Conocerte me cambió la
vida, aunque jamás pensé que la cambiaría tanto y de esta manera. Esta es
nuestra historia y me niego a que termine así.
Sin duda alguna fue
amor a primera vista, en el mismo instante en que te vi me enamoré
perdidamente. Te conocí un quince de marzo, apareciste en mi vida sin más, como
un rayo de sol en medio de una fría tormenta de invierno. Al principio era
incapaz de dirigirte ni una sola palabra, solo con mirarte sentía el palpitar
de mi corazón, que nervioso e ilusionado gritaba tu nombre.
Te miraba oculta tras
la mirada de los demás, bebía de cada una de tus palabras como de un manantial
de agua serena, cada día más enamorada, cada día más ansiosa del roce de tu
piel con la mía. Solo sabía tu nombre, pero deseaba tanto saber más de ti...
Al hablar movías las manos,
como acariciando el aire, a veces dejabas salir una sonrisa que mostraba el
blanco de tus dientes y un hoyuelo en el carrillo izquierdo de tu cara. Tus
ojos cobraban un brillo cegador que me hipnotizaba y me dejaba ausente, como perdida
en el pasar de los minutos, sentada inmóvil en las manecillas de ese reloj
parado que yo me negaba a poner en hora.
Los días transcurrían.
Cuando podía verte injustamente las horas pasaban rápidas, si no te veía moría
en la eternidad de los segundos, que feroces me desgarraban el alma a zarpazos.
No podía evitar sentir celos si te veía hablando con otras mujeres, el deseo de
que me hicieras tuya me hacía sentirte tan mío que enloquecía de rabia. Apenas
habían pasado dos semanas desde que por primera vez al presentarnos, tus
mejillas acariciaron suavemente las mías. Después de eso solo unos breves
saludos acompañados de cordiales sonrisas. Aún así para mi corazón ya
perdidamente enamorado, todo aquello era suficiente para que fueras mío, no
quería que tuvieras ojos para ninguna
otra, solo para mí, pero… ¿podías verme de la misma manera que yo te veía a ti?
No recuerdo cuantas veces me lo pregunté.
Eras simpático conmigo,
siempre tenías una sonrisa para mí, o eso me gustaba pensar, ya que las tenías
para todo el mundo. Pero cuando hablabas contando quién sabe que anécdota
pasada tiempo atrás, tus ojos coincidían con los míos y por un momento sentía
que esas palabras tan solo iban dedicadas a mí.
A todo el mundo le
agradaba tu presencia, sobre todo a las mujeres, eras un chico muy atractivo y
todo en ti parecía un inocente juego de seducción; tu sonrisa pícara; esa boca
de la que las palabras parecían salir danzando y te envolvían en una
tranquilidad pura y esos ojos marrones, que transparentes te invitaban a mirar en el interior de tu ser. Sinceramente
me resultabas la perfección personificada, todo en ti me despertaba interés e
ilusiones antes perdidas.
Creía saber disimular
lo que sentía, pero parece ser que mis propios ojos eran delatores crueles de
mis sentimientos, por ello mi amiga no tardó nada en darse cuenta de lo que
sucedía. Ella entusiasmada por el descubrimiento me invitó a que sin miedo
fuera por ti. Me regaló los oídos diciéndome lo que yo quería escuchar de los
labios de aquel chico, que sin saberlo me tenía tan enamorada. Me dijo que me
mirabas de manera especial, que cuando no me veías la preguntabas por mí y yo
me dejaba abrazar por cada una de sus palabras.
El poder hablar con alguien
y que mis pensamientos al fin tuvieran voz era reconfortante. Gritar toda esa
ilusión contenida que vagaba silenciosa solo por mi mente. Ella me aconsejaba,
me animaba y casi sin miramientos me empujaba a tus brazos. Yo creía todo lo
que me decía, me ilusionaba aún más y era inevitable esa sonrisa que se me
dibujaba en la cara solo con hablar de ti.
Más cómplices que nunca nos tirábamos todo el
día murmurando, como dos quinceañeras que entre susurros se cuentan sus amoríos
secretos. Pero cuando tú aparecías o simplemente nos mirabas desde lejos, ambas
enmudecíamos risueñas y comenzaba una inocente lucha de codos, que chocaban
entre sí o que hábiles alcanzaban el costado de la otra. Tú nos mirabas
divertido, como intentando averiguar nuestra conversación y la procedencia de
aquellas risas, te rascabas la nuca con la duda rondando a tu alrededor y después
pensativo te pasabas la mano como intentando borrar el rastro de tus dedos por
el pelo.
Empecé a volverme más
coqueta, durante horas me quedaba de pie frente al armario pensativa, quería
elegir lo correcto, lo que hiciera que
no pudieras dejar de mirarme. Salía más, siempre por sitios en los que sabía
que tú estarías y así era, allí estabas, tan guapo como cada día, con aquella
sonrisa perpetua que hacía temblar mis piernas y que mi corazón latiera frenético.
Al fin aquellas
salidas, las horas frente al armario y quizá mis silenciosas suplicas
obtuvieron recompensa. Por primera vez después de cinco semanas intercambiamos
algo más que saludos. Te dirigiste a mí, solo a mí, con esos labios que tantas
veces había besado en sueños, tus ojos me miraban fijamente y me quedé
encarcelada en ellos, presa voluntaria dispuesta a reincidir en su delito una y
mil veces. Pasamos la noche hablando, descubrimos gustos en común, pero
sobretodo conociéndonos, dejando de ser algo menos extraños. Las horas celosas
se iban yendo silenciosas y yo no quería ni pensar en el adiós, solo deseaba
que nos quedáramos en aquel lugar para siempre, sin dejar de hablar jamás,
perdida en ese laberinto de palabras que me acercaban a ti, a sentirte más
cerca, más mío.
Como era de esperar aunque intentara evitarlo
la noche llegó a su fin, pero para mi sorpresa, tú, aquel chico por el que me
costaba respirar, se ofreció a acompañarme a casa para que no me fuera sola.
Durante el camino mis pensamientos me impedían decir todo lo que me hubiera
gustado, me dediqué a escucharte y tu voz fluía por todo mi cuerpo como una
corriente incesante que no me dejaba sentir el suelo bajo mis pies. Al llegar
al portal el divagar de mi mente solo reproducía una y otra vez una imagen,
aquellos labios. Tus labios besando los míos y por ese pensamiento sentí como
mis mejillas enrojecían. Levanté la mirada del suelo y allí estaban, esos ojos
marrones clavados en mí. Me miraste en silencio durante unos minutos y después
sonreíste con un gesto tierno, alzaste tú mano derecha y la llevaste cerca de
mi rostro, tan cerca que casi pude sentir el roce de tus dedos en mis
sonrojadas mejillas.
Cuidadosamente
retiraste un mechón de pelo que ocultaba uno de mis ojos y lo llevaste tras una
oreja, que fría agradeció el contacto cálido de tú mano. Mi cabeza se tornó
buscando el cobijo de aquella caricia y tú perdiste tus dedos entre mis
cabellos, cerré los ojos dejándome embaucar y deseosa de que nuestros cuerpos
fueran más próximos. No sé durante cuánto tiempo anduve soñolienta entre tus
caricias, solo noté el despertar violento del adiós. Tu voz llegó a mis oídos
tan cercana que sentí por todo mí cuerpo el recorrer de un escalofrío, el adiós
más tierno y sensual que jamás me habían dicho.
Eso
lo recuerdo, pero… ¿tierno? Solo te dije que tenía que irme y que esperaba
verte al día siguiente.
Tus labios se posaron
sobre mi mejilla, decididos, tiernos, seductores… me negué a abrir los ojos,
incluso cuando dejé de sentir tu mano y sabía que ya no estabas frente a mí. Me
llevé la mano a la cara acariciando aquel beso que no quería que expirara de mi
piel.
Tenía
tantas ganas de besarte aquella noche, pero no sabía si tú me dejarías y… me
pudo la cobardía.
Después de esa noche
las cosas entre nosotros cambiaron. Pasábamos todo el tiempo que podíamos
juntos y cuando no lo estábamos, hablábamos durante horas y horas por teléfono.
Eras cariñoso conmigo,
detallistas. Con tan solo una mirada eras capaz de hacerme sentir la mujer más
bella del mundo. Me hacías sentir tan especial que a veces creía no merecer
todos aquellos halagos y atenciones.
Tarde tras tarde nuestro amor se hacía más
real, tan real que paradójicamente parecía irreal. Cada día parecía ser un
sueño del que ni por un segundo quería despertar, aquello me aterraba, pues
jamás antes había sentido un amor así, pensar en su final era inimaginable.
Vamos
no llores por favor. Si al menos sintieras mis caricias como antes…mírate, aún
triste estas tan preciosa como siempre. Te mereces todos los halagos y atenciones
del mundo. Yo también tenía miedo, como ahora, tengo tanto miedo de
perderte…sigue hablándome por favor, solo quiero oír tu voz.
Aún recuerdo aquella
mañana en la que al salir de casa encontré que del buzón salía una rosa. Al
abrir el buzón descubrí un sobrecito, saqué la tarjeta que había dentro y pude
leer:
"¿Por qué regalar doce rosas
de una sola vez, pudiendo regalarte una cada día durante el resto de mi vida?
Aquí va la primera. Te quiero."
Desde entonces cada día
al salir miraba en el buzón y recogía una rosa roja. La guardaba con cuidado
entre las páginas de mi agenda, para después colocarla con una sonrisa tonta en
un pequeño álbum, donde guardaba todas y cada una de esas rosas que cada mañana
me regalabas.
Y es que durante este
tiempo todo ha sido como un cuento. Una verdadera historia de amor de la que ambos
éramos protagonistas. Escribíamos cada capítulo como si este fuera a ser el
último, ante la atenta mirada de los demás, que nos observaban risueños
contagiados por nuestro amor ¿Te acuerdas cuando llevábamos tres meses? Llamaste
a la puerta de mi casa, en tus manos un pañuelo azul marino, con el cubriste
mis ojos y tras probar varias veces si realmente no veía nada, me guiaste entre
risas hasta el portal de mi casa, después hasta tu coche y finalmente, a la que
sin duda sería la mejor noche de mi vida.
También
fue la mejor noche de mi vida. Durante días fantaseé que todas las noches fueran así, los dos juntos; tu sonrisa; la
manera en la que te sonrojaste cuando desabroche tu sujetador.
¡Qué vergüenza me puse
tan roja! No era la primera vez que estaba con alguien, pero fue todo tan
bonito, tan lento…tú no parabas de sonreírme, me susurrabas al oído aquellas
cosas tan bonitas, yo apenas podía hablar. Jamás había hecho el amor de aquella
manera y tú parecías tan seguro de lo que tenías que hacer, que decir, que yo
sentía como me derretía poco a poco entre tus brazos. Tu sonrisa siempre tenía
ese efecto sobre mí y era lo que más me gustaba de ti, me hacías sentir tan
segura, tan amada.
Recuerdo que me
pregunté brevemente a cuantas otras habrías conquistado de aquella manera, si quizás
las amaste más que a mí. Pero al mirarte fijamente a los ojos y verme reflejada
en el brillo de los tuyos, en aquel momento me di cuenta de que nada de eso me
importaba, estabas conmigo y eso era lo único que me alegraba los días; el
acostarme pensando en ti y levantarme de la misma manera.
Jamás ni por un solo
instante dude de tu amor por mí, creía ciegamente en ti, por eso quizás al
principio no le di importancia, no sospeché cuando susurrabas por teléfono
desde otra habitación. Ni las tardes que me decías que no podíamos vernos
porque tenías que trabajar, pero me mentiste.
El destino quiso ponernos a la misma hora en el mismo lugar, lo vi con
mis propios ojos, como aquella mujer agarrada de tu brazo reía a carcajadas y
tú la mirabas sonriente, feliz.
Ese fue el momento en
el que creí despertar. Pensé que si todo hasta ese momento había sido como un
sueño, era simplemente porque es lo que únicamente había sido. Me sentí tan
traicionada, tan vacía. Solo podía llorar y culparme por haber sido tan idiota
de creerme merecedora de un amor así. Solo me bastó ver aquella imagen, a
aquella mujer cogida de tu brazo, para decidir que todo había acabado. No
quería verte más, ni escuchar tu voz y mucho menos enfrentarme a tus ojos, esos
en los que me encantaba perderme durante horas y los que parecían poder mirar
dentro de mí y revolver mi interior haciéndome olvidar todo.
Y ahora mírame, hace
dos semanas que no te veía. Semanas sin atreverme a salir de casa para no tener
que cruzarme con ese buzón repleto de rosas. Rosas que has seguido dejando cada
mañana aunque yo no las recogiera, aunque no respondiera a tus llamadas, ni te
diera ninguna explicación de porque aquel silencio, de aquella despedida tan
precipitada.
Me ha costado mucho cruzar esa puerta,
demasiadas emociones juntas.
Lo cierto es que te
sigo amando, e incluso puede que el hecho de estar aquí ahora mismo signifique
que te he perdonado.
Nadie entiende el
porqué de mi reacción, el cómo de la noche a la mañana podía haber dejado de
quererte. Aquello no era cierto, pero no quise explicarle a nadie lo que había
visto. Solo recordarlo y que esa imagen volviera a mi mente me desgarraba por
dentro. Por eso decidí escudar mi débil corazón tras una coraza que predicaba
la muerte de nuestro amor. Palabras que ni yo misma creía al escucharlas salir
de mi boca. Me negué a escuchar a todo aquel que me hablara de ti, quería
sacarte de mi cabeza como fuera, pero ahora me doy cuenta de que fui egoísta,
merecías explicarte, ser escuchado. No te imaginas lo que deseo en este
instante oírte hablar, que me cuentes y expliques lo que vi o creí ver. En
cambio tú no eres capaz de mirarme y decirme lo equivocada que estaba, ahora
solo tengo tu silencio y sé que toda la culpa es mía…háblame por favor amor
mío…
No
puedes ni imaginarte lo mucho que te he echado de menos amor. Verte aquí a mi
lado, contándome todas estas cosas, siempre has sido tan especial.
No
podía entender el porqué no querías verme, fue todo tan confuso, tan sumamente
doloroso. Pero si algo tenía claro es que no pensaba renunciar a ti tan
fácilmente. Te amo demasiado como para dejar que esta historia, nuestra
historia se la lleve el viento sin más.
Me alegro de que hayas venido, de que estés
aquí conmigo y que recuerdes cada uno de los momentos que pasamos juntos ¿Sabes
lo que más siento? Que son ya cuatro días los que he faltado a mi palabra. Faltan
cuatro rosas en ese álbum tuyo, pero pienso rellenar esas páginas si tú me
dejas, esto aún no ha terminado, ten fe en mí, te lo pido por favor. Podemos
retomar nuestro amor donde lo dejamos y
prometo no mentirte nunca más, aunque si te soy sincero jamás fue mi intención
mentirte, solo pretendía que todo fuera perfecto. Demostrarte todo lo que
siento por ti, y todo ello sin que tú te enteraras de nada.
¿Sabes?
Cuando te vi por primera vez yo también sentí que eras el amor de mi vida. Eras
tan diferente a las demás. Y es que desde que te vi supe que eras especial,
solo me bastó un minuto para saber que tenías que ser mía, pero apenas me
hablabas y siempre estabas tan lejos que cada vez me resultabas más
inalcanzable. Cuando conseguía acercarme a ti notaba que mi corazón iba a
estallar, pero nunca estábamos solos y para evitar que nadie se diera cuenta,
me ponía a hablar y hablar de dios sabe que historias. Lo curioso es que a
nadie parecían importarle mis palabras, en cambio tú me mirabas atenta, tras
ese mechón de pelo moreno que siempre escondía uno de tus ojos, y cuando te
miraba fijamente tus mejillas se enrojecían y rebosando timidez, huías con la mirada hacia
otro lado.
La
noche en la que por fin pudimos estar solos, fue como un sueño hecho realidad.
Aún sonrío al recordarlo. Tú y yo solos por primera vez, deseaba ese momento
como un crio nervioso al que van a darle su primer beso.
Aquella
noche estabas tan guapa, que te juro que me costó cerrar la boca al verte
entrar por la puerta. El brillo que desprendían tus labios consiguió
hipnotizarme por completo y recuerdo que pensé en cómo sería besarlos. Al igual
que tú, yo tampoco quería que esa noche terminara. Estaba siendo tan perfecta que
no podía dejarte escapar ahora que había conseguido acercarme a ti.
Como
sabes cuando me pongo nervioso no puedo parar de hablar, por eso de camino a tu
casa no pude cerrar la boca ni un solo segundo. Tenía miedo de estar
estropeándolo todo y tú no me parabas, solo me escuchabas en silencio mirando
al suelo, ahora sé porque era.
Tenía
que haberte dado aquel beso esa noche, no sabes cuánto me arrepentí. Créeme si
te digo que estaba ansioso por poder besarte; tocarte; sentir tu piel bajo mis
dedos; acariciar tu cara y ver esa preciosa sonrisa a escasos centímetros de mí.
He
sentido pasar estos once meses tan rápidos. Es como si hubiera sido ayer cuando
nos besamos por primera vez, pero es que es tan fácil quererte… levantarme cada
mañana sabiendo que aunque fuera al final del día iba a verte, me hacía saltar
de la cama. Me resultaba complicado dejar de sonreír, ya que estabas en cada
uno de mis pensamientos, y eso me hacía sentirme el hombre más afortunado del
mundo. Cada minuto contigo era pura felicidad.
Puede
que hayan sido once meses, pero quizás
esta manera tan loca y apasionada de vivirlos nos haya vuelto locos a los dos,
puede que más a mi amor. Por eso mismo
no podía dejar que te fueras, que dieras la espalda a un amor tan verdadero
como este. Que de repente dijeras adiós a todo, y lo que era más
desconcertante, sin decirme un porqué de aquel comportamiento que era tan raro
en ti. Ahora lo entiendo. Pero, lo entendiste todo mal. Cómo pudiste pensar que
estaba con otra mujer, solo te amo a ti, eres el amor de mi vida, eres mi vida.
Espera
no, deja que sigan llamando a la puerta, que vuelvan después. Quiero contarte
todo, quiero que sepas todo lo que no me atreví a decirte.
¿La
reconoces verdad? Pero no es lo que crees, es mi hermana. No, no quiero que
llores, tú no podías saberlo. Solo ha sido eso amor mío, un maldito mal entendido,
pero podemos solucionarlo ¡Espera no te vayas! deja de decir que todo es culpa
tuya. La culpa es solo mía por hacer las
cosas tan mal ¡espera por favor! no te vayas, quiero contártelo todo.
Daría
cualquier cosa por poder retenerte aquí conmigo, por tener en este momento el anillo que aquella tarde compre para ti. El
anillo con el que pretendía hacerte mía
para toda la vida y ponerlo en tu dedo si tú me decías que sí. Por eso le pedí
a mi hermana que me ayudara, quería que fuera perfecto, casi tanto como tú lo
eres, pero no debí mentirte ¿No lo ves? El destino me ha querido devolver el
dolor que tú sentiste al creer que te traicionaba con otra mujer. Por eso, hace
cuatro días quiso ponerme en aquella calle.
Iba
tan distraído… solo podía pensar en cómo solucionar todo el lio que se había
formado. Solo quería entender porqué no me cogías el teléfono, ni me abrías la
puerta.
Llevaba
dos semanas sin verte y creía empezar a enloquecer, por eso iba mirando aquella
flor que llevaba en las manos. Absorto por completo en ella, ni por un momento
se me ocurrió mirar al cruzar, dudo que el conductor del coche hubiera podido
frenar a tiempo aunque hubiera querido. Todo fue tan rápido. Sentí como mis
pies se despegaban del suelo y un fuerte
golpe seco que entumeció mis piernas. Noté como me elevaba por encima de la calzada,
y después la misma fuerza que hizo que mi cuerpo volara durante unos minutos,
me hizo caer al suelo boca abajo. Recuerdo el calor que desprendía el suelo,
aún creo sentirlo en la cara.
Lo
último que vi antes de que un telón negro cubriera mis ojos fueron los pétalos
esparcidos de una rosa, que aún deshojada, de su tallo prendía con un lazo rojo
el anillo de compromiso con el que pensaba hacerte mi esposa.
Ahora
estoy atado a esta cama, sin poder moverme, sin poder abrazarte, sin poder
decirte cuanto te amo. Por que por mucho que intento gritar tú no puedes
escucharme. Como puedo decirte que estoy aquí, que te amo con locura y que
podemos ser felices todavía. Te quiero tanto amor mío.
Puedo
oír que fuera está lloviendo, el aire enfurecido agita los árboles haciéndolos
chocar contra el cristal de la ventana de la habitación. Son de esas tormentas
que te dan tanto miedo y solo espero que estés bien, te fuiste tan preocupada.
Solo
pensar que ahora mismo estas sola, culpándote de todo lo que ha pasado me
desgarra el alma. Quisiera estrecharte entre mis brazos, abrir los ojos y que
riéramos al darnos cuenta de que todo esto ha sido una pesadilla. Te prometo
que voy a despertarme. Voy abrir los ojos, porque aún tengo que decirte algo,
espero que me digas que sí y me hagas el hombre más feliz del mundo. Aún debo
preguntarte ¿Quieres casarte conmigo?
— Sí, quiero. Claro que
quiero.
— ¿Qué haces aquí? y… ¿Por qué puedes
oírme?
—He venido a buscarte,
a pedirte perdón. Te amo tanto.
—Yo también te amo, pero no lo
entiendo… ¿Cómo es que puedes oírme, estoy soñando?
—No amor. Ahora estoy
aquí contigo y no pienso dejarte nunca más. Ahora sé toda la verdad y lo tonta
que fui al dudar de ti, solo quiero pasar todos los días de mi vida a tu lado.
Cuando he comprendido el error que había cometido, he dudado si alguna vez podría
perdonármelo a mí misma. Si te hubiera cogido el teléfono, si te hubiera dejado
hablar…nada de esto habría pasado. Todo ha sido culpa mía, ahora lo sé.
— ¿Qué quieres decir? Nada de esto
ha sido culpa tuya. Todo ha sido un mal entendido ¿Dime que es lo que has
hecho?
—Levanta de la cama
esposo mío. Vayámonos lejos, ahora tenemos todo el tiempo del mundo para vivir nuestro
amor.
El
grifo sigue corriendo y el agua que ya no tiene cabida en aquella bañera,
rebosa por los bordes precipitándose al suelo.
Parece
tan serena. En su boca una sonrisa que le hace parecer dormida, pero su alma ya
no está en ese cuerpo mojado, que ahora yace inerte sobre la fría cerámica de
la bañera.
Contempló
la lluvia desde su ventana, por los cristales al igual que por su rostro
corrían lágrimas. Por su rostro lágrimas de dolor y frustración, fuera, lágrimas
de un cielo enfurecido que lloraba por el desafortunado destino, de un amor al
que se le había puesto fin.
Supo
que jamás podría perdonarse por aquello y no halló otra manera de enmendar su
terrible error, que embarcarse en un viaje del que no había retorno. Pero aún
sabiéndolo no le importó, pues al final de ese camino encontraría a su amado y
le pediría perdón.
Se
despojó de su ropa, abrió el grifo de la bañera y se metió dentro. Lloró
durante horas y se maldijo sin descanso. En sus manos una cuchilla a la que
daba vueltas y miraba con ternura, pues era su billete de ida, su salvadora. Ella
pondría fin a todo ese dolor que sentía. Se secó las lágrimas con el dorso de
la mano y con suma delicadeza clavó la punta de la cuchilla en su muñeca izquierda.
Después la deslizó suavemente hacia atrás rasgando así su brazo y sus venas. Repitió
el mismo ritual con su muñeca derecha y cuando creyó terminar se recostó en la
bañera, dejándose ir. Esperando la muerte con calma, con serenidad, mientras su
sangre se mezclaba con el agua caliente de la bañera.
Esa
fue su decisión, abandonar este mundo para ir en busca de su amado, el cual
yacía en una cama en coma, según ella por culpa suya. Saber que nunca
despertaría le dio la valentía para reunirse con él. Se dejó ir lentamente. Un
velo negro fue cubriendo sus ojos hasta que se despojo de su cuerpo y fue en
busca de él. Le halló en el mismo lugar donde horas antes le había dejado,
postrado en aquella cama. Al entrar en la habitación pudo oír su voz, le tendió
su mano y aunque estaba confuso, él no dudo en cogerla. Atrás dejaron esos
ruidos lejanos de maquinas, que antes recitaban con pitidos los latidos de un
corazón, que seguía latiendo solamente
por amor.
Al
fin estaban juntos de nuevo. Ya no tenía sentido seguir sufriendo por querer
despertar. Ella estaba con él y eso era lo único que le importaba. Por eso no
dudó en agarrar la mano de ella y salir
de aquella habitación sin mirar atrás.
Su
amor sigue en algún pliegue de este mundo, quizá en el recuerdo de alguien que
los conoció. Bajo las tierras de un inmenso prado verde, yacen sus cuerpos. Cuerpos
que abandonaron por amor.
Una
gran encina de ancho tronco los protege de los días soleados y los cobija de
las fuertes tormentas de invierno. Pero lo que siempre escapará al
entendimiento de todo aquel que pasa por delante de sus tumbas, es el hecho de
que ya sea verano o invierno, siempre resplandeciente en medio de las dos, como
si fuera perenne, como si ni el tiempo ni los días pasaran por ella. De la
tierra mana sin marchitarse jamás, una rosa de un rojo cegador. Una rosa que apareció
sin más, nacida de una semilla de amor, plantada entre esas dos tumbas, que
permanecen juntas desde el día en que ellos decidieron hacer de su amor algo
eterno.
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