jueves, 21 de febrero de 2019

MARIONETAS


Padre me talló con el nombre de Ciodora, decía que sería la mejor de sus creaciones, esa chispa de magia que prende el corazón de todo niño. También me hablaba del mundo, del poder de los aplausos y las sonrisas. Yo siempre le escuché con ilusión, con el deseo de salir de aquel taller y deslumbrar a todos con aquellos cuentos, que padre me narraba a mí con tanto entusiasmo. Pero mi creador olvidó hablarme de algo importante, el amor.

Ahora que su recuerdo está casi tan desgastado como la madera de mis articulaciones, echo de menos esos días, su voz áspera y liviana como la lija que en una ruda caricia suaviza las impurezas de la madera. Pasé a vivir entre bambalinas, rodeada de la alegría y el entusiasmo de extraños, pero sobre todo, viviendo con un gran secreto.

Día tras día se repetía la misma función, aún lo recuerdo como si fuera ayer: Mis cuerdas tiemblan al verle y se enredan nerviosas cuando me saluda con amabilidad, aun sabiendo que no obtendrá respuesta. Se abre el telón y el rubor de mis coloretes pintados queda al descubierto por los focos. Él sonríe, siempre lo hace. Sus ojos verdes miran hacia abajo desde la oscuridad, sus labios se mueven con dulzura poniéndole voz al pedazo de tronco que comparte escenario conmigo. Mi cara de expresión perenne sigue abriendo y cerrando la boca llevada por las manos que me manejan. Siento como las astillas se remueven en mis adentros e intento desprenderme de los hilos que me atan, sueño con que mis rígidas piernas pisan con firmeza y puedo correr hasta él.

Pero entonces me doy cuenta de que ese, era un amor imposible y que jamás podría decirle lo que sentía.

En aquel momento fantaseaba con las leyendas que había escuchado desde la estantería del taller de padre. Había una en especial que siempre me sacaba una sonrisa y mantenía una luz de esperanza en mí. La historia hablaba de un carpintero que deseaba ser padre y que talló una marioneta, que soñaba con ser un niño de verdad. Padre la contaba con la ilusión de un crío y después se quedaba mirándonos fijamente, esperando algo que aún no he comprendido.

Cuando Elena me cogió del estante me sentí muy afortunada, pero nada comparado a cuando él me sostuvo entre sus manos. Me miró con ternura, acarició mis pelirrojas trenzas y sonrío mientras decía « ¡Es perfecta, Elena!». Desde ese preciso momento quedé enamorada de Héctor.

Al igual que padre, él también nos hablaba, aunque más con Galindo que conmigo, ya que Galindo era su marioneta. Siempre nos sacaba de la oscuridad de nuestros estuches y nos sentaba mientras preparaba todo para la función. Yo me dejaba resbalar por el respaldo de la silla, para que él con cariño y arrodillándose frente a mí, volviera a acomodarme estirando mi vestido y cogiendo mis manos entre las suyas.

— Sé que intentas decirme algo Ciodora, pero si huyes nos romperás el corazón a Galindo y a mí —decía apartando el pelo de mi flequillo. — ¿Sabes? El marrón de tus ojos es tan realista, que a veces tengo la impresión de que se moverán y después comenzarás a hablarme.

¡Ojalá! Pensaba yo sintiendo que mi madera se agrietaba y me partiría en dos.



Para desagrado de Elena solía liar mis cuerdas, a sabiendas de que debido a su falta de paciencia sería Héctor quien las desenredara. Las yemas de sus dedos coqueteaban con mis hilos, pero la madera no se estremece y mis coloretes ya fueron pintados en su día, por lo que dejaba caer mi labio inferior para mostrarle la mejor de mis sonrisas. Lamentablemente nunca surtía el efecto que yo esperaba, puesto que ante los ojos de Héctor, solo era una marioneta de boca abierta y dientes de pintura desconchada, incapaz de articular palabra por si sola, padre también olvidó darme voz.

Durante un tiempo me bastó con aquellos breves momentos en su compañía, pero pronto empecé a querer estar más cerca de él. En la soledad de mi baúl y con ayuda de una extraña fuerza que procedía de mi tronco y parecía darme vida por unos instantes, comencé a controlar mis extremidades.

Por las noches abría el estuche y me sentaba sobre el cofre de Galindo, a Héctor le divertía encontrarme allí cada mañana.

—¡Vaya! Creía haberte guardado —decía alzándome hasta ponerme a la altura de sus ojos verdes.— ¿Sabes muñeca? Si sigues rondándome de esta manera, terminarás por conquistarme.

Aquella sonrisa pícara que se pintaba en su rostro al hablarme, me hacia enloquecer, como si de un momento a otro mi madera fuera a entrar en combustión, con el único deseo de volver a mi niñez; a ser parte de ese árbol de largas raíces y él mi tierra húmeda donde extenderme, crecer y crear vida en mis ramas. Pero sabía que para Héctor solo era una muñeca, un ser inanimado incapaz de sentir emociones.

No tardé en ir más allá. Cuando los fuertes nudos que hacía en mis cuerdas me supieron a poco y sabiendo que Héctor haría todo lo posible por arreglarme para salir a escena, comencé a romperme por amor.

Desgarré mis hilos, desconché la pintura de mis ojos e incluso a pesar del dolor, saqué los pernos de mis articulaciones para que mis brazos y piernas quedaran separados de mi cuerpo.

Como planeaba, Héctor me llevó a casa para arreglarme con mimo, pero lo cierto es, que no todo fue como yo esperaba. Él no estaba solo, Elena también vivía en aquella casa.

—Deberíamos deshacernos de ella, se cae a pedazos y te da mucho trabajo —dijo Elena dejando caer mi brazo sobre la mesa de Héctor.

—¡Estas de guasa! Mírala bien, es perfecta, un trabajo de primera.

—Si no fuera una muñeca, creo que ahora mismo estaría muerta de celos. Parece que le prestas más atención a ella que a mí. Además, a veces me da la sensación de que se mueve y me da bastante grima.

Cuando Héctor me dejó sobre la mesa y se levantó para abrazar a Elena, tuve el impulso de levantarme y de haber podido, sin duda, hubiera descargado sobre ella todo el odio y la envidia que me roía como millones de termitas hambrientas.

Toda aquella ira impregnada en mí como moho, me llevó a hacer algo que dictaminó todo lo que pasó después y mi fatídico final.

Esa misma noche dispuesta a expresarle mis sentimientos a Héctor, volví a cobrar vida una vez más. Caminé sigilosa por el oscuro pasillo y empujé la puerta para adentrarme en la habitación. Con dificultad trepé por la colcha de la cama hasta que conseguí subirme a ella, Héctor y Elena dormían plácidamente cada uno en un extremo del colchón.

Dibujo realizado por Sara M.
Tambaleante avancé por las sábanas y me recosté entre ambos, pasando mi brazo por el costado de Héctor, en un tierno abrazo que hizo que mi madera se astillara. Me desperté entre zarandeos y los gritos de Elena, cuando quise moverme los chillidos fueron aún más fuertes. No comprendí lo que ocurría, hasta que sentí que mis brazos se movían al son de los aspavientos de Elena y vi, que mis cuerdas estaban liadas alrededor de su cuello. Héctor miraba atónito la escena sin saber que decir o que hacer.

Creo que fue en ese preciso momento cuando algo en mí vio la oportunidad, poniéndome en pie comencé a tirar de los hilos con todas mis fuerzas, los gritos se interrumpieron dejando paso a un quejido de pánico.

—¡Hostias! —chilló Héctor cayendo al suelo en un intento de huida.

Elena se echó las manos al cuello para zafarse de mis cuerdas, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Cuando Héctor salió corriendo de la habitación fue como un hachazo en pleno tronco, que dejó un corte muy profundo en mí, tiré aun con más fuerza decidida a acabar con lo que se interponía entre nosotros, Elena.

—¡Tranquila nena ya voy! —dijo Héctor entrando de nuevo en el cuarto.

Yo me giré para mirarle y sonreí con dulzura, en respuesta él me miró con una mezcla entre miedo y asco, que volvió a cortarme como una sierra dentada de afilado desprecio. Cortó mis hilos con las tijeras que llevaba en la mano y cogió a Elena entre sus brazos, apartándose ambos de mí mientras Héctor seguía amenazándome con las tijeras.

La rabia encendió algo dentro de mí, algo que como una bola de fuego se acumuló en mi garganta y explotó de una forma, que llevaba soñando desde que conocí a Héctor.

—Yo…te quiero…

Mi voz sonó hueca, carente de espíritu, de sentimientos. Como un ronco estruendo que rompe el silencio de la noche, hasta yo misma me asusté de su sonido.

Lo que vino después fue la oscuridad, Héctor tiró sobre mí una manta y me agarró  con brusquedad, sentí su paso apresurado por el pasillo, noté mi cuerpo caer hacia lo que parecía el suelo, pero cuando quitó la manta y miré hacia arriba, vi su rostro enfurecido, aterrado. La tapa del estuche cayó sobre mí como la de un ataúd, que entierra al no tan difunto, escuché las manos temblorosas cerrando los bloqueos de mi baúl y las patadas de Elena.

—¡Puta muñeca, te lo dije! es como la puñetera Annabelle.



En aquel momento, esa misma noche, se acabaron mis días de escenario. Sigo sin saber quién es la tal Annnabelle, pero mucha gente que golpea mi cristal habla de ella. Ahora vivo en una vitrina, he oído a los clientes decir algo de santeria, pero no sé qué es eso. Emma, mi nueva dueña, puede tirarse horas mirándome y a veces me pide que vuelva hacerlo, que hable para ella, pero mi voz no ha vuelto desde aquella noche en la que Héctor salió de mi vida.

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