La noche se abría paso
oscureciendo el cielo de la tarde de aquel seis de junio. Sentado en un banco
cercano a la entrada, observaba como la gente iba abandonando el cementerio.
Pronto cerrarían las puertas y en ese momento, oculto entre las sombras de la
noche, aprovecharía para saltar los muros que cercaban aquel campo santo.
Solo el crujir de la arena
bajo sus pies rompía el silencio. Caminaba absorto en sus pensamientos,
haciendo girar el crisantemo blanco que portaba en las manos. Siguió el camino
de tierra sin prestar ninguna atención al centenar de lápidas que se extendían
a su alrededor.
Antes de abandonar el camino
se giró rápidamente sobresaltado, y una vez más comprobó que a su espalda no
había nadie. Nunca había nadie…pero entonces, porqué siempre tenía aquella
extraña sensación de que alguien seguía sus pasos y, observaba cada movimiento
que hacía.
Se arrodilló ante ella con
lentitud, posó su mano en el caliente mármol y acarició con dulzura la
hendidura de cada una de las letras. Apretó con fuerza los dientes al sentir el
lacerante latido de su corazón, cada año le embargaba el mismo odio.
«Fuiste la semilla del mal en su vientre, una maldición ¡Tú la
mataste!». Las voces del pasado le gritaban sin piedad alguna, retumbando
en su cabeza como el quejido de condenados, pidiendo clemencia en el infierno.
Respiró profundamente intentado deshacerse de todos aquellos hirientes
recuerdos, llevó la flor a sus labios y le dio el beso que jamás pudo darle a
su madre.
Unos pasos a su espalda
hicieron que la flor resbalara de entre sus dedos. Se giró con avidez para
otear el oscuro paisaje que se abría ante él, pero allí no había nadie. Sus
ojos saltaron de lápida en lápida durante unos minutos, y al quedar convencido
de su soledad, sacudió la cabeza mofándose de sí mismo por asustarse.
Al volverse hacia la tumba
en busca de la flor, sintió como la sangre se helaba en sus venas cuando el
graznido de la oscura silueta que avanzaba hacia él penetró en sus oídos. Se cubrió el rostro con
el brazo mientras caía de espaldas al suelo y el animal revoloteaba frente a su
cara arañando la piel de su antebrazo. Con lentitud premeditada fue
incorporándose hasta quedarse sentado en el césped, observando atónito como el
cuervo huía portando la flor en su pico, y se perdía en la negrura de la noche.
Tendido en el suelo y con la
respiración aún agitada intento buscar la calma
—¡Por Dios solo era un estúpido
pájaro, quieres calmarte!
Con un ágil movimiento se
puso en pie y sacudió la tierra y el césped de sus vaqueros. Dejó caer la
cabeza hacia atrás con un pesado suspiro de amargura, odiaba tanto el día de su
cumpleaños.
—Sammael…
Se volteó tambaleante al
sentir el aliento que le había susurrado al oído, no vio a nadie.
—Sammael…
Giró de nuevo sobre sus
talones, pero allí solo estaba él. Un súbito temblor se apoderó de todo su
cuerpo y comenzó a mirar de manera frenética en todas direcciones.
—Sammael…Hijo mío…
Las voces empezaron a llegar
de varios lugares a la vez, como una brisa de susurros que le iba rodeando
lentamente.
—¡Quien anda ahí, da la
cara!
Volvió a escuchar su nombre
tras él, pero esta vez sonó siniestramente amenazante. Al volverse observó como
una oscura sombra se materializaba frente a él. Sus pies empezaron a retroceder
con pasos cortos, hasta que el ser brotado de la nada se dirigió directamente a
él, llamándolo una vez más por su nombre.
Sin pensarlo ni un segundo
más echo a correr saltando por encima de la tumba de su madre.
Corría entre las lápidas
apenas visibles en la oscuridad de la noche, mientras volvía de vez en cuando
el rostro para asegurarse de que las sombras no le alcanzaban. Cada bocanada de
aire era como si millones de alfileres atravesaran sus pulmones. Sentía el
ardor de sus piernas a cada zancada, y el palpitar de su corazón retumbándole
en el pecho y las sienes. El húmedo césped que cubría las tumbas hacía que sus
deportivas resbalaran.
La rama de un viejo árbol se
interpuso en su camino arañando su cara y haciéndole caer, pero aún así no se
detuvo. Durante unos metros siguió avanzando valiéndose de las manos, casi
gateando por aquel suelo que parecía hundirse bajo sus pies. El pánico iba
calando sus huesos a medida que notaba la fría caricia de la muerte pisándole
los talones.
Halló esperanza a lo lejos,
cuando ante sus ojos apareció una pequeña capilla de la que emanaba una tenue
luz titilante. Miró tras de sí de nuevo, más en busca de aliento que de su
captor, y con un profundo gruñido de esfuerzo irguió su flaco y tembloroso
cuerpo.
Por un segundo mientras
ascendía por los estrechos escalones, temió que las puertas estuvieran
cerradas. Se preparó para el inminente impacto contra ellas, pero estas se
abrieron de par en par en cuanto su hombro golpeó contra la madera.
Corría por el pasillo
central en busca de un escondite, cuando la gran cruz que se alzaba ante él
comenzó a repiquetear contra la pared que la sostenía. Tras un sonido sordo que
el eco hizo retumbar durante unos minutos, la cruz se giró quedando invertida
frente a sus ojos.
©
Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente)
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