Advertencia: Algunas de las escenas narradas en este relato pueden ser violentas o desagradables, por lo que podrían herir la sensibilidad del lector.Cualquier parecido con la realidad es meramente casual. Esta historia y sus personajes son totalmente ficticios.
GULA
—
Señora Kidman, creo que no es consciente de la gravedad de la situación. Si su
hijo sigue así, lo más seguro es que muera…
La
mujer se giró para observar a su hijo tras la cristalera que separaba el
despacho del médico de la sala de espera.
—
Y dígame doctor Tatum ¿Qué hago? ¿Cómo puedo impedir que mi pequeño muera?
—
Ya lo hemos hablado en otras ocasiones. La única solución es ingresarle, por
mucho que le duela. En la clínica que le dije cuidarán bien de él, ya no es un
niño Señora Kidman, y si él no es capaz de controlarse, en pocos meses sus
órganos empezarán a fallar.
Natalie
pasó un pañuelo por sus ojos para borrar las lágrimas que brotaban de ellos. Volvió
a mirar con ternura a Adam, que seguía en la sala de espera sentado en su silla
de ruedas. Al girarse miró al doctor con frialdad.
—
¡No! Yo y nadie más, cuidará de mi hijo.
Tras
aquellas palabras se levantó con desdén evitando encontrarse con la mirada del
médico. Abriendo la puerta de la consulta y sin darse la vuelta, se despidió
con un airado «Buenos días».
No
abandonaría a su hijo a su suerte, ninguna clínica cuidaría de él mejor que
ella misma, era su madre, y solo una madre sabe lo que es mejor para su
pequeño. Debía hacer algo y rápido, o Adam acabaría con su propia vida.
Ya
lo había intentado en varias ocasiones, pero tarde o temprano siempre terminaba
atendiendo las exigencias de su hijo. El trastorno alimenticio de Adam iba más
allá de atiborrarse a comida, tenía hambre a todas horas y nunca se veía
saciado. El ansia con el que engullía le llevaba a llenarse los carrillos de
comida que ni masticaba; el aceite
resbalaba por su barbilla y dedos hasta que pasando su lengua los hacía
desaparecer; la comida caía por la comisura de sus labios ante la falta de
espacio en el interior de su boca, mientras con ojos desorbitados miraba el
siguiente trozo que se llevaría al estómago.
Con
el único propósito de ayudarle, Natalie, se había visto obligada a poner una
cerradura en la despensa y dos cerrojos con candado en el frigorífico. En mitad
de la noche, Adam solía levantarse para desvalijar todo aquel rincón de la
cocina donde pudiera encontrar comida.
Era
algo superior a sus fuerzas, no podía parar, el estar sin masticar le creaba
una ansiedad que le llevaba a la mayor de las cóleras. Tras la ira inicial en
la que golpeaba la puerta de la nevera hasta quedarse sin respiración, llegaba
el llanto desconsolado que le hacía llamar a mamá como un niño indefenso de
treinta y tres años, que acaba de sufrir una terrible pesadilla.
Después,
el mismo aire que se negaba a entrar en sus pulmones se llenaba de reproches
entrecortados, e insultos que parecían darle un hambre aún más atroz.
—Mamá
necesito comer ¡No oyes mis tripas! ¡Me muero de hambre bruja! —gritaba hipando
por el sofoco.
Natalie
incapaz de seguir viendo como su pequeño de bastante más de ciento noventa
kilos, lloraba suplicándole comida, terminaba cediendo a sus caprichos
nocturnos poniéndose a cocinar todos aquellos grasientos alimentos, que sabía
que acabarían con la vida de su hijo.
La
movilidad de Adam cada vez era más reducida, el simple hecho de levantarse de
la cama ya era una misión casi imposible que le hacia sudar y fatigarse como si
fuera el más extremo de los esfuerzos. Desde hacia unos años necesitaba de una
máquina de oxígeno para evitar que se asfixiara durmiendo, y cada mañana
Natalie tenía que ayudarle a vestirse.
Era
consciente de su enfermedad pero aún así, no dudaba en seguir engullendo como
si llevará meses sin comer. A veces cuando su madre no estaba y era incapaz de
hacerse con algo que llevarse a la boca, iba al fregadero en busca de platos
sucios que aún tuvieran restos, aunque allí casi nunca tenía suerte. Así que
cogiendo el cubo de basura que Natalie guardaba bajo la pila, se sentaba en la
silla del comedor y comenzaba a rebuscar cualquier desperdicio que hubiera en
él; lamía los envoltorios de bollos que ya se había comido horas antes; introducía
sus dedos dentro de botes vacíos intentando hacerse con lo poco que quedara en
ellos; dar con una servilleta pringada de aceite o salsa era el mayor de los
tesoros para él, ya que no solo se conformaba con pasar la lengua por el papel,
sino que metiéndola en su boca comenzaba a masticar la bola para después tragársela.
Natalie
había intentado en muchas ocasiones que Adam llevara una dieta equilibrada, estaba
convencida de haber probado con todo; batidos farmacéuticos sustitutivos de comida;
hierbas de herbolario que debían reducir el apetito de su hijo; todo tipo de
regímenes recomendados por dietistas privados y muy caros; incluso había
sometido a Adam a sesiones de acupuntura con el fin de que su cuerpo no le
pidiera comida. Pero ninguno de aquellos remedios sació la gula descontrolada del joven, sino
que además, el no comer creaba en Adam una ansiedad tal, que varias veces llegó
a arrancarse las uñas a mordiscos para comérselas.
Estaba
dispuesta a seguir intentándolo, no iba a permitir que su hijo se matara ante
sus ojos, debía hacer algo para ayudarle. Esta vez llegaría hasta el final, no
sucumbiría a los lloros, insultos o amenazas. Pero si tampoco resultaba esta
vez, le llevaría a la clínica que le había recomendado el doctor Tatum.
No sería sencillo llevar su plan a cabo, Adam
no colaboraría, pero Natalie estaba convencida de lo que iba a hacer, aunque le
rompiera el corazón ver sufrir a su hijo, era mucho peor verle matarse.
Durante
la cena, más bien festín, que había preparado para Adam aquella noche, dejó
caer con disimulo los polvos de la pastilla que había machacado un rato antes. Una
vez se aseguró de que los somníferos se habían disuelto en la leche, puso el
vaso en la mesa frente a su hijo, que devoraba casi sin respirar un costillar
entero.
Al
principio temió haberse pasado con la dosis, si Adam caía dormido sobre el
plato las cosas se complicarían y mucho. El simple hecho de pensar en mover su
orondo cuerpo hasta la habitación, se convirtió en un punzante agobio que se
clavaba en su pecho.
Suspiró
con alivio al ver como se levantaba de la silla tras asegurarse de que sobre la
mesa no quedaba ni una mísera miga de pan. Observó el lento paso con el que su
hijo salió de la cocina y cerró los ojos al oír el quejido de los muelles de la
cama, su plan estaba en marcha y ya no había vuelta atrás.
Pasados
unos minutos se asomó con sigilo al quicio de la puerta, Adam dormía a pierna
suelta. Acercándose a él con la sensación de que este se despertaría al menor
ruido, llegó hasta la cama, con sumo cuidado cogió la mascarilla de oxígeno y
la puso sobre el rostro de su hijo. No pudo evitar quedarse allí parada
observándole, ahí tan quieto, con aquel gesto plácido en su rostro, por un
momento le pareció estar ante aquel niño inquieto que correteaba de un lado a
otro queriendo saberlo todo, sin poder estarse sentado más de un minuto. Pero
Adam ya no era ese niño, ahora era un adulto incapaz de controlar su obsesión
por la comida.
—
¿Hijo? —dijo con un susurro temeroso.
Su
corazón latía frenético, debía asegurarse de que dormía.
—
¡Adam! —gritó con decisión, como cuando de pequeño él hacia una fechoría.
Tras
haberse asegurado de que no se despertaría hasta dentro de unas cuantas horas,
besó la frente de su hijo, debía comenzar con los preparativos antes de que
Adam se diera cuenta de todo.
No
le sorprendió encontrar un alijo de chocolatinas al quitar los cajones de la
mesita de noche. Tampoco las galletas escondidas en los bolsillos de abrigos y
pantalones del armario, un bote de mermelada y varias bolsas de patatas fritas
bajo la cama.
La
sospecha de que su hijo ocultara más comida dentro de la habitación le hizo
cambiar de planes, sacaría de la habitación todo aquel mueble que no fuera
necesario.
Después
de asegurarse de que la ventana estaba bien cerrada, se dio la vuelta y miró a
su alrededor, menos el armario, aunque vacío, y la cama donde Adam seguía
durmiendo, había sacado todo lo demás.
Exhausta
por el esfuerzo exigido a sus huesos y músculos que ya no gozaban de la misma
plenitud que cuando era joven, echó un último vistazo a su hijo antes de cerrar
la puerta de aquella habitación, ahora convertida en celda. Poner el cerrojo resultó
ser lo más sencillo, aunque el destornillador le dejó varias ampollas en la
palma de la mano.
Ya
estaba todo listo, ahora solo había que esperar a que Adam despertara.
Desvelada
por la incertidumbre de qué pasaría cuando su hijo se diera cuenta de lo que
sucedía, pasó la madrugada entera dando vueltas por la casa. No sabía que sería
más difícil, si soportar los gritos de su hijo, o mantenerse firme en su misión.
—
Pero qué coño… ¡Mamá! ¡Puta loca! ¿Qué has hecho con mis cosas?
Los
gritos la sobresaltaron, aunque llevaba horas esperando algo así agarró con
fuerza la taza de café y cerró los ojos, le iba a resultar muy duro.
—
¿Has perdido la maldita cabeza? ¿Por qué no puedo abrir la puerta? ¡Jodida
zorra loca, déjame salir!
Frente
a la puerta sintió como si cada puñetazo que Adam daba en la madera, golpeara
en su pecho arrebatándole el aire de los pulmones y oprimiendo un corazón al
que le resultaba doloroso palpitar.
—
¡Quieres abrir de una vez! —dijo Adam apenas sin aliento.
—
No lo haré hijo, tienes que quedarte ahí dentro. Mamá va a ayudarte, juntos vamos
a solucionar esto, ya lo verás.
Las
lágrimas comenzaron a caer por el rostro de Natalie, mientras que Adam volvía a
aporrear la puerta con más furia que antes.
—
Mamá ¿por qué no abres eh? vamos, ¿Qué pretendes? Haré lo que tú me digas
¿vale? pero, ábreme —le suplicaba ahora con un tono de niño que busca el perdón
de su madre.
—
No Adam, no voy a abrir la puerta hijo, todo esto es por tu bien, por ti
cariño.
—
¡Maldita loca! ¡Piensas matarme de hambre, ese es tu plan!
—
No —dijo ahogándose en su propio llanto. —Tienes el desayuno en la banqueta que
hay junto a la ventana.
Durante un momento todo quedó en silencio,
después escuchó como algo impactaba con fuerza contra la puerta y el sonido de
cristales esparciéndose por el suelo.
Con
gran dolor abandonó el pasillo y regresó a la cocina, si se quedaba frente a
aquella puerta lo más seguro es que terminara abriéndola y liberando a Adam de
su cautiverio.
Sentándose
a la mesa abrió su biblia y se aferró con fuerza al rosario que presionó contra
su corazón. Cerrando los ojos comenzó a musitar, implorando entre rezos el perdón y fuerzas para seguir
adelante. De fondo escuchaba los gritos de Adam que parecía haber recuperado el
aliento y lo peor de todo, tenía hambre.
Esperó
durante horas a que el agotamiento le venciera y, una vez cesaron los gritos y
golpes, se aproximó casi de puntillas a la puerta. Pegando el oído a la
superficie de madera se aseguró de que no había movimiento dentro de la
habitación y temerosa de que Adam se despertara, llevo la mano al cerrojo para
abrirlo con lentitud.
Abriendo
con cautela dejó que su rostro se adelantara a su cuerpo, asomándose de manera
inconsciente por la rendija que ella misma había abierto. Conteniendo el aire avanzó
traspasando el umbral de la puerta, haciendo que el plato y el vaso que llevaba
sobre la bandeja tintinearan por el tembleque de su mano.
Adam
yacía sobre la cama deshecha con respiración fatigosa y las sábanas arropaban
el suelo lleno de cristales. Natalie levantó con cuidado la banqueta poniéndola
en pie de nuevo y depositó sobre ella la bandeja. Cuando se disponía a recoger
alguno de los cristales rotos escuchó movimiento a su espalda, corrió hacia la
puerta temiendo que Adam intentara huir del cuarto y al llegar a ella asiendo
con fuerza el pomo, se detuvo para mirar hacia la cama, vio como Adam luchaba
por levantarse y negándose esa visión, cerró de un portazo que retumbó por toda
la casa.
—
¡Maldita seas bruja! ¡Déjame salir de aquí! ¿Qué demonios pretendes?
—
Sé que ahora no puedes verlo hijo, pero solo intento ayudarte. Cómete esas
verduras que hay junto a la ventana, te harán bien.
Tras
aquellas palabras se marchó dejando a su espalda los insultos y amenazas de
Adam, que parecía enloquecido mezclando golpes con llanto y gritos.
Gracias
a la combinación de somníferos y tranquilizantes que Natalie espolvoreaba en
cada vaso que le daba a su hijo, la mayor parte del tiempo Adam terminaba cayendo
en las oscuras redes de los medicamentos, arrastrando con él al más profundo de
los sueños esa gula incontrolable que se había adueñado de su ser.
Natalie
sabía que solo era el principio, pero estaba orgullosa de aquel comienzo. Era
consciente de la cantidad de medicinas que le estaba haciendo ingerir, pero se
repetía una y otra vez que era por el bien de su hijo. Si las cosas seguían así
todo resultaría más sencillo y le demostraría al doctor Tatum que ella, mejor
que ninguna clínica, era capaz de cuidar de Adam.
Al
otro lado de la puerta las cosas eran muy distintas, Adam pasaba las horas
buscando la manera de hacerse con comida. Las asquerosas verduras que su madre
le dejaba en esa maldita banqueta le repugnaban y encima, no saciaban su
hambre.
No
comprendía cómo era capaz de dormirse sintiendo aquel insaciable apetito que
hacia rugir sus tripas. Tenía la sensación de que si no comía pronto algo de
verdad, moriría de hambre. Aquel pensamiento le llevó a rebuscar por la
habitación algo que llevarse a la boca, pero no tardó en darse cuenta de que su
madre había descubierto todos sus escondrijos con comida.
Cegado
por el instinto de alimentarse fuera como fuese, se dejó llevar por las
peticiones de su estómago y guiado por la voz de la desesperación que agravaba
por segundos su apetito, terminó recogiendo del suelo los pequeños trozos de
zanahoria y brócoli, que en alguno de sus arranques de ira habían ido a parar
bajo la cama.
Adam
tenía la sensación de llevar allí encerrado semanas, cuando en realidad solo
llevaba dos días. Se sentía débil y muerto de hambre, no entendía por qué su
madre le hacía pasar por aquello, él no le hacía ningún mal a nadie.
Tras
aporrear la puerta durante un buen rato, se dejó caer sobre la cama boca abajo.
Con la cara hundida en la almohada comenzó a gritar encolerizado hasta que sus
pulmones se quedaron sin aire. Al cerrar la boca, la fina tela que cubría el
almohadón se introdujo entre sus dientes. Alzando el rostro empezó a lamer el
tejido. Segundos después, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, se
levantó de la cama para deshacerse de la almohada aferrándose a la funda, que
no dudó en llevarse a la boca y comenzar a tirar de ella desgarrándola. Incapaz
de masticar los hilos hizo girones con ella, los metía en su boca y los tragaba
con ansia, como si estuviera ingiriendo el más exquisito de los manjares.
Embriagado
por la sensación de estar acallando el feroz rugido de sus tripas, siguió por
los botones de su camisa, que fue arrancando uno a uno para introducirlos en su
boca, los saboreó como si fueran caramelos y después se los tragó.
Así
estuvo un par de horas, llevándose al estómago todo aquello que se cruzaba ante
sus ojos. Degustó un menú bastante variado: un lapicero que encontró en un
rincón; varias páginas del único libro que tenía en la estantería; algunos
trozos de pared que se habían desprendido debido a los golpes que había dado en
la puerta, y como postre, halló entre los cajones del armario una deliciosa goma
que se tomó la molestia de masticar.
Después
del improvisado banquete se tiró sobre la cama y se quedó dormido. Cuando
Natalie entró para dejar la cena sobre la banqueta, ni por un momento sospechó
lo que había ocurrido, para ella todo estaba yendo incluso mejor de lo que
jamás hubiera pensado.
Cuando
Adam despertó a media mañana del día siguiente, sus desquiciadas tripas volvían
a bramar hambrientas. Al ver la maldita bandeja junto a la ventana se levantó
con rabia solo para estamparla contra el suelo, aunque minutos después llevado
por el monstruo de la gula que llevaba dentro de sí, devoró en un santiamén el
filete de pollo que yacía junto a los restos del plato roto, sin ni siquiera importarle
la sangre de sus encías al masticar algún que otro pedazo de cristal.
Harto
de su cautiverio luchó contra la ventana, aunque sin ningún éxito ya que su
madre se había molestado en cerrarla con llave y sellarla cuidadosamente con
silicona.
Lloró
como un niño frente a la puerta clamando a su madre que le dejara salir, o que
al menos le diera de comer, pero sus lloros no obtuvieron la respuesta que él
deseaba. En vez de libertad, Natalie se sentó junto a la puerta intentando
alimentar el alma de su hijo con sus rezos.
Superado
por la situación y perdiendo los estribos la emprendió contra la pared. Después
de varios impactos, la sangre comenzó a manar de su frente cubriendo su rostro,
hasta que mareado cayó al suelo de rodillas. Allí tirado paladeó su propia
sangre mientras mecía su cuerpo en un ausente vaivén.
De
manera frenética empezó a limpiarse la cara con las manos para después lamer
sus palmas con ansia. Cuando la sangre le supo a poco, mordió sus uñas,
arrancándolas a mordiscos, una a una sin detenerse, sin pensar ni un segundo en
lo que estaba haciendo. Chupaba sus dedos absorbiendo cada gota que brotaba de
ellos, degustando su propio ser como si fuera una verdadera delicatesen.
Cuando
Natalie entró en la habitación para dejarle la comida, alertada por la sangre
que había en el suelo y la pared, corrió hacia su hijo para comprobar que
estaba bien. Al coger su mano observó con horror la carnicería que Adam se
había infligido en los dedos, con temor acarició el rostro de su hijo rezando
por que siguiera vivo. Cuando acercó la mano al cuello de Adam para comprobar
su pulso, este abrió los ojos y le agarró del brazo. Asustada Natalie gritó, forcejeó
con su hijo intentando huir, para terminar cayendo al suelo de espaldas al
zafarse de él.
Notó
como los cristales atravesaban su ropa y se le clavaban en la piel. Girándose
con rapidez gateó por el suelo hacia la puerta, pero cometió el error de mirar
hacia atrás, en ese momento Adam, con el rostro cubierto de sangre seca, se
incorporaba de la cama.
Inmovilizada
por la congoja miró el renacer de su hijo, que al tercer día parecía resucitar
del letargo al que ella misma le inducía. Adam avanzaba hacia ella con la
mirada perdida y emitiendo un extraño gruñido. Al ver que su madre retrocedía
ayudándose con los codos, mientras con los talones intentaba encontrar el suelo
para darse impulso hacia atrás, simplemente se abalanzó sobre ella.
Alcanzó
la pierna de Natalie, que agarrada al marco de la puerta pataleó intentando
deshacerse de él. Adam tiraba de su madre con el propósito de llegar hasta su
cuello para estrangularla, pero incapaz de ello abrió la boca y le mordió la
pierna.
Natalie
gritó con tanta fuerza que sintió como
si sus cuerdas vocales se desgarraran. Lejos de parar, Adam siguió mordiéndola,
arrancando trozos de piel que ni tan siquiera masticaba.
Con
su pierna libre, Natalie comenzó a dar patadas alcanzando la cabeza de Adam en
varias ocasiones, pero aun así su hijo siguió aferrado a ella sin parar de
devorarla. Buscando la manera de huir palpó el suelo intentando hallar algo con
lo que ayudarse, a pocos metros de ella vio el tenedor que minutos antes había
puesto en la bandeja. Incorporándose estiró su brazo y con la yema de los dedos
los atrajo hacia sí, en cuanto lo tuvo en su poder sin pensarlo un segundo,
comenzó a clavarlo en la espalda de Adam, que al sentir las metálicas púas del
tenedor, liberó la pierna de su madre para echarse las manos al omóplato.
Nada
más saberse libre de las garras de su hijo se arrastró por el suelo con rapidez
y cerrando de un portazo corrió a echar el cerrojo. Una vez a salvo Natalie se
apoyó contra la pared y perdió el conocimiento.
Al
cabo de unas horas despertó sobresaltada sintiendo como los dientes de Adam se
clavaban en su piel, pero al verse sola en aquel pasillo encontró la calma,
aunque no la tranquilidad. Se examinó la pierna con espanto, su gemelo estaba
completamente mordisqueado y sintió el palpitar de los músculos, allí donde le
faltaba la piel. Intentó levantarse pero el dolor era tan insoportable que
volvió a caer al suelo mareada.
Ayudándose
de las paredes y derrumbándose en varias ocasiones, consiguió llegar hasta la
cocina. La idea de ir a un médico estaba descartada, así que limpió sus heridas
con agua y las vendó. Con el color ausente de sus mejillas y una tiritona
incontrolable en todo su cuerpo, subió hasta su habitación y se acostó deseando
olvidar aquel mal sueño.
Cada
vez que intentaba cerrar los ojos las imágenes acudían a ella, le mordían de
nuevo, arrancaban su piel con afilados dientes que le hacían despertar. La
fiebre no tardó en aparecer, lo que la hundió en un profundo sueño delirante.
La
infección o quizás el shock de los acontecimientos vividos, la hicieron dormir
durante cuatro días. Soñó con un San Pedro que le negó la entrada al cielo, con
un Dios que le cerraba los brazos a esa madre incapaz de salvar a su hijo, y
con un demonio que halagó sus métodos de tortura.
Al
séptimo día despertó. Dejando a un lado su debilidad reunió fuerzas para
levantarse de la cama, aunque la infección de su pierna no se lo puso nada
fácil. Como pudo bajó las escaleras y anduvo por el pasillo hasta el cuarto de
Adam. Al abrir la puerta le pareció escuchar las risotadas del mismísimo
demonio en su oído, comprendiendo que los gritos que le habían estado
atormentando entre pesadillas, eran reales.
Días
antes, tras morder la pierna de su madre y ser apuñalado por un tenedor, Adam
perdió la razón por completo. El hambre y el sabor de aquella carne que le hizo
salivar durante horas, terminó por llevarle a cometer el acto más atroz jamás
imaginado.
Primero
comenzó degustando su propio brazo, mordisco a mordisco fue arrancándose trozos
de piel sin parar. Lejos de saciarse y embriagado por la compulsión de acallar
su estómago, cogió un fragmento de plato roto que apretó con fuerza haciendo
sangrar sus dedos.
Sumido
en tal locura ni siquiera sentía el dolor que se estaba infligiendo y sin
pararse a pensarlo, comenzó a hacerse cortes en la tripa para después llevarse
a la boca los pedazos de carne que iba cortándose.
No
fue consciente de su propia muerte, ya que mientras se desangraba, Adam no paró
de comerse a sí mismo, pero sin duda, consiguió lo que más deseaba, llenar su
estómago. ©
Obra del pintor holandés Pieter Brueghel llamado el viejo.