domingo, 24 de diciembre de 2017

LA LEYENDA DE CLAUS



Christian era un niño inquieto y en ocasiones algo travieso. El año pasado había seguido las reglas: se había portado bien con sus padres, solía recoger su cuarto cuando su madre se lo pedía, y había hecho todo los deberes que mandaba la profesora.

Por eso se quedó sorprendido la mañana de Navidad, al descubrir lo que el viejo Santa había dejado bajo el árbol para él: un pijama nuevo que no estaba en su lista; unas deportivas azul oscuro que no eran las que quería; un par de jerséis y calcetines  y un libro para el que se creía ya mayor.

Enfadado con sus regalos y por supuesto con Santa Claus, se convenció de que  haber sido bueno no había servido de nada.

Desoyendo la vieja historia que su abuelo siempre le contaba, y dispuesto a pedir explicaciones, durante todo el año había trazado un plan para enfrentarse a Santa. «Ya soy todo un hombre» se decía a si mismo, orgulloso de sus ocho años. «No temo a lo que el viejo pueda hacerme si le pillo entrando por la chimenea».

El abuelo Abraham cada diciembre desde que era pequeño, le contaba la misma historia. Dicha leyenda decía que sí un niño se levantaba en mitad de la noche con la intención de descubrir a Santa Claus dejando los regalos, este enfadado le metía en su saco rojo y se le llevaba con él. Nadie sabía qué pasaba con aquellos niños, sólo que no regresaban jamás.

La noche del veinticuatro de diciembre llegó y con ella la hora de acostarse. Christian dejó un vaso de leche y unas galletas en una mesita cercana al abeto. Se despidió de sus padres dándoles las buenas noches y se metió en la cama.

Lejos de dormirse y preparado para entrar en acción, aguardó atento bajo las mantas. Esperó y esperó hasta el borde de la desesperación. Cuando casi estaba a punto de ser vencido por Morfeo, un ruido de algo pesado cayendo sobre el tejado de la casa le hizo abrir los ojos de par en par.

Con sumo cuidado giró el pomo de la puerta, para después abrirla muy despacio evitando así que las bisagras chirriaran. Sus pies descalzos descendieron sigilosos por los fríos escalones de madera.

Oculto en la oscuridad de la noche avanzó hacía el salón. Sin duda alguien trasteaba por él. No pudo evitar que una sonrisa pícara se dibujara en su rostro al oír como los dientes de aquel extraño trituraban las galletas que él había dejado.

Avanzando de puntillas llegó hasta el marco de la puerta, donde con muchísima cautela se asomó. «¡Ahí está!» se dijo sintiendo el retumbar de su acelerado corazón. De un salto se plantó en medio de la puerta.

— ¡Te pillé viejo! Si vienes con calcetines y libros será mejor que los vuelvas a meter en tu asqueroso saco! ¡Quiero mi maldito dron, seguro que ahí dentro llevas alguno, ya lo estas sacando gordinflón!

— ¡Niño insolente! No dejaré ningún regalo a un niño tan mal hablado que además no está donde debería estar. Pagarás tu travesura pequeño diablo, desearás haber estado en la cama como los demás.

Una brillante luz cegadora iluminó todo el salón obligando a Christian a cerrar los ojos y cubrirse el rostro. Sintió como la ingravidez envolvía su cuerpo y se sintió volando dentro de un tornado de luces y viento  que en segundos le mareó, hasta que finalmente perdiendo el sentido se dejó abrazar por la más absoluta de las oscuridades.

Aún mareado, volvió a recuperar la consciencia. Por unos minutos dudó si moverse o no. Tendido en el suelo en posición fetal luchó contra el miedo que sentía y abrió los ojos. Aquel lugar era muy extraño. Sus paredes eran amarillas y parecían de cristal. A lo lejos y con la mirada desenfocada, percibió movimiento.

Cuando con decisión se disponía a ponerse de pie, un fuerte brote de pánico y vértigo golpeó su pecho. ¡El suelo también era de cristal! Paralizado, observó los metros que le separaban del suelo. Creyéndose en un horrible sueño, se frotó los ojos antes de volver a inspeccionar el habitáculo en el que se encontraba. A cada paso que daba, la habitación oscilaba levemente de un lado a otro. Golpeó el amarillento cristal intentando llamar la atención de aquellos pequeños seres que trabajaban mecánicamente. Parecían… ¡Elfos!

—¿Dónde diantres estoy? — gritó malhumorado.

—¿Te levantaste para verle, verdad? —dijo la niña de pelo rojo y dos coletas, que colgaba en el interior de una bola verde cerca de él. — Ahora como todos nosotros, formas parte de su árbol.

 —¿De su árbol? ¿Qué quieres decir?

 — Somos sus adornos de su Navidad. Estás dentro de una de esas bolas de colores que cuelgan de su árbol.

Miró a su alrededor y descubrió que prendidos de cada rama de aquel inmenso abeto había cientos de niños presos al igual que él, en pequeñas celdas esféricas de colores.

 — Ponte cómodo. Pasarás aquí el resto de la eternidad con nosotros. Pagarás tu travesura viendo como esos elfos fabrican los regalos de los niños buenos.

©


Este relato esta incluido en el libro del  V Aniversario de Sinfonía de Palabras 2017.  Libro en el que he tenido el placer de colaborar junto con todos los integrantes de la Asociación Papel y Pluma, de la que me siento muy orgullosa de ser miembro.

viernes, 13 de octubre de 2017

LA ROSA ETERNA



Conocerte me cambió la vida, aunque jamás pensé que la cambiaría tanto y de esta manera. Esta es nuestra historia y me niego a que termine así.
Sin duda alguna fue amor a primera vista, en el mismo instante en que te vi me enamoré perdidamente. Te conocí un quince de marzo, apareciste en mi vida sin más, como un rayo de sol en medio de una fría tormenta de invierno. Al principio era incapaz de dirigirte ni una sola palabra, solo con mirarte sentía el palpitar de mi corazón, que nervioso e ilusionado gritaba tu nombre.
Te miraba oculta tras la mirada de los demás, bebía de cada una de tus palabras como de un manantial de agua serena, cada día más enamorada, cada día más ansiosa del roce de tu piel con la mía. Solo sabía tu nombre, pero deseaba tanto saber más de ti...
Al hablar movías las manos, como acariciando el aire, a veces dejabas salir una sonrisa que mostraba el blanco de tus dientes y un hoyuelo en el carrillo izquierdo de tu cara. Tus ojos cobraban un brillo cegador que me hipnotizaba y me dejaba ausente, como perdida en el pasar de los minutos, sentada inmóvil en las manecillas de ese reloj parado que yo me negaba a poner en hora.
Los días transcurrían. Cuando podía verte injustamente las horas pasaban rápidas, si no te veía moría en la eternidad de los segundos, que feroces me desgarraban el alma a zarpazos. No podía evitar sentir celos si te veía hablando con otras mujeres, el deseo de que me hicieras tuya me hacía sentirte tan mío que enloquecía de rabia. Apenas habían pasado dos semanas desde que por primera vez al presentarnos, tus mejillas acariciaron suavemente las mías. Después de eso solo unos breves saludos acompañados de cordiales sonrisas. Aún así para mi corazón ya perdidamente enamorado, todo aquello era suficiente para que fueras mío, no quería que  tuvieras ojos para ninguna otra, solo para mí, pero… ¿podías verme de la misma manera que yo te veía a ti? No recuerdo cuantas veces me lo pregunté.
Eras simpático conmigo, siempre tenías una sonrisa para mí, o eso me gustaba pensar, ya que las tenías para todo el mundo. Pero cuando hablabas contando quién sabe que anécdota pasada tiempo atrás, tus ojos coincidían con los míos y por un momento sentía que esas palabras tan solo iban dedicadas a mí.
A todo el mundo le agradaba tu presencia, sobre todo a las mujeres, eras un chico muy atractivo y todo en ti parecía un inocente juego de seducción; tu sonrisa pícara; esa boca de la que las palabras parecían salir danzando y te envolvían en una tranquilidad pura y esos ojos marrones, que transparentes te invitaban a  mirar en el interior de tu ser. Sinceramente me resultabas la perfección personificada, todo en ti me despertaba interés e ilusiones antes perdidas.
Creía saber disimular lo que sentía, pero parece ser que mis propios ojos eran delatores crueles de mis sentimientos, por ello mi amiga no tardó nada en darse cuenta de lo que sucedía. Ella entusiasmada por el descubrimiento me invitó a que sin miedo fuera por ti. Me regaló los oídos diciéndome lo que yo quería escuchar de los labios de aquel chico, que sin saberlo me tenía tan enamorada. Me dijo que me mirabas de manera especial, que cuando no me veías la preguntabas por mí y yo me dejaba abrazar por cada una de sus palabras.
El poder hablar con alguien y que mis pensamientos al fin tuvieran voz era reconfortante. Gritar toda esa ilusión contenida que vagaba silenciosa solo por mi mente. Ella me aconsejaba, me animaba y casi sin miramientos me empujaba a tus brazos. Yo creía todo lo que me decía, me ilusionaba aún más y era inevitable esa sonrisa que se me dibujaba en la cara solo con hablar de ti.
 Más cómplices que nunca nos tirábamos todo el día murmurando, como dos quinceañeras que entre susurros se cuentan sus amoríos secretos. Pero cuando tú aparecías o simplemente nos mirabas desde lejos, ambas enmudecíamos risueñas y comenzaba una inocente lucha de codos, que chocaban entre sí o que hábiles alcanzaban el costado de la otra. Tú nos mirabas divertido, como intentando averiguar nuestra conversación y la procedencia de aquellas risas, te rascabas la nuca con la duda rondando a tu alrededor y después pensativo te pasabas la mano como intentando borrar el rastro de tus dedos por el pelo.
Empecé a volverme más coqueta, durante horas me quedaba de pie frente al armario pensativa, quería elegir lo correcto, lo que hiciera  que no pudieras dejar de mirarme. Salía más, siempre por sitios en los que sabía que tú estarías y así era, allí estabas, tan guapo como cada día, con aquella sonrisa perpetua que hacía temblar mis piernas y que mi corazón latiera frenético.
Al fin aquellas salidas, las horas frente al armario y quizá mis silenciosas suplicas obtuvieron recompensa. Por primera vez después de cinco semanas intercambiamos algo más que saludos. Te dirigiste a mí, solo a mí, con esos labios que tantas veces había besado en sueños, tus ojos me miraban fijamente y me quedé encarcelada en ellos, presa voluntaria dispuesta a reincidir en su delito una y mil veces. Pasamos la noche hablando, descubrimos gustos en común, pero sobretodo conociéndonos, dejando de ser algo menos extraños. Las horas celosas se iban yendo silenciosas y yo no quería ni pensar en el adiós, solo deseaba que nos quedáramos en aquel lugar para siempre, sin dejar de hablar jamás, perdida en ese laberinto de palabras que me acercaban a ti, a sentirte más cerca, más mío.
 Como era de esperar aunque intentara evitarlo la noche llegó a su fin, pero para mi sorpresa, tú, aquel chico por el que me costaba respirar, se ofreció a acompañarme a casa para que no me fuera sola. Durante el camino mis pensamientos me impedían decir todo lo que me hubiera gustado, me dediqué a escucharte y tu voz fluía por todo mi cuerpo como una corriente incesante que no me dejaba sentir el suelo bajo mis pies. Al llegar al portal el divagar de mi mente solo reproducía una y otra vez una imagen, aquellos labios. Tus labios besando los míos y por ese pensamiento sentí como mis mejillas enrojecían. Levanté la mirada del suelo y allí estaban, esos ojos marrones clavados en mí. Me miraste en silencio durante unos minutos y después sonreíste con un gesto tierno, alzaste tú mano derecha y la llevaste cerca de mi rostro, tan cerca que casi pude sentir el roce de tus dedos en mis sonrojadas mejillas.
Cuidadosamente retiraste un mechón de pelo que ocultaba uno de mis ojos y lo llevaste tras una oreja, que fría agradeció el contacto cálido de tú mano. Mi cabeza se tornó buscando el cobijo de aquella caricia y tú perdiste tus dedos entre mis cabellos, cerré los ojos dejándome embaucar y deseosa de que nuestros cuerpos fueran más próximos. No sé durante cuánto tiempo anduve soñolienta entre tus caricias, solo noté el despertar violento del adiós. Tu voz llegó a mis oídos tan cercana que sentí por todo mí cuerpo el recorrer de un escalofrío, el adiós más tierno y sensual que jamás me habían dicho.

Eso lo recuerdo, pero… ¿tierno? Solo te dije que tenía que irme y que esperaba verte al día siguiente.
Tus labios se posaron sobre mi mejilla, decididos, tiernos, seductores… me negué a abrir los ojos, incluso cuando dejé de sentir tu mano y sabía que ya no estabas frente a mí. Me llevé la mano a la cara acariciando aquel beso que no quería que expirara de mi piel.

Tenía tantas ganas de besarte aquella noche, pero no sabía si tú me dejarías y… me pudo la cobardía.

Después de esa noche las cosas entre nosotros cambiaron. Pasábamos todo el tiempo que podíamos juntos y cuando no lo estábamos, hablábamos durante horas y horas por teléfono.
Eras cariñoso conmigo, detallistas. Con tan solo una mirada eras capaz de hacerme sentir la mujer más bella del mundo. Me hacías sentir tan especial que a veces creía no merecer todos aquellos halagos y atenciones.
 Tarde tras tarde nuestro amor se hacía más real, tan real que paradójicamente parecía irreal. Cada día parecía ser un sueño del que ni por un segundo quería despertar, aquello me aterraba, pues jamás antes había sentido un amor así, pensar en su final era inimaginable.

Vamos no llores por favor. Si al menos sintieras mis caricias como antes…mírate, aún triste estas tan preciosa como siempre. Te mereces todos los halagos y atenciones del mundo. Yo también tenía miedo, como ahora, tengo tanto miedo de perderte…sigue hablándome por favor, solo quiero oír tu voz.

Aún recuerdo aquella mañana en la que al salir de casa encontré que del buzón salía una rosa. Al abrir el buzón descubrí un sobrecito, saqué la tarjeta que había dentro y pude leer: "¿Por qué regalar doce rosas de una sola vez, pudiendo regalarte una cada día durante el resto de mi vida? Aquí va la primera. Te quiero."
 Desde entonces cada día al salir miraba en el buzón y recogía una rosa roja. La guardaba con cuidado entre las páginas de mi agenda, para después colocarla con una sonrisa tonta en un pequeño álbum, donde guardaba todas y cada una de esas rosas que cada mañana me regalabas.
Y es que durante este tiempo todo ha sido como un cuento. Una verdadera historia de amor de la que ambos éramos protagonistas. Escribíamos cada capítulo como si este fuera a ser el último, ante la atenta mirada de los demás, que nos observaban risueños contagiados por nuestro amor ¿Te acuerdas cuando llevábamos tres meses? Llamaste a la puerta de mi casa, en tus manos un pañuelo azul marino, con el cubriste mis ojos y tras probar varias veces si realmente no veía nada, me guiaste entre risas hasta el portal de mi casa, después hasta tu coche y finalmente, a la que sin duda sería la mejor noche de mi vida.

También fue la mejor noche de mi vida. Durante días fantaseé que todas las noches  fueran así, los dos juntos; tu sonrisa; la manera en la que te sonrojaste cuando desabroche tu sujetador.

¡Qué vergüenza me puse tan roja! No era la primera vez que estaba con alguien, pero fue todo tan bonito, tan lento…tú no parabas de sonreírme, me susurrabas al oído aquellas cosas tan bonitas, yo apenas podía hablar. Jamás había hecho el amor de aquella manera y tú parecías tan seguro de lo que tenías que hacer, que decir, que yo sentía como me derretía poco a poco entre tus brazos. Tu sonrisa siempre tenía ese efecto sobre mí y era lo que más me gustaba de ti, me hacías sentir tan segura, tan amada.
Recuerdo que me pregunté brevemente a cuantas otras habrías conquistado de aquella manera, si quizás las amaste más que a mí. Pero al mirarte fijamente a los ojos y verme reflejada en el brillo de los tuyos, en aquel momento me di cuenta de que nada de eso me importaba, estabas conmigo y eso era lo único que me alegraba los días; el acostarme pensando en ti y levantarme de la misma manera.
Jamás ni por un solo instante dude de tu amor por mí, creía ciegamente en ti, por eso quizás al principio no le di importancia, no sospeché cuando susurrabas por teléfono desde otra habitación. Ni las tardes que me decías que no podíamos vernos porque tenías que trabajar, pero me mentiste.  El destino quiso ponernos a la misma hora en el mismo lugar, lo vi con mis propios ojos, como aquella mujer agarrada de tu brazo reía a carcajadas y tú la mirabas sonriente, feliz.
Ese fue el momento en el que creí despertar. Pensé que si todo hasta ese momento había sido como un sueño, era simplemente porque es lo que únicamente había sido. Me sentí tan traicionada, tan vacía. Solo podía llorar y culparme por haber sido tan idiota de creerme merecedora de un amor así. Solo me bastó ver aquella imagen, a aquella mujer cogida de tu brazo, para decidir que todo había acabado. No quería verte más, ni escuchar tu voz y mucho menos enfrentarme a tus ojos, esos en los que me encantaba perderme durante horas y los que parecían poder mirar dentro de mí y revolver mi interior haciéndome olvidar todo.
Y ahora mírame, hace dos semanas que no te veía. Semanas sin atreverme a salir de casa para no tener que cruzarme con ese buzón repleto de rosas. Rosas que has seguido dejando cada mañana aunque yo no las recogiera, aunque no respondiera a tus llamadas, ni te diera ninguna explicación de porque aquel silencio, de aquella despedida tan precipitada.
 Me ha costado mucho cruzar esa puerta, demasiadas emociones juntas.
Lo cierto es que te sigo amando, e incluso puede que el hecho de estar aquí ahora mismo signifique que te he perdonado.
Nadie entiende el porqué de mi reacción, el cómo de la noche a la mañana podía haber dejado de quererte. Aquello no era cierto, pero no quise explicarle a nadie lo que había visto. Solo recordarlo y que esa imagen volviera a mi mente me desgarraba por dentro. Por eso decidí escudar mi débil corazón tras una coraza que predicaba la muerte de nuestro amor. Palabras que ni yo misma creía al escucharlas salir de mi boca. Me negué a escuchar a todo aquel que me hablara de ti, quería sacarte de mi cabeza como fuera, pero ahora me doy cuenta de que fui egoísta, merecías explicarte, ser escuchado. No te imaginas lo que deseo en este instante oírte hablar, que me cuentes y expliques lo que vi o creí ver. En cambio tú no eres capaz de mirarme y decirme lo equivocada que estaba, ahora solo tengo tu silencio y sé que toda la culpa es mía…háblame por favor amor mío…

No puedes ni imaginarte lo mucho que te he echado de menos amor. Verte aquí a mi lado, contándome todas estas cosas, siempre has sido tan especial.
No podía entender el porqué no querías verme, fue todo tan confuso, tan sumamente doloroso. Pero si algo tenía claro es que no pensaba renunciar a ti tan fácilmente. Te amo demasiado como para dejar que esta historia, nuestra historia se la lleve el viento sin más.
 Me alegro de que hayas venido, de que estés aquí conmigo y que recuerdes cada uno de los momentos que pasamos juntos ¿Sabes lo que más siento? Que son ya cuatro días los que he faltado a mi palabra. Faltan cuatro rosas en ese álbum tuyo, pero pienso rellenar esas páginas si tú me dejas, esto aún no ha terminado, ten fe en mí, te lo pido por favor. Podemos retomar  nuestro amor donde lo dejamos y prometo no mentirte nunca más, aunque si te soy sincero jamás fue mi intención mentirte, solo pretendía que todo fuera perfecto. Demostrarte todo lo que siento por ti, y todo ello sin que tú te enteraras de nada.
¿Sabes? Cuando te vi por primera vez yo también sentí que eras el amor de mi vida. Eras tan diferente a las demás. Y es que desde que te vi supe que eras especial, solo me bastó un minuto para saber que tenías que ser mía, pero apenas me hablabas y siempre estabas tan lejos que cada vez me resultabas más inalcanzable. Cuando conseguía acercarme a ti notaba que mi corazón iba a estallar, pero nunca estábamos solos y para evitar que nadie se diera cuenta, me ponía a hablar y hablar de dios sabe que historias. Lo curioso es que a nadie parecían importarle mis palabras, en cambio tú me mirabas atenta, tras ese mechón de pelo moreno que siempre escondía uno de tus ojos, y cuando te miraba fijamente tus mejillas se enrojecían y  rebosando timidez, huías con la mirada hacia otro lado.
La noche en la que por fin pudimos estar solos, fue como un sueño hecho realidad. Aún sonrío al recordarlo. Tú y yo solos por primera vez, deseaba ese momento como un crio nervioso al que van a darle su primer beso.
Aquella noche estabas tan guapa, que te juro que me costó cerrar la boca al verte entrar por la puerta. El brillo que desprendían tus labios consiguió hipnotizarme por completo y recuerdo que pensé en cómo sería besarlos. Al igual que tú, yo tampoco quería que esa noche terminara. Estaba siendo tan perfecta que no podía dejarte escapar ahora que había conseguido acercarme a ti.
Como sabes cuando me pongo nervioso no puedo parar de hablar, por eso de camino a tu casa no pude cerrar la boca ni un solo segundo. Tenía miedo de estar estropeándolo todo y tú no me parabas, solo me escuchabas en silencio mirando al suelo, ahora sé porque era.
Tenía que haberte dado aquel beso esa noche, no sabes cuánto me arrepentí. Créeme si te digo que estaba ansioso por poder besarte; tocarte; sentir tu piel bajo mis dedos; acariciar tu cara y ver esa preciosa sonrisa a escasos centímetros de mí.
He sentido pasar estos once meses tan rápidos. Es como si hubiera sido ayer cuando nos besamos por primera vez, pero es que es tan fácil quererte… levantarme cada mañana sabiendo que aunque fuera al final del día iba a verte, me hacía saltar de la cama. Me resultaba complicado dejar de sonreír, ya que estabas en cada uno de mis pensamientos, y eso me hacía sentirme el hombre más afortunado del mundo. Cada minuto contigo era pura felicidad.
Puede que hayan sido once meses,  pero quizás esta manera tan loca y apasionada de vivirlos nos haya vuelto locos a los dos, puede que más a mi amor.  Por eso mismo no podía dejar que te fueras, que dieras la espalda a un amor tan verdadero como este. Que de repente dijeras adiós a todo, y lo que era más desconcertante, sin decirme un porqué de aquel comportamiento que era tan raro en ti. Ahora lo entiendo. Pero, lo entendiste todo mal. Cómo pudiste pensar que estaba con otra mujer, solo te amo a ti, eres el amor de mi vida, eres mi vida.
Espera no, deja que sigan llamando a la puerta, que vuelvan después. Quiero contarte todo, quiero que sepas todo lo que no me atreví a decirte.
¿La reconoces verdad? Pero no es lo que crees, es mi hermana. No, no quiero que llores, tú no podías saberlo. Solo ha sido eso amor mío, un maldito mal entendido, pero podemos solucionarlo ¡Espera no te vayas! deja de decir que todo es culpa tuya. La culpa es solo mía  por hacer las cosas tan mal ¡espera por favor! no te vayas, quiero contártelo todo.
Daría cualquier cosa por poder retenerte aquí conmigo, por tener en este momento  el anillo que aquella tarde compre para ti. El anillo con el que pretendía  hacerte mía para toda la vida y ponerlo en tu dedo si tú me decías que sí. Por eso le pedí a mi hermana que me ayudara, quería que fuera perfecto, casi tanto como tú lo eres, pero no debí mentirte ¿No lo ves? El destino me ha querido devolver el dolor que tú sentiste al creer que te traicionaba con otra mujer. Por eso, hace cuatro días quiso ponerme en aquella calle.
Iba tan distraído… solo podía pensar en cómo solucionar todo el lio que se había formado. Solo quería entender porqué no me cogías el teléfono, ni me abrías la puerta.
Llevaba dos semanas sin verte y creía empezar a enloquecer, por eso iba mirando aquella flor que llevaba en las manos. Absorto por completo en ella, ni por un momento se me ocurrió mirar al cruzar, dudo que el conductor del coche hubiera podido frenar a tiempo aunque hubiera querido. Todo fue tan rápido. Sentí como mis pies se despegaban del suelo y  un fuerte golpe seco que entumeció mis piernas. Noté como me elevaba por encima de la calzada, y después la misma fuerza que hizo que mi cuerpo volara durante unos minutos, me hizo caer al suelo boca abajo. Recuerdo el calor que desprendía el suelo, aún creo sentirlo en la cara.
Lo último que vi antes de que un telón negro cubriera mis ojos fueron los pétalos esparcidos de una rosa, que aún deshojada, de su tallo prendía con un lazo rojo el anillo de compromiso con el que pensaba hacerte mi esposa.
Ahora estoy atado a esta cama, sin poder moverme, sin poder abrazarte, sin poder decirte cuanto te amo. Por que por mucho que intento gritar tú no puedes escucharme. Como puedo decirte que estoy aquí, que te amo con locura y que podemos ser felices todavía. Te quiero tanto amor mío.
Puedo oír que fuera está lloviendo, el aire enfurecido agita los árboles haciéndolos chocar contra el cristal de la ventana de la habitación. Son de esas tormentas que te dan tanto miedo y solo espero que estés bien, te fuiste tan preocupada.
Solo pensar que ahora mismo estas sola, culpándote de todo lo que ha pasado me desgarra el alma. Quisiera estrecharte entre mis brazos, abrir los ojos y que riéramos al darnos cuenta de que todo esto ha sido una pesadilla. Te prometo que voy a despertarme. Voy abrir los ojos, porque aún tengo que decirte algo, espero que me digas que sí y me hagas el hombre más feliz del mundo. Aún debo preguntarte ¿Quieres casarte conmigo?
— Sí, quiero. Claro que quiero.
¿Qué haces aquí? y… ¿Por qué puedes oírme?
—He venido a buscarte, a pedirte perdón. Te amo tanto.
Yo también te amo, pero no lo entiendo… ¿Cómo es que puedes oírme, estoy soñando?
—No amor. Ahora estoy aquí contigo y no pienso dejarte nunca más. Ahora sé toda la verdad y lo tonta que fui al dudar de ti, solo quiero pasar todos los días de mi vida a tu lado. Cuando he comprendido el error que había cometido, he dudado si alguna vez podría perdonármelo a mí misma. Si te hubiera cogido el teléfono, si te hubiera dejado hablar…nada de esto habría pasado. Todo ha sido culpa mía, ahora lo sé.
¿Qué quieres decir? Nada de esto ha sido culpa tuya. Todo ha sido un mal entendido ¿Dime que es lo que has hecho?
—Levanta de la cama esposo mío. Vayámonos lejos, ahora tenemos todo el tiempo del mundo para vivir nuestro amor.


El grifo sigue corriendo y el agua que ya no tiene cabida en aquella bañera, rebosa por los bordes precipitándose al suelo.
Parece tan serena. En su boca una sonrisa que le hace parecer dormida, pero su alma ya no está en ese cuerpo mojado, que ahora yace inerte sobre la fría cerámica de la bañera.
Contempló la lluvia desde su ventana, por los cristales al igual que por su rostro corrían lágrimas. Por su rostro lágrimas de dolor y frustración, fuera, lágrimas de un cielo enfurecido que lloraba por el desafortunado destino, de un amor al que se le había puesto fin.
Supo que jamás podría perdonarse por aquello y no halló otra manera de enmendar su terrible error, que embarcarse en un viaje del que no había retorno. Pero aún sabiéndolo no le importó, pues al final de ese camino encontraría a su amado y le pediría perdón.
Se despojó de su ropa, abrió el grifo de la bañera y se metió dentro. Lloró durante horas y se maldijo sin descanso. En sus manos una cuchilla a la que daba vueltas y miraba con ternura, pues era su billete de ida, su salvadora. Ella pondría fin a todo ese dolor que sentía. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y con suma delicadeza clavó la punta de la cuchilla en su muñeca izquierda. Después la deslizó suavemente hacia atrás rasgando así su brazo y sus venas. Repitió el mismo ritual con su muñeca derecha y cuando creyó terminar se recostó en la bañera, dejándose ir. Esperando la muerte con calma, con serenidad, mientras su sangre se mezclaba con el agua caliente de la bañera.
Esa fue su decisión, abandonar este mundo para ir en busca de su amado, el cual yacía en una cama en coma, según ella por culpa suya. Saber que nunca despertaría le dio la valentía para reunirse con él. Se dejó ir lentamente. Un velo negro fue cubriendo sus ojos hasta que se despojo de su cuerpo y fue en busca de él. Le halló en el mismo lugar donde horas antes le había dejado, postrado en aquella cama. Al entrar en la habitación pudo oír su voz, le tendió su mano y aunque estaba confuso, él no dudo en cogerla. Atrás dejaron esos ruidos lejanos de maquinas, que antes recitaban con pitidos los latidos de un corazón, que  seguía latiendo solamente por amor.
Al fin estaban juntos de nuevo. Ya no tenía sentido seguir sufriendo por querer despertar. Ella estaba con él y eso era lo único que le importaba. Por eso no dudó en agarrar la mano de ella  y salir de aquella habitación sin mirar atrás.
Su amor sigue en algún pliegue de este mundo, quizá en el recuerdo de alguien que los conoció. Bajo las tierras de un inmenso prado verde, yacen sus cuerpos. Cuerpos que abandonaron por amor.
Una gran encina de ancho tronco los protege de los días soleados y los cobija de las fuertes tormentas de invierno. Pero lo que siempre escapará al entendimiento de todo aquel que pasa por delante de sus tumbas, es el hecho de que ya sea verano o invierno, siempre resplandeciente en medio de las dos, como si fuera perenne, como si ni el tiempo ni los días pasaran por ella. De la tierra mana sin marchitarse jamás, una rosa de un rojo cegador. Una rosa que apareció sin más, nacida de una semilla de amor, plantada entre esas dos tumbas, que permanecen juntas desde el día en que ellos decidieron hacer de su amor algo eterno.

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