Padre me talló con el nombre
de Ciodora, decía que sería la mejor de sus creaciones, esa chispa de magia que
prende el corazón de todo niño. También me hablaba del mundo, del poder de los
aplausos y las sonrisas. Yo siempre le escuché con ilusión, con el deseo de
salir de aquel taller y deslumbrar a todos con aquellos cuentos, que padre me narraba
a mí con tanto entusiasmo. Pero mi creador olvidó hablarme de algo importante,
el amor.
Ahora que su recuerdo está
casi tan desgastado como la madera de mis articulaciones, echo de menos esos
días, su voz áspera y liviana como la lija que en una ruda caricia suaviza las
impurezas de la madera. Pasé a vivir entre bambalinas, rodeada de la alegría y
el entusiasmo de extraños, pero sobre todo, viviendo con un gran secreto.
Día tras día se repetía la
misma función, aún lo recuerdo como si fuera ayer: Mis cuerdas tiemblan al
verle y se enredan nerviosas cuando me saluda con amabilidad, aun sabiendo que
no obtendrá respuesta. Se abre el telón y el rubor de mis coloretes pintados
queda al descubierto por los focos. Él sonríe, siempre lo hace. Sus ojos verdes
miran hacia abajo desde la oscuridad, sus labios se mueven con dulzura
poniéndole voz al pedazo de tronco que comparte escenario conmigo. Mi cara de
expresión perenne sigue abriendo y cerrando la boca llevada por las manos que
me manejan. Siento como las astillas se remueven en mis adentros e
intento desprenderme de los hilos que me atan, sueño con que mis rígidas
piernas pisan con firmeza y puedo correr hasta él.
Pero entonces me doy cuenta
de que ese, era un amor imposible y que jamás podría decirle lo que sentía.
En aquel momento fantaseaba
con las leyendas que había escuchado desde la estantería del taller de padre.
Había una en especial que siempre me sacaba una sonrisa y mantenía una luz de
esperanza en mí. La historia hablaba de un carpintero que deseaba ser padre y
que talló una marioneta, que soñaba con ser un niño de verdad. Padre la contaba
con la ilusión de un crío y después se quedaba mirándonos fijamente, esperando
algo que aún no he comprendido.
Cuando Elena me cogió del
estante me sentí muy afortunada, pero nada comparado a cuando él me sostuvo
entre sus manos. Me miró con ternura, acarició mis pelirrojas trenzas y sonrío
mientras decía « ¡Es perfecta, Elena!». Desde ese preciso momento quedé
enamorada de Héctor.
Al igual que padre, él
también nos hablaba, aunque más con Galindo que conmigo, ya que Galindo era su
marioneta. Siempre nos sacaba de la oscuridad de nuestros estuches y nos
sentaba mientras preparaba todo para la función. Yo me dejaba resbalar por el
respaldo de la silla, para que él con cariño y arrodillándose frente a mí,
volviera a acomodarme estirando mi vestido y cogiendo mis manos entre las
suyas.
— Sé que intentas decirme
algo Ciodora, pero si huyes nos romperás el corazón a Galindo y a mí —decía
apartando el pelo de mi flequillo. — ¿Sabes? El marrón de tus ojos es tan
realista, que a veces tengo la impresión de que se moverán y después comenzarás
a hablarme.
¡Ojalá! Pensaba yo sintiendo
que mi madera se agrietaba y me partiría en dos.
Para desagrado de Elena
solía liar mis cuerdas, a sabiendas de que debido a su falta de paciencia sería
Héctor quien las desenredara. Las yemas de sus dedos coqueteaban con mis hilos,
pero la madera no se estremece y mis coloretes ya fueron pintados en su día,
por lo que dejaba caer mi labio inferior para mostrarle la mejor de mis
sonrisas. Lamentablemente nunca surtía el efecto que yo esperaba, puesto que
ante los ojos de Héctor, solo era una marioneta de boca abierta y dientes de
pintura desconchada, incapaz de articular palabra por si sola, padre también olvidó
darme voz.
Durante un tiempo me bastó
con aquellos breves momentos en su compañía, pero pronto empecé a querer estar
más cerca de él. En la soledad de mi baúl y con ayuda de una extraña fuerza que
procedía de mi tronco y parecía darme vida por unos instantes, comencé a
controlar mis extremidades.
Por las noches abría el
estuche y me sentaba sobre el cofre de Galindo, a Héctor le divertía
encontrarme allí cada mañana.
—¡Vaya! Creía haberte
guardado —decía alzándome hasta ponerme a la altura de sus ojos verdes.—
¿Sabes muñeca? Si sigues rondándome
de esta manera, terminarás por conquistarme.
Aquella sonrisa pícara que
se pintaba en su rostro al hablarme, me hacia enloquecer, como si de un momento
a otro mi madera fuera a entrar en combustión, con el único deseo de
volver a mi niñez; a ser parte de ese árbol de largas raíces y él mi tierra
húmeda donde extenderme, crecer y crear vida en mis ramas. Pero sabía que para
Héctor solo era una muñeca, un ser inanimado incapaz de sentir emociones.
No tardé en ir más allá.
Cuando los fuertes nudos que hacía en mis cuerdas me supieron a poco y sabiendo
que Héctor haría todo lo posible por arreglarme para salir a escena, comencé a
romperme por amor.
Desgarré mis hilos,
desconché la pintura de mis ojos e incluso a pesar del dolor, saqué los pernos
de mis articulaciones para que mis brazos y piernas quedaran separados de mi
cuerpo.
Como planeaba, Héctor me
llevó a casa para arreglarme con mimo, pero lo cierto es, que no todo fue como
yo esperaba. Él no estaba solo, Elena también vivía en aquella casa.
—Deberíamos deshacernos de
ella, se cae a pedazos y te da mucho trabajo —dijo Elena dejando caer mi brazo
sobre la mesa de Héctor.
—¡Estas de guasa! Mírala
bien, es perfecta, un trabajo de primera.
—Si no fuera una muñeca,
creo que ahora mismo estaría muerta de celos. Parece que le prestas más
atención a ella que a mí. Además, a veces me da la sensación de que se mueve y
me da bastante grima.
Cuando Héctor me dejó sobre
la mesa y se levantó para abrazar a Elena, tuve el impulso de levantarme y de
haber podido, sin duda, hubiera descargado sobre ella todo el odio y la envidia
que me roía como millones de termitas hambrientas.
Toda aquella ira impregnada
en mí como moho, me llevó a hacer algo que dictaminó todo lo que pasó después y
mi fatídico final.
Esa misma noche dispuesta a
expresarle mis sentimientos a Héctor, volví a cobrar vida una vez más. Caminé
sigilosa por el oscuro pasillo y empujé la puerta para adentrarme en la
habitación. Con dificultad trepé por la colcha de la cama hasta que conseguí
subirme a ella, Héctor y Elena dormían plácidamente cada uno en un extremo del
colchón.
![]() |
Dibujo realizado por Sara M. |
Tambaleante avancé por las
sábanas y me recosté entre ambos, pasando mi brazo por el costado de Héctor, en
un tierno abrazo que hizo que mi madera se astillara. Me desperté entre
zarandeos y los gritos de Elena, cuando quise moverme los chillidos fueron aún
más fuertes. No comprendí lo que ocurría, hasta que sentí que mis brazos se movían
al son de los aspavientos de Elena y vi, que mis cuerdas estaban liadas
alrededor de su cuello. Héctor miraba atónito la escena sin saber que decir o
que hacer.
Creo que fue en ese preciso
momento cuando algo en mí vio la oportunidad, poniéndome en pie comencé a tirar
de los hilos con todas mis fuerzas, los gritos se interrumpieron dejando paso a
un quejido de pánico.
—¡Hostias! —chilló Héctor
cayendo al suelo en un intento de huida.
Elena se echó las manos al
cuello para zafarse de mis cuerdas, mientras las lágrimas resbalaban por su
rostro. Cuando Héctor salió corriendo de la habitación fue como un hachazo en
pleno tronco, que dejó un corte muy profundo en mí, tiré aun con más fuerza
decidida a acabar con lo que se interponía entre nosotros, Elena.
—¡Tranquila nena ya voy!
—dijo Héctor entrando de nuevo en el cuarto.
Yo me giré para mirarle y
sonreí con dulzura, en respuesta él me miró con una mezcla entre miedo y asco,
que volvió a cortarme como una sierra dentada de afilado desprecio. Cortó mis hilos
con las tijeras que llevaba en la mano y cogió a Elena entre sus brazos,
apartándose ambos de mí mientras Héctor seguía amenazándome con las tijeras.
La rabia encendió algo
dentro de mí, algo que como una bola de fuego se acumuló en mi garganta y explotó
de una forma, que llevaba soñando desde que conocí a Héctor.
—Yo…te quiero…
Mi voz sonó hueca, carente
de espíritu, de sentimientos. Como un ronco estruendo que rompe el silencio de
la noche, hasta yo misma me asusté de su sonido.
Lo que vino después fue la
oscuridad, Héctor tiró sobre mí una manta y me agarró con brusquedad, sentí su paso apresurado por
el pasillo, noté mi cuerpo caer hacia lo que parecía el suelo, pero cuando
quitó la manta y miré hacia arriba, vi su rostro enfurecido, aterrado. La tapa
del estuche cayó sobre mí como la de un ataúd, que entierra al no tan difunto,
escuché las manos temblorosas cerrando los bloqueos de mi baúl y las patadas de
Elena.
—¡Puta muñeca, te lo dije!
es como la puñetera Annabelle.
En aquel momento, esa misma
noche, se acabaron mis días de escenario. Sigo sin saber quién es la tal
Annnabelle, pero mucha gente que golpea mi cristal habla de ella. Ahora vivo en
una vitrina, he oído a los clientes decir algo de santeria, pero no sé qué es
eso. Emma, mi nueva dueña, puede tirarse horas mirándome y a veces me pide que
vuelva hacerlo, que hable para ella, pero mi voz no ha vuelto desde aquella
noche en la que Héctor salió de mi vida.
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