vientre materno, para después mostrarle el
principio de todo, su propio nacimiento. Había perdido la cabeza por completo,
pero dentro de su locura creyó que los dioses le habían dado una solución.
Antes
de su sesenta cumpleaños convenció a Hestia, su hija mayor, de que debían retomar
relaciones y le pidió encarecidamente que volviera a casa con él. Siete meses
después hizo lo mismo con Deméter, su segunda hija, que al igual que su
hermana, no se tomó mucho tiempo para pensarlo y corrió en busca de aquel amor
paterno que le fue negado años atrás.
Cuando
Hera, la pequeña de las tres chicas decidió ir a la mansión, no encontró a ninguna de sus
hermanas. Pero si a un radiante Sátur, que más que alegrarse de verla la
examinó detenidamente como si se tratara de una de sus pacientes.
—¿Dónde
están Hestia y Deméter? Tengo muchas ganas de verlas.
—Cuando
lo siento mi niña. Tus hermanas han tenido que marcharse por temas de trabajo,
pero presiento que dentro de nada podrás
reunirte con ellas.
—Estás
muy cambiado, pareces más…
—¿Joven?
—dijo con una sonrisa presumida —La verdad es que este reencuentro familiar me
está rejuveneciendo. Hestia me revolvió un poco las tripas, supongo que al ser
la primera no sabía muy bien cómo hacerlo. No fue nada sencillo, pero al final
supimos entendernos en cuanto ella cedió y me dejó hacer.
»Con
Deméter fue algo más fácil, incluso me pareció saborear una dulzura que no experimente
en Hestia. Ella fue suave, tierna, casi como mantequilla que se deshace en la
boca. Mi azucarada niña…tan rica y apetecible como cuando era un bebé.
Hera
miró a Sátur confundida, en realidad no conocía de nada a aquel hombre, pero su
corazón latía frenético, ansioso, deseaba ese abrazo tantas noches soñado en la solitaria oscuridad de su cama en el
internado. Ignoró por completo el escalofrío que le producía aquel siniestro
brillo de los ojos de su padre y aceptó quedarse unos días con él.
A
las setenta y dos horas de su llegada a aquella casa, Hera descubrió que quizás
había idealizado el recuentro con su padre. Cada vez le costaba más desoír el aviso de peligro que le enviaban sus
sentidos, ya no le parecía tan buena idea permanecer más tiempo allí.
—¿Puedes
venir a buscarme? Aquí pasa algo extraño y papá está muy raro…
—Hera,
papá siempre ha sido...peculiar —dijo Zeus desde el otro lado de la línea
telefónica.
—Lo
digo en serio, ven a por mí. He intentado hablar con Hades y Poseidón, pero no
me cogen el teléfono y eso no es lo más raro, cuando les llamé, estoy segura de
que escuché sonar el móvil de Hades en algún lugar de esta casa.
—¿No
será que estas un poco tensa? Sigo sin entender para que has ido a verle.
—Zeus,
te digo que aquí ocurre algo extraño ¿Tanto te cuesta venir a por mí y punto?
—Está
bien, iré a por ti y me deberás un favor bien grande. Salgo ya, pero estas en
el culo del mundo, no llegaré hasta mañana.
—De
camino intenta hablar con Hestia y Deméter, tampoco he podido localizar a
ninguna de las dos y…
—¡Ah,
estas aquí! ¿Con quién hablas?
La
voz de Sátur sobresaltó a Hera, que de la impresión dejó escapar el móvil de
entre sus dedos y vio cómo se desarmaba en varias piezas al impactar contra el
suelo.
—Vaya
susto me has dado papá. Hablaba con el contestador de Poseidón ¿Tú sabes algo
de él, te ha llamado? —dijo Hera agachándose para recoger el teléfono, o más
bien para ocultar la mentira y el temor de sus ojos.
—No,
no sé nada de tus hermanos, tengo intención de darles otra oportunidad, pero
una vez se congela la carne, es decir una relación, esta pierde gran parte de
su sabor y cuesta volver a encontrarle el gusto.
—¿Perdona
decías? —dijo incorporándose tras alcanzar la batería, que había ido a parar
bajo una vieja vitrina de madera.
Sátur
se acercó a Hera con ternura y con ambas manos acarició las sonrojadas mejillas
de su hija.
—Decía,
que será un placer darme un atracón con todos vosotros. Nada une más que una
buena comilona en familia. Además, me estáis devolviendo la juventud.
A
la mañana siguiente Zeus tocó con insistencia el aldabón de la puerta
principal, haciendo que los golpes retumbaran por toda la casa. A voz en grito
llamó a Hera un par de veces, hasta que escuchó como unos pasos apresurados se
acercaban al portalón de entrada.
—¡Vete!
¡Márchate antes de que él te vea! —susurró una voz tras la puerta.
—¿Hebe?
Ábrame, vengo a buscar a Hera. Déjeme entrar.
La
anciana sirvienta abrió una pequeña rendija por la que asomó la mirada de un
ojo temeroso.
—Niño
necio y desobediente. Te digo que te vayas de aquí ¡largo! O correrás la misma
suerte que ellos…
Zeus
empujó la puerta con rabia haciendo que Hebe cayera al suelo de espaldas.
—¡Hera!
¡Hera, donde estás! ¿Y mi hermana? —dijo mirando a la mujer.
Hebe
se tapó la cara con sus ajadas manos, de articulaciones huesudas y piel
blancuzca surcada de venas.
—La
buscaré yo mismo.
Zeus
echó a correr escaleras arriba llamado a Hera, iba abriendo toda aquella puerta
con la que se encontraba y maldiciendo cada habitación vacía. Al regresar a la
primera planta, justo cuando iba a entrar en la cocina, Sátur salió al
encuentro del menor de sus hijos.
Durante
unos segundos solo se escuchó el vaivén de la puerta batiente. Zeus retrocedió de
manera involuntaria al mismo tiempo que olvidaba respirar. Frente a él Sátur,
aunque bien podría haber sido cualquier otra persona. Una mascarilla blanca le
cubría gran parte del rostro, entre sus manos enguantadas en látex un bisturí y
unas pinzas quirúrgicas. Pero lo que provocó que la piel de Zeus se erizara y
casi perdiera el equilibrio al fallarle las piernas, fue aquel delantal de PVC del que la sangre
goteaba cayendo al encerado suelo de mármol.
Recuperando
el aliento, Zeus se obligó a reaccionar. Se abalanzó sobre su padre, pero solo
para apartarle en su avance hacia el interior de la cocina.
—¡Hera,
estoy aquí! —gritó con desesperación más que con espíritu de salvador.
Su
atropellada entrada le llevó a tropezar, primero con sus propios pies, después
con el plástico transparente que cubría todo el suelo de la sala, haciéndole
aterrizar sobre una pequeña mesa de comedor. La imagen que le ofrecieron sus
ojos hizo que la esperanza le abandonara dando un portazo al marcharse.
Sobre
la encimera de la cocina, bajo varias lámparas de quirófano, al fin encontró a
su hermana o más bien, lo que quedaba de ella. Hera, había sido cuidadosamente
rebanada, su piel loncheada estaba extendida sobre bandejas metálicas
repartidas por gran parte de la cocina y sus órganos, apartados en la pila
llena de hielo.
Zeus
observó incrédulo el esqueleto de su hermana, al mismo tiempo que los ojos de
Hera parecían devolverle la mirada, si, su rostro permanecía intacto, su padre
había cortado solo de cuello para abajo.
Un
fuerte pinchazo en la espalda hizo que Zeus recordara donde estaba, aunque ya
era demasiado tarde, Sátur había inyectado un paralizante en las venas de su
hijo menor. Como le vaticinó Hebe, Zeus correría la misma suerte que todos sus
hermanos.
Así
es como Saturno, convencido de que engañaría al tiempo y que dejaría de envejecer
porque los dioses le habían confiado el secreto de la eterna juventud, devoró
uno a uno a sus seis hijos.
Saturno
terminó muriendo a manos de la vejez, pero no de la que él tanto intentó
escapar. Hebe la anciana sirvienta, que se sentía incapaz de vivir con la culpa
de no haber hecho nada, envenenó la preciada carne de vástago, concediendo a Sátur
su gran y único deseo, detener el tiempo para siempre.
©
Este relato esta inspirado en el siguiente cuadro:
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Cuadro de Goya "Saturno devorando a su hijo". Imagen tomada y editada por El Escondite de las Sombras (Kassandra Díaz).© |