miércoles, 27 de junio de 2018

SIETE PECADOS - PEREZA



PEREZA



07:30 am, el despertador suena como cada mañana para terminar estampado contra el suelo al segundo bip. Máximo se levanta de la cama con el sueño aún pegado a sus ojos. Como cada día se queda mirando fijamente a ese hombre que se refleja en el espejo del baño, le repugna, él y su maldita vida rutinaria y aburrida.
Hace meses que Yaiza le abandonó, justo cuando se dio cuenta de que la idea de su novio de un fin de semana de ensueño era pasarse la noche tirado en el sofá viendo la teletienda, incapaz de moverse para alcanzar el mando del televisor.
Con su peculiar andar perezoso y su perenne gesto de desidia en el rostro, va a ese trabajo que nunca le agradó, aunque a Máximo no le gusta nada, todo resulta aburrido y agotador para él. Mientras está sentado en su silla frente al ordenador sin hacer absolutamente nada, sueña con llegar a casa y tumbarse en su sofá, y es que esas son las aspiraciones de Máximo, pasar todo el tiempo posible sin hacer nada de nada.
No siempre fue así, antes era de esos chicos: que van al gimnasio y se preocupan por su aspecto; inquieto fotógrafo aficionado capaz de perderse en montes y museos; seductor de mujeres en discotecas los sábados por la noche; e ilusionado con futuros viajes a lugares por conocer. Pero en algún momento del camino, que ni siquiera Máximo sabe cuándo fue, se dejó atrapar por aquella tristeza de ánimo.
Se había dejado por completo, engordado por los atracones de patatas fritas y bebidas energéticas, que empezaban a darle a su cuerpo musculado un aspecto más bien fachoso.
Al marcharse Yaiza, Máximo solo vio campo libre para sus maratones de pereza ininterrumpida. Ya no había nadie que le instara a levantarse, que le propusiera salir a cenar o ir al cine, había logrado destinar todo el tiempo a su hobby favorito, pasar las horas muertas tumbado a la bartola.  
Quizás todo empezó en el momento en que por primera vez se preguntó « ¿y para qué?», convirtiendo esa cuestión en máxima de su existencia, « ¿y para qué voy a levantarme? ¿Para qué trabajar? ¿Para qué moverme?». Así es como poco a poco fue hundiéndose en el oscuro pozo de la desidia.
La primera en notar aquel cambio de ánimo fue su novia. Atrás quedaron esas mañanas en las que Máximo la despertaba a besos, el sexo apasionado bajo el agua de la ducha como desayuno y las escapadas de fin de semana a recónditos refugios en medio de la nada.
Cuando Yaiza le dejó con un « ¡ahí te quedas capullo!», eso mismo fue lo que hizo, se quedó allí, viendo desde su sofá cómo ella salía por la puerta para no volver jamás. Y ahí sigue desde entonces, frente a ese televisor que parece no callar nunca.
Al principio dejó de ir al supermercado, en Internet encontró un aliado que con un solo clic de ratón le permitía hacer la compra sin necesidad de moverse de casa. Después no tardó en cuestionarse «¿y para qué?», marcar el número del telechino, telepizza, o del telehamburguesa le suponía menos esfuerzo que levantarse él mismo a hacer la cena, solo tenía que dejar la puerta abierta al llegar del trabajo y listo, con un simple «¡Pasa, está abierto!» el repartidor le entregaba en mano su cena.
  Transcurridas unas semanas la distancia entre el sofá y la cama parecía haber aumentado en kilómetros, haciendo que para Máximo supusiera un terrible esfuerzo caminar aquellos veinte pasos hasta su dormitorio.  Una vez establecido el salón como habitación y comedor, todo parecía al alcance de la mano, solo faltaba un pequeño detalle, que no tardó en ser solventado con sudor y mucho esfuerzo, o al menos eso le pareció a Máximo, mientras empujaba el frigorífico a escasos metros de su amado sofá.
Tras una breve conversación consigo mismo, en la que trató de convencerse de algo que ya tenía más que decidido, llegó a la conclusión de que con el dinero que había en su cuenta podía permitirse el lujo de dejar de trabajar por un tiempo. Y así es cómo de la noche a la mañana sin molestarse en dar explicación alguna a su jefe, dejó de ir a trabajar.
Sin obligaciones ni aspiraciones, su perezoso plan no iba del todo mal, cada dos por tres se estiraba en el sofá dejando escapar un leve gemido de placer. Solo había un problema, una odiosa necesidad, que aunque la retrasaba todo lo que le era posible, al final terminaba por hacer que se levantara, y es que el cuerpo no entiende de perezas.
Le llevó unos minutos pensar en una solución, aquellos paseos al baño le agotaban por completo. Feliz ante su maravilloso ingenio, no dudó en felicitarse mientras cargaba con el cubo de la fregona. Ahora sí, nada haría que se moviera de su pequeño y mullido paraíso. 
Bastaron pocos días para que Máximo perdiera por completo la noción del tiempo, adaptándose sin problemas a sus nuevos horarios. A media mañana dormía la siesta, las tardes las pasaba viendo concursos de preguntas y series de acción y por la noche, iba de película en película para terminar cabeceando con la ruleta de la fortuna y el teletienda.
Para una persona normal aquella rutina hubiera terminado por ser tediosa, pero para Máximo no, para él era como estar en el séptimo cielo. Lejos de aburrirse por pasar cada minuto de su vida allí tumbado, cada vez se sentía más cómodo y a gusto.
Ni siquiera se dio cuenta de que los repartidores que acudían a llevarle sus pedidos, mañana, tarde y noche, se jugaban a cara o cruz el ir a su casa. Cosa comprensible dado que Máximo no se levantaba para nada, lo que hacía que entre su olor corporal y el del cubo, en aquel salón cerrado a cal y canto los hedores fueran cuanto menos, nauseabundos.

Una noche, mientras cabeceaba entre anuncio y anuncio, la televisión comenzó a hacer unas extrañas interferencias.

«…No pierda la oportunidad y ¡Cómprelo ahora! Tan solo por el increíble precio de cincuenta y nueve con noventa y nueve…»

Máximo buscando más comodidad si cabe, se giró en el sofá dando la espalda al televisor.

«…Pero además, ahora por el mismo precio le ofrecemos: el abdomineitor plus, más cuatro DVD de entrenamiento y, un libro de dietas…»

Alzando la mano bajó el volumen.
— Chss ¡Eh, Máximo! ¡Aquí! ¡Eh despierta! —susurró una voz insistente.
Sin darse por ofendido, Máximo balbuceó en su ligero duermevela.
— ¡Despierta perezoso!
Máximo pegó un respingo quedándose sentando del susto.
— ¡Anda! Pero si estás despierto amigo.
Tras frotarse los ojos con ímpetu volvió a mirar el televisor, dentro de él un hombre le saludaba sonriente. Dejándose caer de nuevo en el sofá, comenzó a troncharse de risa.
— Sí claro, ahora la tele me habla, anda que…
— La televisión no, yo ¿o es que no me ves? —dijo el hombre tras la pantalla.
Máximo se incorporó con rapidez con los ojos abiertos de par en par, no podía dar crédito a lo que veía y escuchaba.
— Ya entiendo, estoy dormido. Sí eso es, solo un sueño.
— Que no idiota, que te hablo a ti Máximo. Espera que salgo y hablamos mejor.
Al ver cómo aquel hombrecillo salía del televisor, Máximo terminó subido en el respaldo del sillón.
— No te haces una idea de lo incomodo que es estar ahí dentro, es como estar dentro de una pecera.
Máximo observaba atónito al pequeño hombre de apenas un metro de altura, que se aproximaba hacia él. Intentando despertase de aquel sueño tan raro, empezó a abofetearse a sí mismo.
— Pero ¿Qué haces tarado? quieres dejar de darte tortas, te vas a dejar la cara como un Cristo —dijo el hombrecillo trepando por el reposabrazos del sofá.
— ¡Despierta imbécil, despierta! —se repetía Máximo golpeándose una y otra vez.
— No, si al final tenemos una desgracia ¿te quieres tranquilizar hombre?
Tapándose el rostro con las manos, Máximo abrió una pequeña ranura entre sus dedos para mirar al pequeño hombre que había salido de su televisión. Este le sonrió agitando la mano en el aire con entusiasmo.
— Qué… ¿Qué eres?
— Me llamo Belfegor, y ¡es tu noche de suerte amigo!
— ¿Eres real? —dijo Máximo dejándose caer por el respaldo del sillón.
Poniéndose en pie sobre los cojines del sofá el hombrecillo se acercó a él, para sin previo aviso abofetear la cara de Máximo.
— ¿Te ha parecido real, o quieres otra? —dijo el pequeño hombre tronchándose de la risa. — Bueno si has terminado de alucinar, te diré que hago aquí. Llevo semanas observándote amigo, y creo que necesitas mi ayuda con urgencia.
— Tú ayuda ¿por qué? ¿quién eres?
— ¿Qué quién soy? ¡Pues un genio! eso es lo que soy. Y vengo a hacerte feliz amigo. Pídeme lo que quieras, lo que más desees en este mundo y… —dijo chasqueando los dedos. —Yo lo haré realidad.
— ¿Lo que quiera? ¿Sea lo que sea?
— ¡Claro Máximo! lo que tú quieras. Has demostrado ser merecedor de ello.
Máximo dudó durante unos segundos, miró al hombrecillo que tenía ante sí pensando en si todo aquello era real o solo un sueño. Pero al final, tentado de poder pedir lo que más deseara, se dejó llevar por la esperanza de que fuera cierto.
— Deseo…deseo no tener que moverme para nada, y poder pasar toda la vida aquí tumbado sin más.
— ¿Estás seguro? Una vez decidido no podrás volver atrás.
— Estoy seguro, eso es lo que quiero —dijo Máximo con total decisión.
— De acuerdo, pues, deseo concedido amigo.
De repente el volumen de la televisión se subió de golpe, anunciando una oferta en sartenes casi milagrosas. Máximo miró a su alrededor buscando al hombrecillo que hacía unos segundos estaba frente a él.
— ¿Belfegor? ¿Dónde te has metido enano diabólico?
Negando con la cabeza se tumbó en el sofá, sin duda tanta caja tonta le estaba volviendo loco, ahora veía a gente salir de ella. Acurrucándose bajo las mantas cerró los ojos, quedándose dormido con una sonrisa en los labios.

No era la primera vez que el dichoso perro de la vecina le despertaba, cosa que conseguía ponerle de malhumor para todo el día. Tenía la boca seca y mucho sueño, al parecer soñar también cansaba. Pensó en coger un bote de la mesa, pero su mano no reaccionó ante aquella orden de su cerebro, quizá aún estaba muy dormido. Volvió a intentarlo, pero nada, su brazo no se movía, entonces queriendo girar la cabeza hacia la mesa, se dio cuenta de que tampoco podía moverla. Probó a mover las piernas, nada en absoluto, estaba completamente paralizado.
Lejos de asustarse o entrar en pánico, cerró los ojos abandonándose de nuevo al sueño. Transcurridas unas horas e incómodo de permanecer en la misma postura, Máximo se despertó. Su sed había aumentado y además se orinaba. Probando a levantarse, descubrió que le era imposible hacerlo, como si todo su cuerpo estuviera completamente muerto.
Manteniendo la calma barajó la opción de un pinzamiento, o de una mala postura durmiendo. Respirando hondo y reuniendo todas sus fuerzas, tiró de su cuerpo para incorporarse, sin resultado, aquel movimiento solo sucedía en su cabeza, porque su cuerpo no se movió ni un milímetro.
Entonces recordó algo que había escuchado en la televisión; estaba sufriendo una parálisis del sueño, algo bastante angustioso según el experto que salía hablando de ello en el documental. «Vale, solo tienes que despertarte Máximo, solo eso».
Incapaz de moverse y buscando una manera de despertarse, mordió con fuerza su lengua. El dolor que sintió fue tan punzante que dos lágrimas recorrieron sus sienes. Cuando el sabor metálico de la sangre le llegó a la garganta y entró en pánico, quiso gritar para pedir ayuda, al hacerlo descubrió que de su boca apenas salían unos leves quejidos, que arañaron como cuchillas su garganta.  
Su respiración se volvió histérica mientras intentaba chillar en vano, consumiéndose poco a poco por la agonía de no poder moverse. Un oscuro velo negro comenzó a nublarle la vista, hiperventilaba y sentía que todo a su alrededor daba vueltas, hasta que finalmente se desmayó quedando inconsciente.
Cuando abrió los ojos de nuevo ya era de noche, la luz del televisor encendido hacía que el salón quedara en una ligera penumbra llena de sombras, que se proyectaban en la pared y el techo. Comprobando que seguía sin poder moverse, comenzó a llorar en silencio con la terrible sensación de que moriría.
— Vaya, para ser alguien a quien se le ha concedido su mayor deseo, no te veo muy feliz que digamos —dijo el hombrecillo asomando su rostro al reducido campo de visón de Máximo. — ¿No es lo que querías? o es que quizá, no pensaste bien tu deseo, amigo ¡Dichosa pereza eh! parece tan cómoda y adictiva cuando se la elige por gusto. Ahora lloras, pero anoche se te veía muy convencido de lo que querías.
 Los labios de Máximo se movían intentando decir algo, pero Belfegor ni se molestó en descubrir qué era. Trepando por el sofá y después por su cuerpo, el pequeño hombrecillo se sentó sombre el estómago de Máximo.
— Te veo agobiadillo tío y se supone que deberías estar en la gloria, vamos mírate, ahí repanchigado viendo las horas pasar, no sabes la envidia que me das…
Máximo cerró los ojos con todas sus fuerzas deseando que el hombrecillo desapareciera, que todo volviera a ser como la noche anterior antes de que él apareciera, pero sin abrirlos ya sabía que Belfegor seguía allí, pues sentía el peso del pequeño demonio en su estómago.
Sumiéndose en una discusión consigo mismo, Máximo intentaba mandar a sus músculos la orden de que se movieran. Mientras tanto, Belfegor, aún sentado sobre su vientre, se partía de risa viendo combates de lucha libre y sorbiendo con sorna por la pajita de su enorme vaso de refresco. De vez en cuando miraba de reojo a Máximo, que se relamía al escuchar el tintinear de los hielos contra el cristal, se moría de sed y aquel maldito hombrecillo lo sabía, por eso apoyaba su vaso sobre el pecho de Máximo asegurándose de que quedaba justo frente a sus ojos.
— ¿Decías algo amigo? —dijo Belfegor inclinándose hacia Máximo.
Sometiéndose a un gran esfuerzo, Máximo intentaba hablar, aunque de su garganta solo salían angustiosos susurros entrecortados. Tenía la boca completamente seca y sentía cómo sus labios se abrían en dolorosas grietas, que le hacían saborear el metálico sabor de su sangre.
—Sed…mucha sed… —susurró al oído de Belfegor que se había acercado hasta la boca de Máximo.
— ¿Qué tienes sed dices? ¡oh! tío beber está sobrevalorado, además, esta tan lejos la cocina… —dijo el hombrecillo dejándose caer sobre el sofá, sobreactuando una excesiva pereza.

Todo estaba en silencio, pero aun así temía abrir los ojos y descubrir a ese pequeño demonio sonriéndole sentado al otro lado del sofá. Quizá si se hacía pasar por dormido, Belfegor se cansaría de torturarlo y se marcharía, total que suponía quedarse allí tumbado sin moverse, solo tenía que mantener los ojos cerrados pasara lo que pasase.
Apenas tardó unos minutos en mantener su farsa, ya que empezó a notar cómo algo mordía los dedos de su mano. Dada la postura de su cabeza y la imposibilidad de moverse, no alcanzaba a ver qué era lo que estaba ocurriendo. Aquel dolor que perforaba su piel de manera tan hiriente, comenzó a extenderse por más partes de su cuerpo ¡algo le estaba devorando vivo!
No tardó en hallar la procedencia de lo que mordisqueaba su cuerpo, cuando frente a él, ascendiendo desde su pierna y deteniéndose en el pecho para mirarle fijamente, surgió lo que a Máximo le pareció la rata más grande que jamás había visto en su vida.
Mientras el hambriento animal se aproximaba a su rostro, Máximo intentó deshacerse de él a soplidos, que debido al nerviosismo no tardaron en convertirse casi en escupitajos. Viendo que aquello no detenía a la rata quiso gritar, pero una vez más descubrió angustiado que no podía hacerlo, rezó con todas sus fuerzas a sus santos músculos para que recuperaran la movilidad, pero nada, el roedor seguía avanzado. Retiró la vista hacia otro lado en un vano intento de huida, como si con ello fuera a esquivar al animal, pero seguía sintiendo sus patas ascender por su pecho, lo que hizo que al notarlas cerca de su cuello volviera a mirar.
Al encontrarse cara a cara con los afilados dientes del roedor, Máximo consiguió soltar un ensordecedor grito, o eso le pareció a él, ya que al hacerlo sus ojos que en ningún momento habían estado abiertos en realidad, se abrieron haciéndole despertar de la terrible pesadilla que estaba teniendo.
Le costó varios minutos controlar su respiración, sentía cómo si se ahogara y su lengua reseca e hinchada no ayudaba, ya que amenazaba con obstruirle la garganta asfixiándole. Recuperando la sensación de calma y asegurándose de que ninguna rata mordisqueaba su cuerpo, suspiró aliviado de que solo hubiera sido una pesadilla.
Aunque la realidad de su situación no tardó en asemejarse a un terrible sueño del que deseaba despertar. Un insufrible hormigueo le atormentaba, sentía como si millones de alfileres se clavaran por toda su espalda, cuello y piernas, su cuerpo empezaba a sufrir las consecuencias de llevar tanto tiempo en la misma postura.
No había ni rastro de Belfegor, al menos hasta donde alcanzaba su corto campo de visión. La luz que entraba por las rendijas de la persiana le indicaron que la noche estaba próxima, por lo que en algún momento de la madrugada le venció el sueño y había dormido durante toda la mañana.
El simple hecho de oírse desear con todas sus fuerzas el levantarse de aquel maldito sillón, hizo que por un momento le entrara la risa. Echaba de menos el aire fresco bajo un cielo despejado de nubes, la sensación de pisar el suelo con los pies descalzos, o algo tan sencillo como rascarse la nariz o ir al servicio. Pero la risa se borró enseguida de sus labios, cuando recordó que el pequeño demonio no tardaría en volver para torturarle una noche más.
La televisión se encendió sola con un molesto sonido de interferencias, para segundos después comenzar a cambiar de canal uno tras otro sin parar, entremezclando las voces de los anuncios y películas. Aunque Máximo no podía ver lo que sucedía en su salón, por las extrañas formas que se proyectaban en el techo, creyó presenciar como Belfegor salía del televisor.
— ¡Anda, qué bien que te pillo en casa amigo! —dijo el hombrecillo rompiendo a reír y dando palmadas que acompañó con pequeños saltitos. — Por un momento me he dicho, a ver si vas a ir hasta allí y resulta que a Máximo le ha dado por salir.
Belfegor siguió riendo a carcajadas de sus chistosas ocurrencias, hasta que exhausto y con el estómago dolorido de tanta risa, se dejó caer en el sofá a los pies de Máximo.   
— ¡Ay! Qué bien lo pasamos ¿eh? —dijo dando unos golpecitos con su mano en la espinilla de Máximo —Bueno ¿Qué vemos hoy?
Como si estuviera respondiendo a su pregunta, Máximo comenzó a mover los labios diciendo algo. Belfegor bajó del sofá de un salto y se acercó al frigorífico para coger un refresco, antes de volver a sentarse se aproximó a escasos centímetros de la boca de Máximo.
— ¿Por qué me haces esto? —murmuró Máximo mientras las lágrimas caían por el lateral de su rostro.
— ¡Oh vamos! Tú lo elegiste amigo, ahora no me hagas parecer el malo de la película. Este era tu deseo, yo solo te lo concedí con mucho gusto.
— ¿Cuándo acabará? ¿Qué debo hacer para que me dejes en paz? —susurró con un aparente tono de derrota.
—Bueno, lo cierto es que tienes dos opciones, solo depende de ti —dijo el hombrecillo cogiendo asiento. —Puedes, que es lo que harás, dejarte abrazar por la pereza y cumplir tu deseo eternamente o, levantarte y volver a tu vida.
Belfegor se puso de pie sobre el brazo del sillón y mirando a Máximo extendió los brazos de forma teatral.
—Vamos amigo, hazlo: ¡Levántate y anda Máximo!
El pequeño demonio explotó en sonoras carcajadas, tanta era la risa que a punto estuvo de precipitarse al suelo de espaldas. Dejándose caer entre cojines pataleaba y agitaba los brazos, como si quisiera contagiar a Máximo con sus risotadas, revolcándose en el eco de su malévola ocurrencia, disfrutando del sufrimiento de su inmóvil víctima.
Máximo supo que aquel demonio no se cansaría de tenerle en aquella situación, era su divertimento y no dejaría que su juego acabara tan fácilmente, lo que le hizo pensar cuánto tiempo sería capaz de soportarlo, cuánto dudaría sin comer ni beber mientras veía pasar su vida allí tumbado sin poder evitarlo. Quizás la solución era rendirse, aceptarlo y dejarse llevar por la pereza que le había llevado a esa situación o, tal vez acabar con todo aquello a su manera ¿y si se quitaba la vida? No solo daría fin a su agonía, también le chafaría el juego a Belfegor.
Mientras el hombrecillo veía la televisión sentado sobre su pecho una vez más, Máximo intentaba pensar en la manera de suicidarse, cosa complicada ya que su parálisis lo dificultaba todo. No tardó en llegar a una resolución, de hecho, era la única posibilidad que tenía, ya que cualquier otra implicaba movimiento.
Cogió aire profundamente, cerró los ojos y armándose de valor, se mordió con todas sus fuerzas la lengua, tan fuerte que un par de lágrimas brotaron enseguida de sus ojos. Apretó hundiendo los dientes en la húmeda piel, notando como se clavaban en ella y comenzaban a guillotinar su lengua.
El dolor era insoportable, pero tenía muy claras sus intenciones y no solo no se detuvo, si no que apretó con más fuerza aún. Cuando la sangre comenzó a brotar yendo directa hacia su garganta, una tos se apoderó de Máximo haciendo que soltara su presa.
— ¡Serás idiota! ¡Qué demonios haces! —dijo Belfegor levantándose de un salto.
Desde el lateral del sofá el hombrecillo agarró a Máximo del brazo y tiró de él para ponerle de lado. Después introdujo el dedo índice y corazón en su boca, liberando las vías respiratorias de Máximo, que de nuevo volvía a respirar aunque con dificultad.
— ¡Casi lo estropeas todo imbécil! ¿En qué pensabas, eh, en qué?
Belfegor daba vueltas de un lado para otro, propinando de vez en cuando un golpe en la cabeza de Máximo, que poco a poco iba recuperando el aliento.
—Déjame en paz, maldito enano —dijo Máximo encontrado su voz y sorprendiéndose por ello.
Fue como si toda la rabia acumulada dentro de sí le hubiera dado fuerzas para revelarse ante Belfegor, que al escucharle hablar le miró con ojos encendidos en furia.
—No vuelvas a hacer nada parecido ¿me oyes? Te lo advierto amigo, ni una más.
Tras aquellas palabras, Belfegor empujó de malas maneras a Máximo colocándole de nuevo boca arriba. Sin parar de farfullar por lo bajo desapareció durante unos minutos, en los que se encaminó hacia la cocina y trasteó por ella, al reaparecer en el salón, entre sus manos tría un vaso de agua. Levantó levemente la cabeza de Máximo y acercó el vaso a sus labios para darle de beber, apenas tres cortos tragos que a Máximo le supieron a poco.
— Creo que por hoy se terminó la visita. Confío en que no harás ninguna estupidez, aunque no puedas verme yo a ti si y no pienso permitir que seas tú el que decida cuando acaba mi juego.
Satisfecho con su advertencia, Belfegor se introdujo en la televisión de un salto. Al evaporarse la pantalla se apagó por completo dejando todo a oscuras.
Durante unos minutos Máximo se quedó con los ojos cerrados, preguntándose a sí mismo si debía seguir con lo que había empezado, o por el contrario tomarse la advertencia de Belfegor en serio.
Un fuerte calambre recorrió su columna vertebral, fue tal el pinchazo que de haber podido, Máximo se habría retorcido de dolor. Pero aquel calambre trajo algo que hizo que abriera los ojos de par en par ¿se lo había imaginado, o había ocurrido de verdad? Intentó alcanzar con la vista su mano derecha, incluso aguantó la respiración como si eso fuera a ayudar en su afán por mirarse la extremidad, pero nada, el no girar la cabeza le impedía llevar a cabo la acción que pretendía.
Su respiración fue acelerándose cada vez un poco más debido al esfuerzo que mentalmente ejercía sobre su cuerpo, estaba seguro de que había movido la mano.
— ¡Joder! —exclamó casi en un grito del que él mismo se asustó. — ¿Hola? ¿puede oírme alguien?
Siguió hablando durante un rato, era emocionante reencontrarse con su propia voz.
Cerró los ojos para concentrarse en lo que quería hacer y al abrirlos estaba totalmente dispuesto a levantarse del sofá. Lo intentó una y otra vez durante horas, hasta tal punto que vencido y desanimado pensó que lo había imaginado y se rindió en un profundo sueño.

A la mañana siguiente cuando despertó la sed volvía a atormentarle, sentía la boca seca y la sensación de tragar cristales. Tosió con ímpetu para aclarase la garganta y comenzó a gritar pidiendo ayuda, casi desgañitándose con cada berrido, pero era inútil nadie le escuchaba. Maldijo durante un buen rato, se preguntó dónde se había metido todo el mundo y por qué nadie le echaba en falta, después cayó en la cuenta de que nunca había hecho nada por sociabilizar con vecinos ni amigos, estaba solo, y solo él tenía la culpa de ello.
Perdiendo los nervios se dejó llevar por un ataque de ira, habría pataleado, golpeado y lanzado cosas de haber podido hacerlo, pero se limitó a gruñir con furia. estaba harto de aquel sofá, de la postura en la que llevaba días, de no poder moverse y del maldito enano que le torturaba cada noche, tenía que salir de allí lo antes posible o se volvería loco, o peor aún, volvería a intentar quitarse la vida, pero esta vez con más empeño para no fracasar.
Pasó el resto del día esforzándose por volver a mover la mano, si conseguía eso, solo ese pequeño movimiento, eso le daría ánimos para seguir adelante y levantarse del sofá.
— ¡Sí! —gritó al notar la tela del sillón rozando sus dedos entumecidos.
Esta vez no lo había imaginado, estaba seguro de haber movido la mano.
— Vaya, esta noche te veo parlanchín y contento amigo ¿puede saberse a que se debe?
Máximo estaba tan concentrado que ni se percató de que la televisión se había encendido y que Belfegor había salido de ella. Resopló con fuerza al saber que una noche más aquel pequeño demonio volvía para divertirse con él.
— Dime ¿qué hacías? —dijo Belfegor acercándose al rostro de Máximo. —Veo que has recuperado el habla amigo, ahora podremos charlar ¿eh? tú y yo vamos a hacernos muy buenos amigos querido Máximo, quizás el primero que tengas en tu vida —dijo carcajeándose con malicia.
— Nunca seré tu amigo maldito enano…
— ¡Esa boca! y esa, querido amigo, es la razón de tu triste vida solitaria, eres un borde que solo piensa en sí mismo y su comodidad, motivo por el que estas en esta situación. Ahora te ofrezco una vida de comodidad y sin tener que esforzarte ni moverte por nada ¿y así me lo agradeces?
— No quiero nada tuyo, lo que quiero es recuperar mi vida ¡maldita sea!
Máximo sintió como sus dedos arañaron la tela del sofá.
— ¿Tú vida? ¿la misma que tenías cuando pasabas todo el día aquí tirado sin hacer nada? ¿a esa vida te refieres amigo?
El tono de Belfegor era cada vez más hiriente.
— ¿Esa vida por la que tu querida novia te abandonó? Por suerte para ella, se dio cuenta del novio que se había echado, supo salir corriendo a tiempo…
El enfado de Máximo aumentaba por segundos, aquellas palabras le estaban doliendo más que si le hubieran metido el dedo en una herida abierta. Llegó un momento en el que dejó de escuchar las palabras del hombrecillo, solo pensaba en levantarse y darle una paliza de muerte con sus propias manos, golpearle hasta que la piel de sus nudillos se abriera y aun así, seguir dándole puñetazos hasta caer rendido.
Mientras por su mente pasaban un millón de ideas sanguinarias, su pensamiento se detuvo de inmediato al sentir que el dedo pulgar de su pie se movía. Alzó la vista para mirar sus pies, nada, imposible, miró de reojo a Belfegor, que a pesar de estar a su lado le oía hablar a kilómetros de distancia.
Animado y convencido de que estaba recuperando la movilidad, cerraba y abría los dedos de sus pies, él no podía verlo, pero estaba seguro de que lo estaba haciendo, el dolor y los calambres que recorrían su gemelo y muslo así se lo hacían saber. Sin darse cuenta comenzó a reírse en alto.
— ¿Te hace gracia el hecho de morir solo? —dijo Belfegor que no entendía las risotadas de Máximo.
— No, me divierte pensar en cómo te mataré…
Cambiando el gesto el hombrecillo miró a Máximo con curiosidad, pensó que empezaba a perder el juicio, a veces ocurría, no todos soportaban pasar por aquello, es difícil convivir a solas con tus pensamientos durante un largo tiempo.
— Ya entiendo ¿tienes un plan verdad? ahora que puedes hablar pretendes matarme a chistes malos ¿verdad que sí?
Ahora era Belfegor el que reía.
— Pues te diré una cosa amigo, a mí me encantan los chistes, mira empezaré yo. Esto es un ratoncito que entra en un ascensor y…
— ¡Cállate estúpido enano! —dijo Máximo interrumpiéndole. — Quiero que te largues ¡ahora! déjame solo.
Belfegor salto del sofá y se quedó mirando a Máximo con los brazos en jarra estudiándole de hito en hito.
— Esto es precisamente a lo que me refería, cuando descubras lo triste que es morir solo querrás cambiar las cosas ¿pero sabes qué? ya no habrá remedio para ello amigo…
Belfegor se encaró hacia la televisión, pero antes de dar un paso se volvió de nuevo.
— Y que quede claro que me voy porque yo quiero, no porque tú me lo digas —dijo con dedo amenazante.
Una vez solo, Máximo comenzó a mover los dedos de los pies y de las manos como loco, reía sin parar y algunas lágrimas caían por su rostro. Nunca moverse le había resultado algo tan placentero al mismo tiempo que doloroso.
Un hormigueo terrible se apoderaba poco a poco de todo su cuerpo, apretaba los dientes con fuerza, aquel dolor era horrible, extraño. Era como si su cuerpo no fuera suyo, sentía los músculos entumecidos al tiempo que un centenar de agujas atravesaban su piel hasta llegar al hueso.
Rendirse habría sido lo más sencillo, no le deseaba a nadie la tediosa sensación que estaba experimentando. Pero a pesar del dolor Máximo siguió esforzándose por moverse, no iba a parar hasta conseguir al menos sentarse, ya pensaría después en cómo ponerse en pie.
Entre gritos, insultos y lágrimas tomó el control de su cuerpo y ayudado de una paciencia que nunca habría dicho tener, fue incorporándose.

Todo estaba más a oscuras de lo normal, miró a un lado y otro del cristal intentado vislumbrar algo, no halló ni una sola sombra. Al asomar la cabeza el televisor se encendió llenado el salón con el sonido de su niebla. Cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría y vio el sofá vacío, sintió un ligero aire que movió sus cabellos en una dulce caricia, al alzar el rostro en busca de ese tímido soplido solo encontró unas piernas.
Con medio cuerpo fuera de la televisión Belfegor vio cómo se acercaba a su cabeza un bate de béisbol a gran velocidad, intentó cubrirse del golpe, pero no le esquivó. La pantalla se rompió en mil pedazos dejando al hombrecillo con medio cuerpo dentro y otro medio fuera. Agarrándose al marco del televisor luchaba por salir, pero cada vez que lo hacía, los cristales se clavaban más en su piel. El pequeño demonio gritó colérico, agitó sus brazos como un niño en plena pataleta y suplicó a Máximo que le ayudara.
— Te dije que te mataría enano del demonio —dijo Máximo alzando el bate por encima de su cabeza.
Al golpear de nuevo la cabeza de Belfegor, la sangre manó empapando su pelo y cubriéndole el rostro. Dejándose llevar, Máximo asestó un golpe tras otro, el cráneo de hombrecillo se abrió como un melón dejando parte de su cerebro a la vista. Los cristales rotos se hincaban en el estómago de Belfegor, rajando su piel y llenado el suelo de una sangre negra y viscosa.
— ¡Muere! —gritaba Máximo fuera de sí.
Solo paró cuando el busto del hombrecillo cayó sobre la alfombra partiéndose en dos, y aun así, la rabia acumulada por esos días inmóvil, le llevó a patear el cuerpo ya inerte de Belfegor.
Exhausto se dejó caer al suelo de rodillas.
— ¿Quién es el que no puede moverse ahora, eh capullo?
Saltó hacia atrás cuando el rostro de Belfegor se giró hacia él para mirarle con unos ojos de un amarillo cegador. Apoyando las manos en el suelo el hombrecillo levantó su medio cuerpo y en una especie de gateó hizo el amago de ir a por Máximo, pero enseguida dio media vuelta y arrastrando sus intestinos por la alfombra, reptó hasta la televisión para desaparecer dentro de ella. Máximo se asomó al interior del televisor con cautela, respiró tranquilo al encontrar una caja vacía llena de cables y cristales, todo había terminado.

Después de aquella noche en la que venció a la pereza, Máximo se hizo una promesa, jamás volvería a perder el tiempo tirado en un sofá, aprovecharía cada minuto de su vida sin dejar que el cansancio o la pereza amenazaran sus días. Nunca más una televisión ocupó ese mueble vacío, en su lugar fue colocando las fotografías de sus viajes por el mundo. Ignoraba aquella voz que cada noche, desde las sombras de su habitación, le despertaba llamándole amigo. ©


Obra del pintor holandés Pieter Brueghel llamado el viejo.

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