Estoy
tan nerviosa…es la primera vez que me enfrento a tanto público.
Todos
esos ojos mirándome, temo cometer algún error. No sé si son los nervios o la
ausencia de ropa, pero esta tiritona que hace castañear mis dientes y me pone
la piel de gallina, me sume en un balanceo que lejos de calmarme, me inquieta
aún más.
Todas
me sonríen, me han dicho que soy especial, casi única en estos tiempos que
corren, y la verdad es que aquí arriba, en esta especie de altar, me siento como
una estrella del rock. Menos mal que no hay hombres, si no menuda vergüenza. Ellas
hacen que resulte tan natural mi desnudez.
Dicen
que no debo temer nada, que tengo que estar tranquila, al parecer llevan tanto
tiempo esperándome que no puede haber ningún error. Ahora Jezabel, la madre de todas nosotras, se
sitúa al borde de la gran roca sobre la que estamos, se dirige a las demás, que
expectantes aguardan bajo el altar. Extiende sus brazos con el rostro hacia el
techo de las cuevas, todas gritan extasiadas, enloquecidas. Con un gesto de su
dedo índice me invita a acompañarla y yo, sin dejar de mirar su rostro pintado
de un rojo sangre, dejo que mis pies descalzos caminen hasta ella. Me exhibe,
me adula entre susurros y les grita a las demás que mi prudencia marcó el
camino; la templanza mantuvo mis instintos en los límites de la inocencia; con
fortaleza asumí mi destino y anduve hacia él; que la fe y esperanza en un
mañana grandioso me hicieron guardar lo
más valioso que poseía, mi castidad.
Al
parecer todas esas virtudes no solo me han traído hasta aquí, sino que además
me han convertido en la elegida, en la merecedora del mayor de los regalos, la
eternidad. Mi cometido es sencillo: beber de la copa que me ofrezca Jezabel, tumbarme sobre esa gran roca con forma de
camilla, dejar que me aten y no tener miedo por lo que dejo atrás. No sentiré
dolor sino gozo, debo abrazar la oscuridad no temerla. La afilada daga que
empuña Madre es la llave, y mi casto
cuerpo la cerradura de una puerta que me llevará junto a ese del que todas
hablan y adoran.
Debo
ser valiente, cumplir con el que dicen es mi destino. Jezabel insiste en que el
Rey lleva años esperando mi llegada, que seré dichosa a su lado, más que aquí.
Él cuidara de mí y yo, como tributo, daré prosperidad a todas mis hermanas.
Haré que las manillas no cuenten sus minutos, que los años no arruguen su piel
y que cuando el gran día llegue, puedan estar todas presentes para verme
resurgir de las llamas junto al poderoso Rey de las tinieblas.
©
Relato incluido en el libro Sinfonía de Palabras 2018 Vicios y Virtudes. Asociación Papel y Pluma.
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