lunes, 30 de enero de 2017

LA MALDICIÓN DE SAMMAEL



La noche se abría paso oscureciendo el cielo de la tarde de aquel seis de junio. Sentado en un banco cercano a la entrada, observaba como la gente iba abandonando el cementerio. Pronto cerrarían las puertas y en ese momento, oculto entre las sombras de la noche, aprovecharía para saltar los muros que cercaban aquel campo santo.

Solo el crujir de la arena bajo sus pies rompía el silencio. Caminaba absorto en sus pensamientos, haciendo girar el crisantemo blanco que portaba en las manos. Siguió el camino de tierra sin prestar ninguna atención al centenar de lápidas que se extendían a su alrededor.

Antes de abandonar el camino se giró rápidamente sobresaltado, y una vez más comprobó que a su espalda no había nadie. Nunca había nadie…pero entonces, porqué siempre tenía aquella extraña sensación de que alguien seguía sus pasos y, observaba cada movimiento que hacía.



Se arrodilló ante ella con lentitud, posó su mano en el caliente mármol y acarició con dulzura la hendidura de cada una de las letras. Apretó con fuerza los dientes al sentir el lacerante latido de su corazón, cada año le embargaba el mismo odio.

«Fuiste la semilla del mal en su vientre, una maldición ¡Tú la mataste!». Las voces del pasado le gritaban sin piedad alguna, retumbando en su cabeza como el quejido de condenados, pidiendo clemencia en el infierno. Respiró profundamente intentado deshacerse de todos aquellos hirientes recuerdos, llevó la flor a sus labios y le dio el beso que jamás pudo darle a su madre.

Unos pasos a su espalda hicieron que la flor resbalara de entre sus dedos. Se giró con avidez para otear el oscuro paisaje que se abría ante él, pero allí no había nadie. Sus ojos saltaron de lápida en lápida durante unos minutos, y al quedar convencido de su soledad, sacudió la cabeza mofándose de sí mismo por asustarse.

Al volverse hacia la tumba en busca de la flor, sintió como la sangre se helaba en sus venas cuando el graznido de la oscura silueta que avanzaba hacia él  penetró en sus oídos. Se cubrió el rostro con el brazo mientras caía de espaldas al suelo y el animal revoloteaba frente a su cara arañando la piel de su antebrazo. Con lentitud premeditada fue incorporándose hasta quedarse sentado en el césped, observando atónito como el cuervo huía portando la flor en su pico, y se perdía en la negrura de la noche.

Tendido en el suelo y con la respiración aún agitada intento buscar la calma

—¡Por Dios solo era un estúpido pájaro, quieres calmarte!

Con un ágil movimiento se puso en pie y sacudió la tierra y el césped de sus vaqueros. Dejó caer la cabeza hacia atrás con un pesado suspiro de amargura, odiaba tanto el día de su cumpleaños.

—Sammael…

Se volteó tambaleante al sentir el aliento que le había susurrado al oído, no vio a nadie.

—Sammael…

Giró de nuevo sobre sus talones, pero allí solo estaba él. Un súbito temblor se apoderó de todo su cuerpo y comenzó a mirar de manera frenética en todas direcciones.

—Sammael…Hijo mío…

Las voces empezaron a llegar de varios lugares a la vez, como una brisa de susurros que le iba rodeando lentamente.

—¡Quien anda ahí, da la cara!

Volvió a escuchar su nombre tras él, pero esta vez sonó siniestramente amenazante. Al volverse observó como una oscura sombra se materializaba frente a él. Sus pies empezaron a retroceder con pasos cortos, hasta que el ser brotado de la nada se dirigió directamente a él, llamándolo una vez más por su nombre.

Sin pensarlo ni un segundo más echo a correr saltando por encima de la tumba de su madre.

Corría entre las lápidas apenas visibles en la oscuridad de la noche, mientras volvía de vez en cuando el rostro para asegurarse de que las sombras no le alcanzaban. Cada bocanada de aire era como si millones de alfileres atravesaran sus pulmones. Sentía el ardor de sus piernas a cada zancada, y el palpitar de su corazón retumbándole en el pecho y las sienes. El húmedo césped que cubría las tumbas hacía que sus deportivas resbalaran.

La rama de un viejo árbol se interpuso en su camino arañando su cara y haciéndole caer, pero aún así no se detuvo. Durante unos metros siguió avanzando valiéndose de las manos, casi gateando por aquel suelo que parecía hundirse bajo sus pies. El pánico iba calando sus huesos a medida que notaba la fría caricia de la muerte pisándole los talones.

Halló esperanza a lo lejos, cuando ante sus ojos apareció una pequeña capilla de la que emanaba una tenue luz titilante. Miró tras de sí de nuevo, más en busca de aliento que de su captor, y con un profundo gruñido de esfuerzo irguió su flaco y tembloroso cuerpo.

Por un segundo mientras ascendía por los estrechos escalones, temió que las puertas estuvieran cerradas. Se preparó para el inminente impacto contra ellas, pero estas se abrieron de par en par en cuanto su hombro golpeó contra la madera.

Corría por el pasillo central en busca de un escondite, cuando la gran cruz que se alzaba ante él comenzó a repiquetear contra la pared que la sostenía. Tras un sonido sordo que el eco hizo retumbar durante unos minutos, la cruz se giró quedando invertida frente a sus ojos.

©


Puedes encontar este relato completo en mi libro El Escondite de las sombras
(Príximamente)  
 


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