Era una noche cualquiera de
una semana cualquiera. La rutina en la que se había convertido su vida le llevaba
tras cada ocaso a recorrer esa misma calle.
Con
las manos en los bolsillos caminaba con su habitual andar decidido, de quien
siempre sabe dónde pisa, y hacia dónde va. El eco de sus pasos retumbaba en las
fachadas de las casas, mientras su sombra fiel compañera, le seguía silenciosa
jugando con la luz de las farolas.
Abrió
la pesada puerta y tras entrar, se detuvo mientras esta se cerraba a su
espalda. Inspiró profundamente impregnándose de aquel ambiente que le devolvía
a días pasados, a recuerdos felices. La tenue luz de las pequeñas lamparillas
de las mesas; el foco alumbrando el parvo escenario; la trompeta, el saxofón y
la batería, llenando el aire con sus notas. Pero sobre todo, ella. La joven
Catrina iluminando cada rincón del club con su dulce voz.
Le
había llevado mucho tiempo encontrarla, pero al fin gozaba orgulloso de
sentarse cada noche a escucharla cantar.
Cobrándose viejos favores de sus tiempos de
detective, e insistiendo con fiereza, consiguió seguir la pista hasta el club Lamentos. Nada más verla lo supo, sin
duda alguna era ella. Desde entonces cada noche, cogía su coche sin importarle
la hora de trayecto hasta Chicago, para durante unas horas dejarse abrazar por
su voz, por su presencia.
Saludó
al camarero que le recordaba a Timmy, el viejo barman que le servía los whiskys
dobles después de un duro día en las calles. Por eso le encantaba aquel lugar,
le transportaba a sus años de juventud en los que prometía llegar lejos en el
departamento de policía. Guardaba cada detalle, desde la estética del ambiente
hasta la vestimenta de camareros y músicos. Era como volver a los cincuenta.
Se
desprendió de la gabardina colgándola en el perchero de madera, dejando a plena
vista la sobaquera de cuero ajado por años de servicio. Deshacerse de la placa
apenas le costó, pero su 38. era otra historia. Remangó las perneras de sus
pantalones pellizcándose suavemente la tela de los muslos, y se sentó. Siempre
lo hacía en la misma mesa, en una esquina cerca del escenario, allí donde la
luz no alcanzaba a alumbrar su rostro.
Con
delicadeza mesurada dejó caer el sombrero al lado de la lamparilla, descubriendo
como el sigiloso pasar de los años no perdona a nadie. Solo el platear de sus
sienes y alguna que otra arruga le delataba. En su interior, bien escondido,
guardaba el agonizante marchitar de quién ha visto y sentido mucho dolor.
Nunca
sonreía, ya no. Tampoco aplaudía el terminar de cada canción. Simplemente
permanecía allí sentado, casi inmóvil, mirando a Catrina de manera fija,
prácticamente acechante.
Cuando
el camarero se acercó a dejar el vaso de Jack
Daniel's, recogió la pequeña nota y la rosa roja que Frank siempre dejaba
en la esquina de la mesa. Jamás intercambiaban ni una sola palabra, es más,
Frank tan si quiera era capaz de dedicarle una mirada al joven camarero. El
cual, sabedor de que debía hacer con el papel y la flor, se alejaba silencioso
hasta el escenario para dárselo a Catrina.
Tras
el carmesí de aquellos labios que dibujaban una sonrisa algo fingida, ella le
agradecía el obsequio. Aunque su enigmático semblante le resultaba atractivo,
la forma en que la miraba la daba escalofríos. Desde que había aparecido en el
club, le pedía a Henry, el trompetista que la acompañara hasta el aparcamiento.
Ya
no le era necesario mirar que decía la nota. Un simple gesto bastaba para que
los instrumentos cobraran vida. Y una noche más Blue moon hacía que Frank cerrara los ojos, perdiéndose en sus
recuerdos.
Como
dictaba la rutina él iba a la barra y se sentaba junto a Catrina, cuando esta
bajaba del escenario.
—Buenas
noches Frank, una vez más gracias por la rosa.
Con
la mirada perdida entre las botellas del bar él asintió. Cuando el foco no la
alumbraba Frank era incapaz de mirarla.
—Siempre
tan agradecida, mi bella Estela…
Catrina
ya no se molestaba en corregirle, desde el primer día la llamaba por aquel
nombre.
Soltó
unos cuantos dólares sobre la barra, pero en esta ocasión, pillándola por
sorpresa, se tomó el atrevimiento de coger la mano de la joven.
—Escúchame
bien Estela, y prométemelo. Prométeme que no dejaras que nunca nadie te rompa
el corazón. Júrame que cuidaras de él siempre.
Incomoda
y con las palabras atragantadas en la garganta, asintió lentamente sin saber
muy bien que quería decir aquel hombre.
El
viaje de vuelta siempre se le hacía más largo. Puede que porque sabía que lo
que le esperaba era una casa vacía.
Echó
los dos cerrojos y le dio tres vueltas a la llave. Se quedó mirando durante
unos minutos el caos que reinaba. Los muebles desordenados ocupaban cada
espacio de la sala. La cama en medio del salón, junto al sofá pegado a una
estantería. Las sillas amontonadas unas encima de otras sobre la mesa del
comedor. Negó con la cabeza a sabiendas de que ella jamás aprobaría aquel
desorden.
Se
detuvo frente a la puerta de su habitación. Justo al lado de ella, encima de
una vieja cómoda, su foto preferida. Asió el marco para observarla más de
cerca, acariciando con el dedo el rostro de la bella y embarazada Estela. Era
preciosa… De sonrisa cegadora; con dulzura inmedible; de algodonosas caricias
curativas. El amor de su vida.
Con
sonrisa amarga volvió a dejarla sobre la cómoda. El dolor oscureció su rostro,
mientras la rabia cerraba sus puños. Abrió la puerta dejando que esta golpeara
contra la pared.
Maniatado,
sudoroso y mal herido, se revolvía espasmódico el pobre desgraciado. Miró a
Frank cuando este se adentró en el cuarto, la ira incendiaba sus ojos, mientras
balbuceaba palabras que morían entre los hilos de la tela que le amordazaba.
Quién diría que ese hombre que ahora
gritaba nervioso e indefenso, era el mismo que hace años sembraba el pánico en
las calles de Chicago.
El
mismísimo Tony De Rico, uno de los
mafiosos más temido y escurridizo de los años cincuenta. Ahora lloraba
desamparado cada vez que Frank le arrancaba las uñas, y le golpeaba incansable
en la cara con la culata de su pistola. Llevaba meses allí encerrado,
aguantando las torturas a las que Frank le sometía. La mayoría de las veces
incapaz de soportar más dolor, se desmayaba.
—¿Crees
que soy cruel verdad? Créeme si te digo Tony, que estoy siendo benevolente. Tú
la hiciste sufrir más. La humillaron, la apalearon, la violaron…La dejasteis
tirada en aquel callejón, sola y mal herida, agonizante. ¿Sabes que luchó por
vivir? ¿Qué intento con todas sus fuerzas aferrarse a la vida? Cuando llegaron
los sanitarios apenas respiraba, pero no dejó de proteger a la niña que llevaba
en sus entrañas , mi niña, mis preciosas mujercitas…
El
dolor se le clavaba en el alma, estrangulaba su corazón, cortándole la razón de
vivir. Miró por la ventana dándole la espalda a De Rico.
—Era
tan buena, que esperó a llegar al hospital para morir. Aunque le dolía, Dios
sabe cuánto sufrió. Aguanto como una luchadora intentando salvar a nuestra hija.
Tú me arrebataste a las dos ¿Qué menos que devolverte el favor?
Sacó
su pistola.
Durante
un tiempo se perdió en la bebida, pero después dándose cuenta de que Estela
odiaría al hombre en el que se había convertido, dejó de beber hasta perder el
conocimiento. Se centró por completo en la venganza. Buscaría a Tony, ya
apartado de aquel mundo de clubs, drogas y peleas callejeras. Ese que trajeado
y silencioso presenció el sufrimiento de su amada Estela, solo por vengarse de
él. Del detective que intentaba darle caza tiempo atrás, y que amenazaba con
frustrar sus ahora beneficiosos negocios que tantas palizas y sangre le habían
costado alzar.
Encontró
la manera de ser paciente a pesar de sus ansias de vendetta. Pasó horas de
vigilancia dentro de su coche siguiendo los pasos del mafioso; se aprendió sus
rutinas; el nombre de cada persona que se le acercaba; averiguó cada una de sus
manías; de sus negocios, legales e ilegales. Incluso sabia sus gustos
culinarios y su alergia a las nueces.
—Ya he
cavado mi tumba Tony ¿Qué me dices? ¿Estás preparado para ocupar la tuya?
Pegó
el cañón de su revólver a la frente de De Rico.
—Mírame
bien desgraciado. Fuiste lo último que ella vio, ahora yo seré lo último que
veas.
Apretó
el gatillo dejando que la sangre salpicara su rostro. Inmóvil, observó durante
unos minutos el cuerpo inerte de Tony. Su muerte no le devolvería a Estela,
pero después de tanto tiempo odiando y sufriendo, sintió algo de alivio en su
interior. Al fin se había cobrado su venganza.
Se
dirigió hacia el único mueble que ocupaba el cuarto. Encima de él había un
sobre que cogió. Salió de la habitación sin tan siquiera cerrar la puerta, sin
detenerse agarró la foto de la cómoda y se la llevó consigo. Tras sentarse en
el sofá besó la foto y la dejó en su regazo.
—Es
hora de que volvamos a vernos amor mío, ya no tendrás que esperar más. Ella
sabrá cuidar de tu regalo.
Con
la que sería la última sonrisa de sus labios, depositó el sobre en el
reposabrazos del sillón. Encañonó lo único que le separaba de su Estela, el
corazón que palpitaba en su pecho, y disparó.
En
el sobre, escrito con letra clara ponía:
Para
Catrina.
Te preguntaras quien soy. En realidad no
soy nadie, solo un pobre desgraciado al que por unos meses devolviste a la
vida.
A ella le habría encantado conocerte. Tu
voz es pura magia, la hubiera fascinado escucharte cantar Blue moon. Aunque tu
rostro goza de una belleza majestuosa, la de ella aún sigue cegando mis ojos.
No os parecéis en nada, pero tú formas parte de mi Estela. Llevas lo que un día
compartió conmigo y, que yo atesoré con amor eterno.
Te pido que cuides bien de eso que
palpita dentro de tu pecho, de ese corazón que latió hasta el último momento,
pero que lamentablemente se paró. Ahora vive dentro de ti, de ese corazón que
ella te regaló y que ahora te pertenece.
Querida Catrina vive la vida que Estela
no pudo vivir, haz que cada latido valga la pena.
©
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