Vine a este mundo como la
mayoría, llorando. Como si ese primer exhalo de vida que damos fuera
angustioso, como si en el fondo supiéramos que en ese momento pertenecemos al
mundo, que ya somos vulnerables a las decepciones, a los traspiés de la vida,
al amor, la traición.
Durante un tiempo somos
inmunes, pasamos de mano en mano, nos acunan con el amor más verdadero que
existe, el amor de una madre. Pero pronto vuelve el llanto, ese primer diente
que se abre paso desde dentro, que nos enseña un dolor nunca antes
experimentado, una pequeña muestra de lo que vendrá, pero que la inocencia y el
afán por descubrir borra de nuestras mentes aun fértiles de saber.
Caminamos sin miedo,
riéndonos del riesgo con una sonrisa desdentada porque no le conocemos, no
somos conscientes del dolor que acecha, si nos caemos nos levantamos, solo mamá
pone los límites. Solo ella tiene el poder curativo de acallar nuestro llanto
con su voz, de sanar las heridas con la suave magia de sus manos.
Todo es juego y carantoñas
hasta que llega esa primera despedida. Esa sensación de abandono que nos
devuelve a la salada tristeza que perla nuestros ojos y nos humedece las
sonrojadas mejillas ¡Qué desconsuelo, que soledad! Tener que abandonar los
cálidos brazos de nuestra protectora, para rodearnos de desconocidos de nuestra
misma estatura y que lloran con desconsuelo como nosotros.
La pena dura justo lo que
dos niños tardan en hacerse amigos, es entonces cuando la tragedia se torna de
no querer ir al colegio a no querer despedirse de los nuevos compañeros.
Crecemos deseando ser
mayores, creyendo que la respuesta a todo está en dejar de ser niños. Ansiando
una libertad que pensamos coartada por gusto, por el miedo de unos padres que
temen que la vida nos alcance. Y comenzamos a volar mirando la caída con
emoción, porque nosotros no caeremos al vacío, nuestra meta está más allá de
donde alcanza la vista, de lo que ocultan las nubes.
Todo es tan duro en la
adolescencia, nadie nos comprende y solo nos ponen zancadillas con la única
intención de decirnos «ves, te lo dije». Nos convertimos en almas
incomprendidas que encuentran la solución en la rebeldía, sin darnos cuenta que
abrimos la puerta a un desconocido, la sociedad. En silencio ella nos corrompe
dando pinceladas aquí y allá, pintando diferentes cuadros que ante nuestras
ganas de encontrar nuestro sitio, nos llevan a experimentar con nuevos colores y
a veces, a mancharnos las manos.
Es admirable cómo luchamos
por nuestras creencias a esa edad. Cómo sin miedo y a pecho descubierto
corremos hacia lo que creemos es la única verdad. Qué necios e inocentes somos.
Que incautos, qué ataviados con una mochila llena de sueños nos pensamos
invencibles.
Es el primer amor el que nos
demuestra que nuestro escudo forjado con indiferencia, no sirve de nada contra
las flechas de Cupido. Olvidamos todo lo demás, abandonamos la lucha por un
tiempo y los portazos se convierten en sonrisas repentinas, las canciones cobran
un sentido diferente que, sin duda, expresan lo que sentimos. El mundo adquiere
un color distinto coloreando esa oscuridad que acecha en la soledad de nuestra
habitación. Pero el destino es esa neblina que a veces se empeña en que
avancemos por otro camino y por mucho que nos obcequemos en amar a una persona
en concreto, una vez más, la vida nos enseña que no somos dueños de nuestro
sino.
Así es como nos rencontramos
con las lágrimas, como el llanto desconsolado vuelve a nuestra alma que sin
darse cuenta, comienza a anhelar esa inocencia, esa niñez ya casi perdida.
Cuando nos percatamos de que el otoño de la vida no es tan idílico como no
habían hecho creer, corremos indefensos bajo el ala protectora de mamá, que sin
duda ni reproches, nos espera con los brazos abiertos.
A lo largo de la vida lloramos en incontables
ocasiones, a veces no solo de tristeza, siempre hay una luz en medio de la
oscuridad. Las lágrimas forman parte de nuestro crecimiento, de nuestro día a
día. Todos lloramos alguna vez, quien diga lo contrario miente y quien guarde
rencor por quien le hizo llorar, aún no ha entendido que esas perladas gotas
rebosantes de sentimientos, de vivencias, marcan con su húmedo camino el
transcurso de lo que nos convierte en sobrevivientes, en luchadores. Que son la
diferencia entre una emoción o una amarga tristeza. Son las lágrimas las que nos
gritan que estamos vivos y que vivimos para sentir un día más.
He tardado en darme cuenta,
pero ahora tumbada en esta cama, con el sudor resbalando por mi cara, dolorida
por el gran esfuerzo que aun agarrota todos mis músculos, lloro como nunca
antes lo hice. Mis ojos se inundan de alegría líquida, mientras algo en mi
pecho me grita que aquí es donde comienza otra nueva vivencia. Sonrío embobada
escuchando tu primer llanto, viendo cómo te retuerces descubriéndote en este
mundo. A mí aun me queda por llorar, lo sé, yo estuve en tu lugar y justo en
este momento entiendo a mi madre. Tú tranquilo, mi niño, que acabas de llegar,
no temas por las lágrimas, que mamá estará siempre aquí para secarlas. Llora
mientras puedas, que ya sean penas o alegrías, las lágrimas son lo que riegan
la flor de la vida.
©
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