jueves, 10 de mayo de 2018

SIETE PECADOS - GULA

Advertencia: Algunas de las escenas narradas en este relato pueden ser violentas o desagradables, por lo que podrían herir la sensibilidad del lector.Cualquier parecido con la realidad es meramente casual. Esta historia y sus personajes son totalmente ficticios.

GULA


— Señora Kidman, creo que no es consciente de la gravedad de la situación. Si su hijo sigue así, lo más seguro es que muera…
La mujer se giró para observar a su hijo tras la cristalera que separaba el despacho del médico de la sala de espera.
— Y dígame doctor Tatum ¿Qué hago? ¿Cómo puedo impedir que mi pequeño muera?
— Ya lo hemos hablado en otras ocasiones. La única solución es ingresarle, por mucho que le duela. En la clínica que le dije cuidarán bien de él, ya no es un niño Señora Kidman, y si él no es capaz de controlarse, en pocos meses sus órganos empezarán a fallar.
Natalie pasó un pañuelo por sus ojos para borrar las lágrimas que brotaban de ellos. Volvió a mirar con ternura a Adam, que seguía en la sala de espera sentado en su silla de ruedas. Al girarse miró al doctor con frialdad.
— ¡No! Yo y nadie más, cuidará de mi hijo.
Tras aquellas palabras se levantó con desdén evitando encontrarse con la mirada del médico. Abriendo la puerta de la consulta y sin darse la vuelta, se despidió con un airado «Buenos días».
No abandonaría a su hijo a su suerte, ninguna clínica cuidaría de él mejor que ella misma, era su madre, y solo una madre sabe lo que es mejor para su pequeño. Debía hacer algo y rápido, o Adam acabaría con su propia vida.

Ya lo había intentado en varias ocasiones, pero tarde o temprano siempre terminaba atendiendo las exigencias de su hijo. El trastorno alimenticio de Adam iba más allá de atiborrarse a comida, tenía hambre a todas horas y nunca se veía saciado. El ansia con el que engullía le llevaba a llenarse los carrillos de comida que ni   masticaba; el aceite resbalaba por su barbilla y dedos hasta que pasando su lengua los hacía desaparecer; la comida caía por la comisura de sus labios ante la falta de espacio en el interior de su boca, mientras con ojos desorbitados miraba el siguiente trozo que se llevaría al estómago.
Con el único propósito de ayudarle, Natalie, se había visto obligada a poner una cerradura en la despensa y dos cerrojos con candado en el frigorífico. En mitad de la noche, Adam solía levantarse para desvalijar todo aquel rincón de la cocina donde pudiera encontrar comida.
Era algo superior a sus fuerzas, no podía parar, el estar sin masticar le creaba una ansiedad que le llevaba a la mayor de las cóleras. Tras la ira inicial en la que golpeaba la puerta de la nevera hasta quedarse sin respiración, llegaba el llanto desconsolado que le hacía llamar a mamá como un niño indefenso de treinta y tres años, que acaba de sufrir una terrible pesadilla.
Después, el mismo aire que se negaba a entrar en sus pulmones se llenaba de reproches entrecortados, e insultos que parecían darle un hambre aún más atroz.
—Mamá necesito comer ¡No oyes mis tripas! ¡Me muero de hambre bruja! —gritaba hipando por el sofoco.
Natalie incapaz de seguir viendo como su pequeño de bastante más de ciento noventa kilos, lloraba suplicándole comida, terminaba cediendo a sus caprichos nocturnos poniéndose a cocinar todos aquellos grasientos alimentos, que sabía que acabarían con la vida de su hijo.
La movilidad de Adam cada vez era más reducida, el simple hecho de levantarse de la cama ya era una misión casi imposible que le hacia sudar y fatigarse como si fuera el más extremo de los esfuerzos. Desde hacia unos años necesitaba de una máquina de oxígeno para evitar que se asfixiara durmiendo, y cada mañana Natalie tenía que ayudarle a vestirse.
Era consciente de su enfermedad pero aún así, no dudaba en seguir engullendo como si llevará meses sin comer. A veces cuando su madre no estaba y era incapaz de hacerse con algo que llevarse a la boca, iba al fregadero en busca de platos sucios que aún tuvieran restos, aunque allí casi nunca tenía suerte. Así que cogiendo el cubo de basura que Natalie guardaba bajo la pila, se sentaba en la silla del comedor y comenzaba a rebuscar cualquier desperdicio que hubiera en él; lamía los envoltorios de bollos que ya se había comido horas antes; introducía sus dedos dentro de botes vacíos intentando hacerse con lo poco que quedara en ellos; dar con una servilleta pringada de aceite o salsa era el mayor de los tesoros para él, ya que no solo se conformaba con pasar la lengua por el papel, sino que metiéndola en su boca comenzaba a masticar la bola para después tragársela.
Natalie había intentado en muchas ocasiones que Adam llevara una dieta equilibrada, estaba convencida de haber probado con todo; batidos farmacéuticos sustitutivos de comida; hierbas de herbolario que debían reducir el apetito de su hijo; todo tipo de regímenes recomendados por dietistas privados y muy caros; incluso había sometido a Adam a sesiones de acupuntura con el fin de que su cuerpo no le pidiera comida. Pero ninguno de aquellos remedios  sació la gula descontrolada del joven, sino que además, el no comer creaba en Adam una ansiedad tal, que varias veces llegó a arrancarse las uñas a mordiscos para comérselas.
Estaba dispuesta a seguir intentándolo, no iba a permitir que su hijo se matara ante sus ojos, debía hacer algo para ayudarle. Esta vez llegaría hasta el final, no sucumbiría a los lloros, insultos o amenazas. Pero si tampoco resultaba esta vez, le llevaría a la clínica que le había recomendado el doctor Tatum.
 No sería sencillo llevar su plan a cabo, Adam no colaboraría, pero Natalie estaba convencida de lo que iba a hacer, aunque le rompiera el corazón ver sufrir a su hijo, era mucho peor verle matarse.
Durante la cena, más bien festín, que había preparado para Adam aquella noche, dejó caer con disimulo los polvos de la pastilla que había machacado un rato antes. Una vez se aseguró de que los somníferos se habían disuelto en la leche, puso el vaso en la mesa frente a su hijo, que devoraba casi sin respirar un costillar entero.
Al principio temió haberse pasado con la dosis, si Adam caía dormido sobre el plato las cosas se complicarían y mucho. El simple hecho de pensar en mover su orondo cuerpo hasta la habitación, se convirtió en un punzante agobio que se clavaba en su pecho.
Suspiró con alivio al ver como se levantaba de la silla tras asegurarse de que sobre la mesa no quedaba ni una mísera miga de pan. Observó el lento paso con el que su hijo salió de la cocina y cerró los ojos al oír el quejido de los muelles de la cama, su plan estaba en marcha y ya no había vuelta atrás.
Pasados unos minutos se asomó con sigilo al quicio de la puerta, Adam dormía a pierna suelta. Acercándose a él con la sensación de que este se despertaría al menor ruido, llegó hasta la cama, con sumo cuidado cogió la mascarilla de oxígeno y la puso sobre el rostro de su hijo. No pudo evitar quedarse allí parada observándole, ahí tan quieto, con aquel gesto plácido en su rostro, por un momento le pareció estar ante aquel niño inquieto que correteaba de un lado a otro queriendo saberlo todo, sin poder estarse sentado más de un minuto. Pero Adam ya no era ese niño, ahora era un adulto incapaz de controlar su obsesión por la comida.
— ¿Hijo? —dijo con un susurro temeroso.
Su corazón latía frenético, debía asegurarse de que dormía.
— ¡Adam! —gritó con decisión, como cuando de pequeño él hacia una fechoría.
Tras haberse asegurado de que no se despertaría hasta dentro de unas cuantas horas, besó la frente de su hijo, debía comenzar con los preparativos antes de que Adam se diera cuenta de todo.
No le sorprendió encontrar un alijo de chocolatinas al quitar los cajones de la mesita de noche. Tampoco las galletas escondidas en los bolsillos de abrigos y pantalones del armario, un bote de mermelada y varias bolsas de patatas fritas bajo la cama.
La sospecha de que su hijo ocultara más comida dentro de la habitación le hizo cambiar de planes, sacaría de la habitación todo aquel mueble que no fuera necesario.
Después de asegurarse de que la ventana estaba bien cerrada, se dio la vuelta y miró a su alrededor, menos el armario, aunque vacío, y la cama donde Adam seguía durmiendo, había sacado todo lo demás.
Exhausta por el esfuerzo exigido a sus huesos y músculos que ya no gozaban de la misma plenitud que cuando era joven, echó un último vistazo a su hijo antes de cerrar la puerta de aquella habitación, ahora convertida en celda. Poner el cerrojo resultó ser lo más sencillo, aunque el destornillador le dejó varias ampollas en la palma de la mano.
Ya estaba todo listo, ahora solo había que esperar a que Adam despertara.
Desvelada por la incertidumbre de qué pasaría cuando su hijo se diera cuenta de lo que sucedía, pasó la madrugada entera dando vueltas por la casa. No sabía que sería más difícil, si soportar los gritos de su hijo, o mantenerse firme en su misión.

— Pero qué coño… ¡Mamá! ¡Puta loca! ¿Qué has hecho con mis cosas?
Los gritos la sobresaltaron, aunque llevaba horas esperando algo así agarró con fuerza la taza de café y cerró los ojos, le iba a resultar muy duro.
— ¿Has perdido la maldita cabeza? ¿Por qué no puedo abrir la puerta? ¡Jodida zorra loca, déjame salir!
Frente a la puerta sintió como si cada puñetazo que Adam daba en la madera, golpeara en su pecho arrebatándole el aire de los pulmones y oprimiendo un corazón al que le resultaba doloroso palpitar.
— ¡Quieres abrir de una vez! —dijo Adam apenas sin aliento.
— No lo haré hijo, tienes que quedarte ahí dentro. Mamá va a ayudarte, juntos vamos a solucionar esto, ya lo verás.
Las lágrimas comenzaron a caer por el rostro de Natalie, mientras que Adam volvía a aporrear la puerta con más furia que antes.
— Mamá ¿por qué no abres eh? vamos, ¿Qué pretendes? Haré lo que tú me digas ¿vale? pero, ábreme —le suplicaba ahora con un tono de niño que busca el perdón de su madre.
— No Adam, no voy a abrir la puerta hijo, todo esto es por tu bien, por ti cariño.
— ¡Maldita loca! ¡Piensas matarme de hambre, ese es tu plan!
— No —dijo ahogándose en su propio llanto. —Tienes el desayuno en la banqueta que hay junto a la ventana.
 Durante un momento todo quedó en silencio, después escuchó como algo impactaba con fuerza contra la puerta y el sonido de cristales esparciéndose por el suelo.
Con gran dolor abandonó el pasillo y regresó a la cocina, si se quedaba frente a aquella puerta lo más seguro es que terminara abriéndola y liberando a Adam de su cautiverio.
Sentándose a la mesa abrió su biblia y se aferró con fuerza al rosario que presionó contra su corazón. Cerrando los ojos comenzó a musitar, implorando  entre rezos el perdón y fuerzas para seguir adelante. De fondo escuchaba los gritos de Adam que parecía haber recuperado el aliento y lo peor de todo, tenía hambre.
Esperó durante horas a que el agotamiento le venciera y, una vez cesaron los gritos y golpes, se aproximó casi de puntillas a la puerta. Pegando el oído a la superficie de madera se aseguró de que no había movimiento dentro de la habitación y temerosa de que Adam se despertara, llevo la mano al cerrojo para abrirlo con lentitud.
Abriendo con cautela dejó que su rostro se adelantara a su cuerpo, asomándose de manera inconsciente por la rendija que ella misma había abierto. Conteniendo el aire avanzó traspasando el umbral de la puerta, haciendo que el plato y el vaso que llevaba sobre la bandeja tintinearan por el tembleque de su mano.
Adam yacía sobre la cama deshecha con respiración fatigosa y las sábanas arropaban el suelo lleno de cristales. Natalie levantó con cuidado la banqueta poniéndola en pie de nuevo y depositó sobre ella la bandeja. Cuando se disponía a recoger alguno de los cristales rotos escuchó movimiento a su espalda, corrió hacia la puerta temiendo que Adam intentara huir del cuarto y al llegar a ella asiendo con fuerza el pomo, se detuvo para mirar hacia la cama, vio como Adam luchaba por levantarse y negándose esa visión, cerró de un portazo que retumbó por toda la casa.
— ¡Maldita seas bruja! ¡Déjame salir de aquí! ¿Qué demonios pretendes?
— Sé que ahora no puedes verlo hijo, pero solo intento ayudarte. Cómete esas verduras que hay junto a la ventana, te harán bien.
Tras aquellas palabras se marchó dejando a su espalda los insultos y amenazas de Adam, que parecía enloquecido mezclando golpes con llanto y gritos.

Gracias a la combinación de somníferos y tranquilizantes que Natalie espolvoreaba en cada vaso que le daba a su hijo, la mayor parte del tiempo Adam terminaba cayendo en las oscuras redes de los medicamentos, arrastrando con él al más profundo de los sueños esa gula incontrolable que se había adueñado de su ser.
Natalie sabía que solo era el principio, pero estaba orgullosa de aquel comienzo. Era consciente de la cantidad de medicinas que le estaba haciendo ingerir, pero se repetía una y otra vez que era por el bien de su hijo. Si las cosas seguían así todo resultaría más sencillo y le demostraría al doctor Tatum que ella, mejor que ninguna clínica, era capaz de cuidar de Adam.
Al otro lado de la puerta las cosas eran muy distintas, Adam pasaba las horas buscando la manera de hacerse con comida. Las asquerosas verduras que su madre le dejaba en esa maldita banqueta le repugnaban y encima, no saciaban su hambre.
No comprendía cómo era capaz de dormirse sintiendo aquel insaciable apetito que hacia rugir sus tripas. Tenía la sensación de que si no comía pronto algo de verdad, moriría de hambre. Aquel pensamiento le llevó a rebuscar por la habitación algo que llevarse a la boca, pero no tardó en darse cuenta de que su madre había descubierto todos sus escondrijos con comida.
Cegado por el instinto de alimentarse fuera como fuese, se dejó llevar por las peticiones de su estómago y guiado por la voz de la desesperación que agravaba por segundos su apetito, terminó recogiendo del suelo los pequeños trozos de zanahoria y brócoli, que en alguno de sus arranques de ira habían ido a parar bajo la cama. 
Adam tenía la sensación de llevar allí encerrado semanas, cuando en realidad solo llevaba dos días. Se sentía débil y muerto de hambre, no entendía por qué su madre le hacía pasar por aquello, él no le hacía ningún mal a nadie.
Tras aporrear la puerta durante un buen rato, se dejó caer sobre la cama boca abajo. Con la cara hundida en la almohada comenzó a gritar encolerizado hasta que sus pulmones se quedaron sin aire. Al cerrar la boca, la fina tela que cubría el almohadón se introdujo entre sus dientes. Alzando el rostro empezó a lamer el tejido. Segundos después, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, se levantó de la cama para deshacerse de la almohada aferrándose a la funda, que no dudó en llevarse a la boca y comenzar a tirar de ella desgarrándola. Incapaz de masticar los hilos hizo girones con ella, los metía en su boca y los tragaba con ansia, como si estuviera ingiriendo el más exquisito de los manjares.
Embriagado por la sensación de estar acallando el feroz rugido de sus tripas, siguió por los botones de su camisa, que fue arrancando uno a uno para introducirlos en su boca, los saboreó como si fueran caramelos y después se los tragó.
Así estuvo un par de horas, llevándose al estómago todo aquello que se cruzaba ante sus ojos. Degustó un menú bastante variado: un lapicero que encontró en un rincón; varias páginas del único libro que tenía en la estantería; algunos trozos de pared que se habían desprendido debido a los golpes que había dado en la puerta, y como postre, halló entre los cajones del armario una deliciosa goma que se tomó la molestia de masticar.
Después del improvisado banquete se tiró sobre la cama y se quedó dormido. Cuando Natalie entró para dejar la cena sobre la banqueta, ni por un momento sospechó lo que había ocurrido, para ella todo estaba yendo incluso mejor de lo que jamás hubiera pensado.
Cuando Adam despertó a media mañana del día siguiente, sus desquiciadas tripas volvían a bramar hambrientas. Al ver la maldita bandeja junto a la ventana se levantó con rabia solo para estamparla contra el suelo, aunque minutos después llevado por el monstruo de la gula que llevaba dentro de sí, devoró en un santiamén el filete de pollo que yacía junto a los restos del plato roto, sin ni siquiera importarle la sangre de sus encías al masticar algún que otro pedazo de cristal.   
Harto de su cautiverio luchó contra la ventana, aunque sin ningún éxito ya que su madre se había molestado en cerrarla con llave y sellarla cuidadosamente con silicona.
Lloró como un niño frente a la puerta clamando a su madre que le dejara salir, o que al menos le diera de comer, pero sus lloros no obtuvieron la respuesta que él deseaba. En vez de libertad, Natalie se sentó junto a la puerta intentando alimentar el alma de su hijo con sus rezos.
Superado por la situación y perdiendo los estribos la emprendió contra la pared. Después de varios impactos, la sangre comenzó a manar de su frente cubriendo su rostro, hasta que mareado cayó al suelo de rodillas. Allí tirado paladeó su propia sangre mientras mecía su cuerpo en un ausente vaivén.
De manera frenética empezó a limpiarse la cara con las manos para después lamer sus palmas con ansia. Cuando la sangre le supo a poco, mordió sus uñas, arrancándolas a mordiscos, una a una sin detenerse, sin pensar ni un segundo en lo que estaba haciendo. Chupaba sus dedos absorbiendo cada gota que brotaba de ellos, degustando su propio ser como si fuera una verdadera delicatesen.
Cuando Natalie entró en la habitación para dejarle la comida, alertada por la sangre que había en el suelo y la pared, corrió hacia su hijo para comprobar que estaba bien. Al coger su mano observó con horror la carnicería que Adam se había infligido en los dedos, con temor acarició el rostro de su hijo rezando por que siguiera vivo. Cuando acercó la mano al cuello de Adam para comprobar su pulso, este abrió los ojos y le agarró del brazo. Asustada Natalie gritó, forcejeó con su hijo intentando huir, para terminar cayendo al suelo de espaldas al zafarse de él.
Notó como los cristales atravesaban su ropa y se le clavaban en la piel. Girándose con rapidez gateó por el suelo hacia la puerta, pero cometió el error de mirar hacia atrás, en ese momento Adam, con el rostro cubierto de sangre seca, se incorporaba de la cama.
Inmovilizada por la congoja miró el renacer de su hijo, que al tercer día parecía resucitar del letargo al que ella misma le inducía. Adam avanzaba hacia ella con la mirada perdida y emitiendo un extraño gruñido. Al ver que su madre retrocedía ayudándose con los codos, mientras con los talones intentaba encontrar el suelo para darse impulso hacia atrás, simplemente se abalanzó sobre ella.
Alcanzó la pierna de Natalie, que agarrada al marco de la puerta pataleó intentando deshacerse de él. Adam tiraba de su madre con el propósito de llegar hasta su cuello para estrangularla, pero incapaz de ello abrió la boca y le mordió la pierna.
Natalie gritó con tanta fuerza  que sintió como si sus cuerdas vocales se desgarraran. Lejos de parar, Adam siguió mordiéndola, arrancando trozos de piel que ni tan siquiera masticaba.
Con su pierna libre, Natalie comenzó a dar patadas alcanzando la cabeza de Adam en varias ocasiones, pero aun así su hijo siguió aferrado a ella sin parar de devorarla. Buscando la manera de huir palpó el suelo intentando hallar algo con lo que ayudarse, a pocos metros de ella vio el tenedor que minutos antes había puesto en la bandeja. Incorporándose estiró su brazo y con la yema de los dedos los atrajo hacia sí, en cuanto lo tuvo en su poder sin pensarlo un segundo, comenzó a clavarlo en la espalda de Adam, que al sentir las metálicas púas del tenedor, liberó la pierna de su madre para echarse las manos al omóplato.  
Nada más saberse libre de las garras de su hijo se arrastró por el suelo con rapidez y cerrando de un portazo corrió a echar el cerrojo. Una vez a salvo Natalie se apoyó contra la pared y perdió el conocimiento.
Al cabo de unas horas despertó sobresaltada sintiendo como los dientes de Adam se clavaban en su piel, pero al verse sola en aquel pasillo encontró la calma, aunque no la tranquilidad. Se examinó la pierna con espanto, su gemelo estaba completamente mordisqueado y sintió el palpitar de los músculos, allí donde le faltaba la piel. Intentó levantarse pero el dolor era tan insoportable que volvió a caer al suelo mareada.
Ayudándose de las paredes y derrumbándose en varias ocasiones, consiguió llegar hasta la cocina. La idea de ir a un médico estaba descartada, así que limpió sus heridas con agua y las vendó. Con el color ausente de sus mejillas y una tiritona incontrolable en todo su cuerpo, subió hasta su habitación y se acostó deseando olvidar aquel mal sueño.
Cada vez que intentaba cerrar los ojos las imágenes acudían a ella, le mordían de nuevo, arrancaban su piel con afilados dientes que le hacían despertar. La fiebre no tardó en aparecer, lo que la hundió en un profundo sueño delirante.
La infección o quizás el shock de los acontecimientos vividos, la hicieron dormir durante cuatro días. Soñó con un San Pedro que le negó la entrada al cielo, con un Dios que le cerraba los brazos a esa madre incapaz de salvar a su hijo, y con un demonio que halagó sus métodos de tortura.
Al séptimo día despertó. Dejando a un lado su debilidad reunió fuerzas para levantarse de la cama, aunque la infección de su pierna no se lo puso nada fácil. Como pudo bajó las escaleras y anduvo por el pasillo hasta el cuarto de Adam. Al abrir la puerta le pareció escuchar las risotadas del mismísimo demonio en su oído, comprendiendo que los gritos que le habían estado atormentando entre pesadillas, eran reales.
Días antes, tras morder la pierna de su madre y ser apuñalado por un tenedor, Adam perdió la razón por completo. El hambre y el sabor de aquella carne que le hizo salivar durante horas, terminó por llevarle a cometer el acto más atroz jamás imaginado.
Primero comenzó degustando su propio brazo, mordisco a mordisco fue arrancándose trozos de piel sin parar. Lejos de saciarse y embriagado por la compulsión de acallar su estómago, cogió un fragmento de plato roto que apretó con fuerza haciendo sangrar sus dedos.
Sumido en tal locura ni siquiera sentía el dolor que se estaba infligiendo y sin pararse a pensarlo, comenzó a hacerse cortes en la tripa para después llevarse a la boca los pedazos de carne que iba cortándose.
No fue consciente de su propia muerte, ya que mientras se desangraba, Adam no paró de comerse a sí mismo, pero sin duda, consiguió lo que más deseaba, llenar su estómago. ©


Obra del pintor holandés Pieter Brueghel llamado el viejo.

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